Luisgé Martín (El mundo feliz) Una apología de la vida falsa

UN MUNDO FELIZ

Cuando era adolescente leí por primera vez Un mundo feliz, la novela de ciencia ficción de Aldous Huxley que recrea una sociedad futura en la que los seres humanos son fecundados artificialmente y divididos en castas cerradas cuyos miembros saben en cada caso cuál es el mundo y la vida que les espera. Los lectores de Un mundo feliz —y el propio Huxley, por supuesto— aseguraban que la sociedad descrita en la novela era distópica; es decir, que tenía «características negativas causantes de la alienación humana», según define el diccionario. A mí, sin embargo, me parecía una sociedad casi feliz, como irónicamente sugería el título; un modelo de progreso razonable. En aquella época atribuí la discrepancia entre mi opinión y la del resto de los lectores a la ignorancia o a la inocencia de mi edad, pero cuarenta años después, al releer la novela, sigo pensando lo mismo: la condición humana es lo suficientemente frágil e insustancial como para que podamos pensar que un mundo como el de Huxley es feliz y deseable. 

En el mundo de Huxley no existe el amor romántico ni los vínculos familiares biológicos. Los seres humanos, como he dicho, se fecundan artificialmente y se gestan en máquinas bajo el control de una serie de funcionarios. Hay varias castas establecidas —desde los Alfas, que son la casta superior, hasta los Epsilones, que están destinados a tareas manuales—, y en el proceso de gestación se predeterminan orgánicamente al individuo para que se adapte a su rol: «Cuanto más baja es la casta», explica un funcionario, «menos oxígeno se le da. El primer órgano afectado es el cerebro. Después de este, el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se obtienen enanos». De modo que los Alfas nacen con todas las capacidades biológicas y los Epsilones con limitaciones de inteligencia. Hay muchos otros condicionamientos en la gestación: a algunos fetos, por ejemplo, se les emiten rayos X cuando atraviesan los túneles de frío del proceso de maduración, y así se logra que sientan aversión hacia las temperaturas bajas y que estén predestinados, en consecuencia, a emigrar a los trópicos, a ser mineros o metalúrgicos.

[...] La conciencia del lugar que uno ocupa en el mundo libra de muchos males, pero no de todos. Para curar el resto, en el mundo de Huxley existe el soma, una droga de la felicidad que se parece bastante a las que la industria farmacéutica lleva tratando de crear en nuestro mundo sin un éxito completo durante décadas. «Si alguna vez, por cierta desafortunada casualidad, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre nos queda el soma para depararnos unas buenas vacaciones alejadas de la realidad. Siempre nos queda el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, solo se podían conseguir estas cosas haciendo un gran esfuerzo y tras muchos años de dura formación moral. Hoy día cualquiera puede ser virtuoso. Ahora, uno se traga dos o tres tabletas de medio gramo y ya está. Uno puede llevarse en un fracaso por lo menos la mitad de su moralidad. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma. Huxley ya lo había advertido antes de una forma muy expresiva: el soma tiene «todas las ventajas del cristianismo y del alcohol, y ninguno de sus inconvenientes».

El amor romántico se sustituye por la sexualidad libre. Cada individuo busca el placer múltiple en distintos amantes, y esas pericias se enseñan desde la infancia a través de juegos eróticos consentidos y estimulados. Desaparecen los sufrimientos sentimentales, los celos, los desamores. Los impulsos emotivos se vuelven simplemente hedonistas o utilitarios.

[...] Y en medio de ese mundo feliz aparece de repente un hombre como nosotros: John, el Salvaje. Ha sido engendrado mediante un coito, ha nacido del vientre de una mujer y ha crecido en una reserva primitiva en la que se mantienen los modos de vida tradicional. Ese individuo, que ha leído y cita continuamente a Shakespeare, abre una brecha en la sociedad perfecta. Lucha por la libertad, por la simplicidad de lo humano, por la vida manchada. Lucha por la belleza intensa del mundo real. Lucha por la autenticidad y por el heroísmo. Al final de la novela hay una escena, en la que intervienen el Salvaje y Mustafá Mond (una especie de presidente plenipotenciario de Occidente), que explica bien el dilema esencial —o existencial— planteado por Huxley:

—Lo que ustedes necesitan—continuó el Salvaje—es algo que cueste lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo suficiente [...] «Atreverse a exponer lo moral y lo inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque solo sea por una simple cáscara de huevo...». ¿Acaso esto no tiene sentido? —preguntó el Salvaje mirando a Mustafá Mond—. Independientemente de Dios, aunque Dios, desde luego, sería una razón para ello. ¿No tiene su punto de fantasía vivir peligrosamente. 

