Laurent Vidal (Los lentos) La resistencia a la aceleración de nuestro mundo del siglo XV a la actualidad

 LA ERA MECÁNICA

«Si nos pidieran que calificáramos la época en la que vivimos con un solo nombre, estaríamos tentados de llamarla la Era Mecánica». El autor de esta reflexión, fechada en 1829, es el novelista inglés Thomas Carlyle. Y aclara que «el propio ser humano se ha vuelto mecánico, tanto en la cabeza y el corazón como en las manos». También el poeta alemán Heinrich Heine realiza un diagnóstico similar cuando habla de «la victoria de las artes mecánicas sobre el espíritu» y de «la transformación del hombre en un instrumento». Para estos eruditos, la era mecánica somete el cuerpo y la mente de los individuos a un ritmo antinatural. Y aunque su hostilidad romántica los empuje a una lectura tan circunspecta de la evolución del tiempo, la búsqueda de un léxico destinado a pensar el nuevo mundo, surgido del famoso «torbellino social», está en consonancia con la de muchos otros pensadores y científicos preocupados por forjar nuevas herramientas para describir y comprender lo vivo (en general) y lo social (en particular).

Esta episteme moderna, por utilizar la terminología de Michel Foucault, se caracteriza por la elaboración de nuevos objetos de conocimiento y su aprehensión a partir de un enfoque distinto: la clasificación. En el ámbito de las ciencias de la vida, por ejemplo, se trata de clasificar las diferentes formas de vida según diversos criterios, entre ellos el del ritmo: «en torno al año 1800 —señala Jean-Claude Schmitt— los naturalistas y los botánicos introdujeron la noción de ritmo en el pensamiento científico de su época. En la lógica de lo vivo, esta cuestión pasó a concernir a todos y cada uno de los aspectos de la naturaleza humana y del hombre en sociedad». El médico y botánico sueco Carlos Linneo ya había abierto este camino cuando, en la décima edición de su Sistema natural, propuso clasificar la humanidad en cuatro tipos de personas. Para ello recurre a criterios morales y físicos, pero también rítmicos: describe al amerindio (hoy diríamos al amerindio) como obstinado y colérico (lo imaginamos irritable), al asiático como melancólico (apático, en definitiva), al europeo como sanguíneo (impetuoso) y al africano como flemático, indolente y perezoso.

Aunque volveremos a esta última analogía, cabe señalar que, después de los indios del Nuevo Mundo, esta noción de indolencia se asocia ahora a un nuevo continente (África), lo cual resultará importante para las nuevas colonizaciones, y a un color de piel (el negro) que se encuentra en América y Europa tanto como en África, herencia de la trata de la esclavitud. De cualquier modo, el tercer continente bañado por las aguas del Atlántico, que hasta ahora había permanecido en un segundo plano o había sido ignorado, aparece en el gran escenario donde está a punto de repetirse el drama de la discriminación social a través del ritmo adaptado a los criterios de la era de la revoluciones y de la era mecánica.

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Como telón de fondo, hay que imaginar el eco, cada día más presente, de esta cadencia mecánica, cuyo campo de acción no deja de aumentar, hasta el punto de querer imponer su ritmo a todas las actividades humanas. Y, en primer plano, la gran novedad de la época es el surgimiento de un nuevo actor decidido a no quedar relegado al papel del antiguo coro: el pueblo.

En el caso de Francia, el pueblo logró imponerse gracias a una ruptura del ritmo: mientras la monarquía convoca los Estados Generales para adoptar medidas financieras destinadas a reducir el déficit, los diputados del tercer estado se negaron a responder al requerimiento de urgencia. Querían resolver primero los procedimientos de votación. Por eso, frente a la prontitud decretada para las decisiones económicas (en su discurso inaugural, el ministro Necker consideró que la quiebra del Estado era solo cuestión de días), muchos diputados del tercer estado utilizaron la ralentización como arma política. «No hay peligro en tomarse algo de tiempo», reconoció Jean Joseph Mounier, «¡No ha llegado el momento»!, exclamó d'Antraigues. Por su parte, Boissy d'Anglas no dudó en adoptar un tono profético: «Pensad que trabajáis para los siglos futuros y no temáis consumir unos instantes en el espera, aunque sea inútil. Los partidos apresurados y violentos alimentan la debilidad, pero quienes ostentan mucho poder también tienen la ventaja de retrasar el instante en que deben desplegarlo».  De este modo, al invertir el ritmo impuesto por el discurso de la necesidad, comenzó la tomar del poder por parte del pueblo. 

Esta es la razón de que, en estos tiempos modernos donde el compás de la vida social procede del roce y la confrontación de una multitud de ritmos, la gran preocupación de los poderes sea la restauración de un tejido social viable. Para ello, se vuelve primordial comprender las sociedades que se perfilan en estos tiempos revolucionarios. Aunque tradicionalmente se le atribuye a Auguste Comte la creación del término «sociología», es muy posible que fuera el abate Sieyès, autor del célebre folleto ¿Qué es el tercer estado?, quien, en 1780, acuñara ese neologismo. Para él, se trataría de un «arte social que se ocupa de disponer a los hombres entre sí de la manera más favorable para todos». En cualquier caso, esta fisiología social —la que podemos asociar el nombre de Sant-Simon, preocupado por el futuro de «la clase más numerosa y más pobre— es hija de su tiempo, marcada por la misma preocupación clasificatoria que las demás ramas del saber. ¿cuál es el lugar de cada uno en estas nuevas sociedades y, en particular, el del pueblo, «esta inmensa muchedumbre de instrumentos bípedos que solo poseen manos de poco provecho y un alma absorta»?

¿Es de extrañar entonces que la terminología utilizada para describir la nueva organización de las sociedades y, en particular, sus jerarquías se inspire en metáforas que remiten ante todo a un registro espacial? Se trata de definir el lugar, es decir, la posición de cada uno. Tomemos como ejemplo el sustantivo «proletariado», que Rousseau había vuelto a poner de actualidad en su Contrato social y que se utiliza con frecuencia en los discursos revolucionarios. Según el lingüista y romanista Antonino Pagliaro, esta palabra latina, utilizada en Roma para designar a la clase más pobre, exenta de impuestos, tiene su origen en un término de la lengua rural, protelum, que se refiere a una fila de bestias de carga: «Utilizada por las lenguas romances, la forma proletaria permite remontar a un protelarius más antiguo que, por metátesis consonántica, habría evolucionado hasta proletarius. Parece que, en su acepción original este nombre se aplicaba a cualquier individuo que se desplazaba de un sitio a otro, es decir, al emigrante. El proletario como desplazado o alguien que va de un lugar a otro. La hipótesis del fundamento espacial es seductora. Más aún cuando sucede lo mismo con «marginado» (que está en o al margen), «dominado» (donde encontramos el domus latino, la casa) y «subordinado» (construido en torno al prefijo sub, debajo). De sustantivo en sustantivo, se perfila la idea de que las desigualdades sociales de los tiempos modernos son el resultado de fenómenos determinados por el espacio y podríamos decir que, en una época de migración rural hacia las ciudades industriales y las metrópolis, esa lectura conformaría el imaginario de las políticas sociales. Además, la palabra francesa inegalité (desigualdad) procede del término latín inaequalis, compuesto por el prefijo in y la palabra aequalis, deriva de aequus, uno de cuyos significados es «superficie plana».

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