Manuel Arias Maldonado (Antropoceno) La política en la era humana

Liberalismo, capitalismo, sostenibilidad

El Sobre la libertad, John Stuart Mill indaga sobre «la naturaleza y los límites del poder que puede ejercerse legítimamente por la sociedad sobre el individuo»; su protagonismo en la discusión que nos ocupa resulta así inevitable. A su modo de ver, ese poder solo puede ejercerse de manera justa contra alguien con objeto de prevenir el daño a otros. De manera que terminan siendo acciones privadas las que no causan perjuicio a los demás y públicas las que sí lo hacen. Ahora bien: Mill, de ahí su vigencia, se cuida de definir de manera rígida su Principio del Daño. Por una parte, no especifica qué condición tiene que darse para que la comunidad pueda interferir en la libertad del individuo. Por otra, añade un matiz importante: que el daño o probabilidad de daño a los intereses de los demás pueda justificar esa interferencia no implica que esta se encuentre siempre justificada. Allí donde la ley nada disponga, habrá que debatir sobre el caso en concreto.

Eso es, precisamente, lo que hacemos cuando hablamos de las consecuencias políticas del Antropoceno: es decir, en primer lugar, si la libertad individual ha de ser limitada en nombre de la sostenibilidad, y, en segundo lugar, discutir qué extensión y qué formas habría de conocer dicha limitación. Todo ello con una mirada puesta en la preservación, hasta donde sea posible, de otros valores que también definen nuestras democracias constitucionales: diversidad, pluralismo, igualdad, tolerancia. Salta a la vista que no es fácil guardar los equilibrios teóricos si queremos que una sociedad sea a la vez liberal, sostenible y democrática. Para empezar, porque conviene preguntarse si una sociedad que renuncia al crecimiento económico gozará de legitimidad suficiente a ojos de sus ciudadanos, muchos de los cuales aspiran todavía, y con razones fundadas, a mejorar sus condiciones materiales de vida. Se da por supuesto con demasiada facilidad que las limitaciones al crecimiento y las restricciones a la libertad individual gozarán de apoyo popular en unas democracias cuya relativa fragilidad se ha hecho evidente a raíz de la gran recesión iniciada a finales de 2008, que nos ha recordado la prioridad que los electores otorgan al empleo y a la desigualdad. Y tal vez con razón: ni siquiera queda claro que el crecimiento económico per se constituya forzosamente una causa de insostenibilidad. 

Si lo supiéramos con certeza, dejaríamos de crecer: mejor vivos que ricos. De ahí proviene, seguramente, la tentación autoritaria en la que en ocasiones ha caído ecologismo político. Nada sorprendente: si la democracia es un obstáculo para la supervivencia, esta última tiene preferencia. William Ophuls dejó sentado en principio fundacional del ecoautoritarismo a finales de los años setenta del siglo pasado: «Solo un Gobierno con amplios poderes para regular la conducta individual en nombre del interés ecológico puede lidiar de manera eficaz con esa tragedia de los bienes comunes». Ha pasado mucho tiempo y el ecologismo político ha abandonado este discurso, pero la contradicción fundamental entre los procedimientos democráticos y los resultados sostenibles sigue sin resolverse: no hay ninguna garantía de que los primeros produzcan los segundos. 

De hecho, la amenaza del cambio climático ha renovado esos miedos y pueden observarse algunos coqueteos con el Leviatán ecológico. Hemos leído que «la humanidad habrá de sacrificar la libertad de vivir de cualquier manera en favor de un sistema que prime la supervivencia»; incluso un periodista tan reconocido como Thomas Friedman ha elogiado la capacidad de la autocracia china para imponer políticas impopulares pero necesarias. A veces, son los científicos quienes razonan así, abrumados por los resultados que arrojan sus modelos predictivos: James Lovelock compara el cambio climático con una guerra y aconseja suspender el régimen democrático durante el tiempo que hayamos de librarla. Un caso distinto es el de quienes, sin reclamar formas autoritarias de manera explícita, hablan del Antropoceno en unos términos tan apocalípticos que no se encuentra la manera de abordarlo sin recurrir a formas políticas autoritarias.

No obstante, podemos plantear este dilema de otro modo: no sabemos si el crecimiento es forzosamente insostenible, pero empezamos a aprender que una economía fósil parece serlo. El problema radicaría entonces en la idea de que cualquier modelo de crecimiento es insostenible, un temor malthusiano que se basa en una noción rígida de los límites naturales. Sin embargo, ni siquiera está claro que un mandarinato ecológico —encargado de mantener a raya la actividad humana para evitar una completa desestabilización planetaria —diese buen resultado. Téngase en cuenta que, si toda la sociedad ha de cooperar para alcanzar un objetivo, la legitimidad no puede separarse de la eficacia. Por añadidura, un régimen autoritario tampoco garantiza los resultados adecuados, que en buena medida dependen de la circulación de ideas y de los procesos de ensayo y error que las instituciones liberales —entre ellas, el mercado— facilitan. La contratesis sería: la democracia tampoco garantiza un Antropoceno sostenible. Y así es, salvo que la sostenibilidad —como ya sucede con otros bienes esenciales en la democracia constitucional— se fije como objetivo irrenunciables de la comunidad política, sobre la muy razonable base de que, sin sostenibilidad, no existe comunidad política. Al ser la sostenibilidad un proceso dinámico, como la propia relación socionatural, la democracia liberal parece mejor equipada para esta tarea que un régimen autoritario.

* Manuel Arias Maldonado (Nostalgia del Soberano) 

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