—Por supuesto que sí, y mucho —replicó el controlador—. De cuando en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombre y mujeres.

—Qué? —preguntó el Salvaje un tanto desorientado.

—Es uno de los requisitos para conservar en perfectas condiciones la salud. Por esto hemos hecho obligatorios los tratamientos PVA.

—¿PVA?

—Pasión Violenta Artificial. Normalmente, una vez al mes le damos al organismo un chute extra de adrenalina. Es el equivalente fisiológico completo del terror y el furor. Provoca en nuestro organismo todos los efectos tónicos del asesinato de Desdémona y de ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.

—Pero a mí me gustan los inconvenientes.

—A nosotros no —dijo el controlador—. Preferimos hacer las cosas cómodamente.

—Pero yo no quiero comodidades. Yo quiero a Dios, yo quiero la poesía, yo quiero el peligro real, yo quiero la bondad. Yo quiero el pecado. 

—Efectivamente —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser desgraciado.

—Efectivamente —dijo el Salvaje, en tono desafiante—, reclamo el derecho a ser desgraciado.

—Por no hablar del derecho a envejecer, a volverme feo e impotente; del derecho a tener sífilis y cáncer; del derecho a pasar hambre; del derecho a ser un piojoso; del derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda pasar mañana; del derecho a coger la tifoidea; del derecho a ser acribillado por los más horribles tormentos.

Se produjo un largo silencio.

—Reclamo todos esos derechos —concluyó el Salvaje.

Mustafá Mond se encogió de hombros.

—Quedan todos a su disposición— dijo. 

[...] ¿Es preferible la libertad dolorosa a la servidumbre voluntaria feliz? ¿Son en realidad diferentes la servidumbre voluntaria y la libertad? ¿Puede llamarse servidumbre a la autorrestricción consciente de ciertos instintos humanos ponzoñosos o dañinos? El Salvaje responde a cada una de estas preguntas afirmativamente, pero no lo hace, a nuestro juicio, siguiendo su razón ilustrada, sino su superstición humanista. O lo que es lo mismo: sus ideas religiosas sobre la libertad, la justicia, la igualdad, la dignidad y la fraternidad de los seres humanos. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es interesante y desafiante el punto de este autor pero omite algo Fundamental... La SUPERVIVENCIA del individuo y de la sociedad (como tal así planteada). Respecto a la superivivencia de la sociedad, un sistema tan estructurado con negación continua al dolor esta condenado a desaparecer; el mundo digase la tierra no esta preocupada por nuestra felicidad asi que los desastres naturales, las seguias, o cualquier cambio en el ambiente harian zozobrar de inmediato a una sociedad "tan calculada", este es el tipico error muy humano de creerse capaz de controlar el mundo, cuando es el mundo el que lo lleva a el.
Respecto a la supervivencia del individuo es lo mismo, del punto de vista biologico y sicologico tampoco existe tal perfeccion y calculo, no hay droga que no tenga efecto secundarios (y lo digo como medico) por mas que las farmaceuticas te cuenten otra cosa, ni sistema de control que no tenga efectos en el animo o disgusto con "esa vida"; si bien estoy de acuerdo que no surgen a cada rato "revolucionarios"; el desagrado, la molestia y la infelicidad se viven a diario pero son personales, solo que no trascienden necesariamente al ambito publico.
Y por ultimo respecto a la supervivencia de la sociedad .... tal vez se podria, si se estableciese un sistema en el que a un grupo particular de la sociedad se le permita el completo "libre albedrio" con su dolor exitos y fracasos, y que ese grupo este incluido dentro de el marco dirigente o de las "castas superiores", para que finalmente el cambio adaptativo si exista y se disgrege en la sociedad... pero ... ¿no seria simplemente eso lo mismo que ya existe?, un grupo basal restringido que sostiene a un grupo apical con privilegios?.... finalmente no hay crecimiento, ni adaptacion al mundo sin dolor por mas que uno desee que este no exista, es parte de la vida, nacio asi y se crea asi porque es parte de este mundo, negarlo es irse a vivir " a otra parte que no existe" como el sueño de Huxley.

Unknown dijo...

Estupendo libro de Luisgé Martín, "El mundo feliz" (Anagrama, 2018). Escrito con un pesimismo inteligente, ilustrativo y con la claridad adecuada. Léanlo !!

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