Donatella Di Cesare (Sobre la vocación política de la filosofía)

Contra negociadores y filósofos normativos

En los últimos tiempos se ha difundido una filosofía de talante normativo que, si bien nacida bajo el cielo de la inercia analítica, ha traspasado antiguas fronteras, escudada además en un capitalismo académico complaciente. Alejadísima de la radicalidad del pensamiento del siglo XX, esta filosofía se declara abiertamente sierva no sólo de la ciencia, sino también de la política o, mejor, de la economía.

Y así, el filósofo que se ve reflejado en dicha tendencia se reconoce como un «negociador». Este término, tomado de la jerga mercantil de las gestiones, los tráficos y los negocios, de donde pasa a designar, en un contexto jurídico más amplio, las negociaciones previas a un acuerdo diplomático o a un contrato económico, indica ya con claridad el papel que se reivindica. El filósofo, que en el actual mercado no tiene productos a los que dar salida, se ofrece al menos como «negociador conceptual». ¿Y qué significa eso? Si la configuración política de una sociedad cambia, y se pasa de una monarquía a una república, el filósofo negociador puede contribuir a definir el concepto de ciudadano. Si se celebra un nuevo descubrimiento científico, pongamos agua en la superficie de Marte, entra en lo posible que también en un caso así resulte útil preguntarse qué pueda ser un planeta y se requiera una «negociación conceptual». Para la mediación, además, no hay limitaciones. Los tratos conceptuales pueden contribuir a las «fusiones entre empresas», pueden hacer que dialoguen «culturas de empresas diferentes» o incluso servir para valorar la «pertenencia de las estadísticas», etc. Los ejemplos podrían multiplicarse. En resumen, la filosofía «tiene ante sí un hermoso futuro» porque, depuestos los viejos ropajes, ha hallado este nuevo espacio de intervención.

Se da por supuesto que el filósofo no haga preguntas, y que trate, más bien, de responder a las de los demás; en otras palabras, que resuelva problemas que es mérito de las demás disciplinas haber planteado. ¿Cómo que Ser, Historia, Vida y fruslerías de ese estilo? Aquí se va a lo concreto, se negocia el perímetro de los conceptos, se delimita y se circunscribe. Tal es la única capacidad del filósofo, que, ajustando por aquí y por allá, se propone «componer la tensión». Después de todo, la negociación podría fracasar y entonces habría que volver a empezar de inmediato desde cero. Porque lo que cuenta es llegar a una solución. 

Dentro de esta visión comercial de la filosofía, del todo subordinada a la ciencia, a la política y a la economía, todo se concluye en el análisis de costes y beneficios. El filósofo negociador, que se proclama «neutral» —de lo contrario no podría negociar—, se dirige a los «consumidores de posibilidades» para ofrecer posibles opciones. Tan sólo quiere ayudar al «consumidor de posibilidades» a conciliarse con sus propias decisiones —otra manera de nombrar el cuidado de sí—. Puesta en marcha por una tensión conceptual exógena, la filosofía acude para componerla y, satisfecha con la función realizada, se retira de manera ordenada, pronta para la próxima negociación. 

Así, pese a su declarada servidumbre —«que sirve a otro, depende de otro»—, ha sido capaz de hacerse un sitio, por indecoroso que sea, en la era del capitalismo avanzado. El trabajo, por lo demás, no falta. Siendo una negociación conceptual, esta práctica está entonces extendida por doquier. No hay incendio que no apague este filósofo negociador, aprendiz de bombero con espíritu de artista, ni confrontación que no mitigue o discrepancia que no pacifique. ¿Se puede ser más bondadoso y considerado? Su oferta y sus buenos propósitos los recompensa con generosidad el mundo académico. Pero es de ahí de donde debería salir para no quedarse fuera de la realidad, en la que, por el contrario, aspira a intervenir ejerciendo su mediación. 

Experimentos mentales, rompecabezas, historietas, test son los métodos concebidos por el negociador para dar forma a sus intuiciones, pero sobre todo para tratar de resultarle abierto, cautivador y comunicativo al gran público. Ésta sería la manera de poner la filosofía al alcance de todos. El experimento puede gloriarse, sin duda, de una historia más que respetable. Sólo que, nacido en un laboratorio, traiciona su origen. ¿Cómo no acodarse de Galileo, que es su inaugurador? ¿Y de los últimos descubrimientos científicos? Realizado en el laboratorio, el experimento es sometido a control, verificación y confirmación, hasta prueba en contrario. De hecho, incluso se puede repetir varias veces, hasta que se vea coronado por el éxito. La finalidad del experimento es el conocimiento, que además siempre se puede rectificar y perfeccionar. Pero ¿qué sentido tiene introducir de modo artificioso este método, óptimo para la ciencia, en el seno de la filosofía? En el origen de esta transposición indebida se oculta la confusión entre hacer experimentos y experimentar. El sujeto del experimento, que permanece sentado en su aséptico laboratorio, es soberano: abstrae, aísla, repite, verifica. El verbo de la filosofía es, en cambio, experimentar. No hay un sujeto dominante. Al contrario, quien experimenta se ve dominado, desmentido, desorientado. Por eso se dice: «he experimentado también esto». Lo cual significa «no me lo esperaba, y he tenido que aprender». Hay un rasgo de negatividad inconfundible. De repente, todo ha cambiado: no tan sólo el mundo, visto bajo una luz nueva, sino también quien ha pasado por la experiencia. En la Fenomenología del espíritu, Hegel describe esta transformación como una «inversión de la conciencia». Nada más alejado de los experimentos mentales accesibles sólo a los voluntariosos adeptos al laboratorio —del que todo aquel que desee reflexionar sobre su propia existencia se mantiene alejado—. 

No menos artificiosas y abstrusas son las pseudohistorietas que, viendo los usos y los abusos recientes, pueden tener efectos devastadores. El principio es semejante al del experimento. Realistas en apariencia, estas historietas, del todo ficticias y abstractas, hacen creer que la existencia es un laboratorio donde cada cual, sin demasiados riesgos, puede hacer experimentos con las hipótesis más absurdas a partir de elucubraciones y juegos argumentativos. ¿ Y qué más da si se trata de la vida y de la muerte? Todo se banaliza, en una versión lúdica de la ética que de ética tienen bien poco.

Entre las más famosas está el trolley problem, la historieta del «hombre grueso», que se supone ha de contarse con un cierto tono jocoso y provocar hilaridad. Una vagoneta ferroviaria fuera de control se dirige a toda velocidad hacia cinco hombres atados a los raíles. Desde un paso elevado, observas la tragedia inminente. Pero de pie, a tu lado, hay un desconocido, un hombre grueso. Si lo empujas, haciéndole caer sobre los raíles, su cuerpo detendrá la vagoneta. Se salvarían cinco vidas, aunque él morirá. ¿Matarías al hombre grueso?

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