David Jiménez (El director) Secretos e intrigas de la prensa narrados por el exdirector de El Mundo

[...] Uno de los días de mayor tensión informativa en Catalunya iba en el coche cuando recibí una llamada de un número desconocido. Era el presidente. Mis hijos se peleaban en el asiento de atrás, así que tuve que apañármelas para hablar con Rajoy, concentrarme en la carrera y lanzar miradas de asesino en seria a los niños en un intento de mantenerlos callados. Ni siquiera podía recurrir a las amenazas, una forma de intimidación parental que los psicólogos modernos —sin hijos— decían que perjudicaba su estabilidad emocional y que habría utilizado sin dudarlo si el presidente no hubiera estado escuchando a través del manos libres. Imposté el tono de voz de director sentado en su despacho y con los pies sobre la mesa mientras conducía sin rumbo —¿tenía que llevar a los niños al colegio o al médico?—, y el líder popular me contaba lo enérgicamente que iba a seguir haciendo nada. 

—Los abogados del Estado están estudiando todas las opciones legales —digo—, pero la presión mediática y el ruido no ayudan. Debemos ser firmes y mantener la calma... [mirada asesina a los niños]... El Gobierno no va a tolerar que se quebrante la Ley... En momentos como estos agradecería tu compresión...

[...] Pensaba que si uno estaba de acuerdo con todo lo que leía en su periódico era porque no era un periódico, sino un panfleto. Pero muchos de aquellos lectores creían justamente lo contrario. Los más religiosos no querían historias sobre los abusos en la Iglesia católica, aunque existieran. Los seguidores del Real Madrid buscaban críticas a los árbitros que no pitaban penaltis a favor de su equipo, aunque no lo fueran. Los taurinos no querían reportajes sobre derechos animales ni los conservadores sobre matrimonio gay. Un lector me reprochó que hubiéramos entrevistado a Manuela Carmena, la alcaldesa de Madrid, porque era de izquierdas. La había conocido unas semanas antes en la sede del Ayuntamiento, en el palacio de Cibeles, desbordada tras haber llegado a la política después de una carrera en la judicatura. En la oficina tenía una pequeña cocina y cuando llegué estaba allí, cocinando magdalenas para el postre. Le dije a la alcaldesa que nuestra línea editorial sería crítica, pero que juzgaríamos su gestión como la de cualquier otro alcalde. El tráfico, la limpieza, los impuestos... Cuando expliqué aquello a nuestro lector, temí que devolviera el diario que acababa de comprar. 

–Es una comunista, digo.

Quizá Enric González, nuestro columnista y reportero, tenía razón, y lo peor de la prensa eran «sus lectores».

[...] El intercambio de favores entre prensa y empresas estaba tan enraizado, desde hacía tanto tiempo, que no hacía falta descolgar el teléfono para que los directivos se cobraran su parte: en la redacciones se había interiorizado que empresas como Telefónica, el Banco de Santander o el Corte Inglés eran intocables. Los Dircom del IBEX habían adquirido un gran poder sobre los medios, distribuyendo sus presupuestos en función de la influencia que atribuían a cada uno y castigando a los díscolos. A veces, ni siquiera el director conocía los detalles detrás de Los Acuerdos. Una tarde recibí la visita de un ejecutivo de La Segunda pidiéndome que retiráramos una noticia negativa sobre Mercadona, la mayor empresa de distribución del país. Cuando pregunté por qué le preocupaba tanto una noticia de una corporación que ni siquiera nos ponía dinero, me dijo:

–Porque lo pone.

[...] La línea no era nítida, pero parecía evidente que ir a las bodas de las hijas de sus directivos, tomar el sol en la cubierta de sus yates o dejar que te pagaran viajes de lujo suponía cruzarla. Al poco de llegar rechacé una invitación de CaixaBank para asistir a un concierto privado de Sting, todos los gastos pagados con acompañante, hotel de seis estrellas, billetes de primera y recogida con chófer en la puerta de casa. Mientras leía las condiciones de la excursión, sorprendido de que un banco del que informábamos casi a diario esperara que aceptara semejante propuesta, repasé la lista de invitados del año anterior. No faltaba nadie: directores de periódicos, presentadores de radio y televisión, directores de grupos de prensa y periodistas de renombre. Mis diplomáticos rechazos a palcos, eventos privados y viajes fueron interpretados como muestras de desdén y El Cardenal me lo reprochó contándome que sus amigos del IBEX andaban quejosos por lo que consideraban una actitud prepotente por mi parte.

[...] Había algo que El Cardenal nunca había entendido. El Mundo, para mí, no era un empleo, un trampolín para disfrutar de los privilegios del oficio o una plataforma para alcanzar metas más altas. Era el lugar que me había deslumbrado en aquella primera visita a Pradillo, cuando todavía era un joven estudiante de periodismo; donde me había sentido parte de un proyecto que me trascendía y había forjado amistades que habían perdurado en el tiempo; donde me habían ofrecido la oportunidad de salir a conocer  el mundo y creer que había escogido un oficio que podía cambiar las cosas, sin tan solo resistía la tentación de que me cambiara a mí. Si ahora lograban que también yo conspirara y traicionara, jugara sucio y sacrificara a otros para salvarme, justificándome en que solo sería esta vez, por el bien superior de salvar al periódico, si cruzaba esa línea, si me convencía de que siempre podría volver atrás –¿acaso era posible?–, si me convertía en uno de ellos, entonces ya no quedaba ninguna duda.

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