Gianni Vattimo (Adiós a la verdad)

Más allá del mito de la verdad objetiva
 
[...] La conclusión a la que quiero llegar es que la verdad como absoluta, correspondencia objetiva, entendida como última instancia y valor de base, es un peligro más que un valor. Conduce a la república de los filósofos, los expertos y los técnicos, y, al límite, al Estado ético, que pretende poder decidir cuál es el verdadero bien de los ciudadanos, incluso contra su opinión y sus preferencias.  Allí donde la política busca la verdad no puede haber democracia. Sin embargo, si se piensa la verdad en los términos hermenéuticos que muchos filósofos del siglo XX han propuesto, la verdad política deberá buscarse sobre todo en la construcción de un consenso y de una amistad civil que haga posible la verdad también en el sentido descriptivo del término. Las épocas en las que se creyó que la política podía basarse en la verdad fueron épocas de gran cohesión social, de tradiciones compartidas, pero también, en muchos casos, de disciplina autoritaria impuesta desde arriba. Un ejemplo, incluso admirable, es la época barroca: por una parte, un amplio conformismo asegurado por la autoridad absoluta de los reyes y, por otra, un maquiavelismo explícitamente teorizado. La política «moderna», la que hemos heredado de la Europa de los tratados de Wersfalia, en el fondo aún es ésa. Hasta en los casos cada vez más numerosos de corrupción administrativa (aquí pienso en la  Italia  de  «manos limpias»), los políticos han reivindicado, en los tribunales, el derecho a mentir (y robar, corromper, etc) en nombre del interés «general». Robaban no para ellos mismos sino para el partido y, por lo tanto, para el funcionamiento de la democracia, que cada vez cuesta más.

Por muchas razones relacionadas con el desarrollo de las comunicaciones, con la prensa y con el propio mercado de la información, la política «moderna» ya no rige. Se hace cada vez más evidente la contradicción entre el valor de la verdad «objetivaba» y la conciencia de que aquello que llamamos realidad es un juego de interpretaciones en conflicto. Tal conflicto no puede ser vencido por la pretensión de llegar a la verdad de las cosas, ya que ésta resultará siempre diferente, hasta tanto no se haya construido un horizonte común, vale decir, el consenso en torno a aquellos criterios implícitos de los que depende toda verificación de proposiciones singulares. Sé bien que ésta no es una solución a la cuestión, sino sólo el planteamiento del problema. Una frase de san Pablo (carta a los efesios, 4 15-16) dice así: «veritatem facientes in caritate». El griego tiene aletheuontes, que es aún más fuerte. Ésta nos lleva a un salto más allá de la cuestión de la objetividad: ¿qué significa hacer la verdad si ésta fuera la correspondencia del anunciado respecto del «dato»?  La alusión a la caridad aquí no está de más. El conflicto de las interpretaciones, del cual la democracia no puede prescindir si no quiere convertirse en dictadura de los expertos, los filósofos, los sabios, los comités centrales, no se supera sólo explicitando los intereses que mueven las diferentes interpretaciones, como si fuera posible hallar una verdad profunda (la primera escena, el trauma infantil, el ser verdadero antes de los enmascaramientos) sobre la cual después todos concordamos. Todo esto, que es el mejor resultado de la «escuela de la sospecha», la pars destruens de la crítica a las pretensiones de verdad absoluta, requiere de un amplio horizonte de amistad civil, de un consenso «comunitario», —por más sospechoso que pueda resultar el término—, que no dependa de lo verdadero y lo falso de los enunciados. 

Repito: ésta no es la solución al problema, sino sólo un modo de plantearlo de forma explícita, evitando así al menos la hipocresía de la política «moderna» que nunca ha puesto en discusión la noción de verdad como correspondencia y, sin embargo, siempre ha admitido que el político puede mentir «por el bien del Estado» (o del partido, o de la clase, o de la patria). Esa hipocresía debe ser condenada, no porque admite la mentira violando el valor «absoluto» de la verdad como correspondencia, sino porque viola el vínculo social con el otro, podríamos decir que va contra la igualdad y la caridad, o contra la libertad de todos.

Podría observarse que la libertad es también y sobre todo la capacidad de proponer una verdad contraria a la opinión común. Así, por ejemplo, la entiende Hanand Arendt en los apuntes de su diario escrito en los mismos años del proceso Eichmann. «La verdad —escribe Arendt (2002, pág. 531)— no se verifica por medio de una votación. Incluso al verdad fáctica, no sólo la racional, concierne al hombre en su singularidad». Sin embargo, en las mismas páginas se encuentra una constante insistencia también en el carácter siempre social de la verdad y en la difidencia que debe reservarse a quien pretende poseerla de modo preciso y estable. «Quien, en una oposición de opiniones, afirma que posee la verdad, expresa una pretensión de dominación» (pág. 619). Tal oscilación, que no me parece que nunca se haya llegado a superar del todo en la obra de Arendt, se explica quizá con el hecho de que también para ella la verdad es pensada como reflejo objetivo de datos de hecho. No obstante haber frecuentado el existencialismo, de Jaspers pero también de Heidegger, el tema de la interpretación siguió siéndole en sustancia ajeno. Aquí ahora prefiero una tesis de Ernst Bloch de la primera edición de Geist der Utopie (1918), donde dice que la diferencia entre el loco y el profeta está en la capacidad de este último de fundar una comunidad.

Vattimo, Gianni y otros (En torno a la posmodernidad)

No hay comentarios:

analytics