Deconstruir identidades hasta atomizarlas es dar anfetaminas neoliberales a la posmodernidad. Somos cada vez más diversos porque somos cada vez más desiguales, por lo que necesitamos llenar de cualquier manera el espacio que antes ocupaban la clase, la nacionalidad o la religión. Esta fascinación por la representación tiene el efecto negativo de que la misma cada vez resulta menos representativa. Referirnos a un grupo o colectivo, antes de la irrupción de lo neoliberal, significaba referirnos a millones de personas. En el caso de las mujeres a algo más de la mitad de la población humana. Ahora el colectivo mengua porque la diversidad tiende al infinito. Se niega a sí misma porque en el fondo, cuando todos somos diversos, nadie lo es realmente.
La diversidad es un producto que compramos, como cualquier producto compite en un mercado. Este mercado de la diversidad competitiva se manifiesta en que las nuevas identidades que vamos adquiriendo entran en contradicción de una forma cada vez más notable. Somos más nosotros en cuanto conseguimos que el resto sea menos. Los grupos, cada vez más atomizados, entran constantemente en conflicto, en una especie de reinos de taifas identitarios. Así hay conflictos intrafeministas, de activistas queer contra feministas, de activistas LGTB contra activistas queer, de activistas multiculturales contra las feministas, de feministas islámicas contra feministas árabes, de los animalistas contra todos.
[...] Que el activismo de la diversidad es un producto que compite en un mercado se observa en su desplazamiento cada vez más habitual desde su origen político hasta su aspiración de negocio. Encuentro este titular: <<Una eroteca vegana, feminista, transgénero y respetuosa con la diversidad relacional y corporal>> a propósito de un reportaje sobre una tienda donde se venden cosas. Al igual que la empresaria del capón, los negocios relacionados con la diversidad política pretenden pasar por servicios y ofrecer experiencias, pero, repetimos, son tiendas donde se venden cosas. En este caso, sus propietarias nos explican que buscan <<generar nuevos espacios de conversación y activismo, y abrir el espectro mostrando modelos que no se limiten al hetero-monógamo>>. También cuenta que les <<encanta dinamitar los roles de género y fomentar la sapiosexualidad: intentamos transmitir que las mentes son sexis, más allá del cuerpo>>. La tienda vende a sus clientes, perdón, el espacio de activismo y conversación proporciona a sus usuarios cuerdas bondage no tratadas con ceras animales, lubricantes libres de proteínas lácteas y, en general, productos que <<están libres de crueldad porque ninguno de sus componentes es de origen animal ni ha sido testado en animales>>.
No se trata aquí de criticar las aficiones o estilos de vida sexual de los clientes de la tienda de condones eco-friendly, las cuales nos dan bastante igual, sino de observar una vuelta de tuerca más que interesante: cómo el activismo por la representación pasa bajo el neoliberalismo a abjetivizarse en el mercado de la diversidad y cómo este mercado, en su lógica interna ineludible, acaba materializándose en negocios concretos. Algo similar al proceso sufrido por la pobre Frida Lahlo pero en términos generales. Hemos pasado de ideologías que, al constituirse en partidos o movimientos, necesitaban librerías e imprentas para difundir sus ideas, a ideas convertidas en productos que necesitan hacerse mercancía tangible para poder reproducirse y sobrevivir.
Si hay un producto consustancial a esta trampa de la diversidad ese es el del antiespecismo. Este antiespecismo, surgió a principios de los setenta pero con especial éxito en este nuevo siglo, explica que los animales, no humanos, reciben una discriminación arbitrarias por parte de los animales humanos. Busca una sociedad vegana, pero no sólo, sino que apunta a la no discriminación de los animales salvajes sobre los domesticados y explicita que <<el movimiento antiespecista como tal, sin embargo, no puede comprometerse con tesis políticas más generales. Ello se debe a que el rechazo al especismo no depende de adoptar alguna posición política particular, desde el liberalismo de derechas hasta el de izquierdas>>.
El antiespecismo va un poco más allá al afirmar que a los animales salvajes se <<los ha abandonado a su suerte>> y que el futuro de todos los <<seres sintientes>>, sin importar su especie u origen, es liberarse <<no sólo de la opresión humana, sino también libres de toda necesidad, de toda enfermedad, de todo sufrimiento>>.
Lo interesante de este sistema de creencias, no nos atrevemos a usar el término ideología, no son sus inconsistencias, sus metáforas desafortunadas al comparar los campos de concentración nazis con los mataderos animales, sino el profundo nihilismo y arrepentimiento místico que destila. En una última vuelta de tuerca angustiada de la diversidad, la forma de entrar a su mercado de especificialidades ya no es a través del consumo de identidades sobre uno mismo, sino proyectadas en otros, en este caso los animales. Si la modernidad sustituyó a Dios por el ser humano, la posmodernidad en su etapa decadente ha atomizado tanto la identidad humana que esta sólo puede encontrar refugio en una caridad iluminada hacia los <<seres sintientes>>.
Gemma Orozco tiene veinticinco años, se gana la vida como técnica informática y es entrevistada por el diario El Mundo, curiosamente para su sección <<Futuro>>, porque es antinatalista. Según ella:
el nuestro es un mundo superpoblado en el que sobre gente, en el que la industria ganadera es una de las principales responsables del cambio climático y de la deforestación, no es razonable traer a un nuevo ser humano. Por no hablar de los motivos políticos: vivimos bajo un capitalismo terrible y despiadado y tener un hijo significa darle un nuevo esclavo al sistema, darle más carne de cañón.
Si los antiespecistas desviaban su atención de los humanos a los animales, los antinatalistas van un paso más allá, completando la espiral y descendiendo al siguiente nivel. El análisis de la entrevistada es impecable, salvo que su solución no pasa por la acción política colectiva, por buscar unas soluciones razonables para su hijo, sino por negar al hijo. No es aquí motivo de critica la opción personal de no tener descendencia, sí de la vincular esta opción con algún tipo de activismo que podríamos llamar de individualidad negativa.
Conocemos y adelantamos el siguiente paso: tras antiespecismo y antanatalismo, ya sólo nos queda el suicidio en grupo para afirmar nuestra identidad. El pastor Jim Jones vuelve de entre los muertos desafiante.
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