Antonio Monegal (Como el aire que respiramos) El sentido de la cultura

  CONSUMO Y CULTURA DE MASAS

El fascismo fue incapaz de arañar siquiera el alma del pueblo italiano; el nuevo fascismo, a través de los nuevos medios de comunicación e información (sobre todo, justamente, la televisión), no sólo la ha arañado, sino que la ha lacerado, la ha violado, la ha afeado para siempre...
Pier Paolo Pasolini,
Escritos corsarios

Para Pier Paolo Pasolini, la sociedad de consumo era el nuevo y verdadero fascismo. El fascismo habría intentado imponer un orden reaccionario y monumental, pero no había calado en la vida y costumbres de las gentes. Las culturas tradicionales, campesinas y obreras continuaron intactas. Sin embargo, la sociedad de consumo, y lo que Pasolini califica de «ideología hedonista», ha arrasado con sus particularidades y ha causado una aculturación que convierte este nuevo poder en «la peor de las represiones de la historia humana». Atribuye la principal responsabilidad a las tecnologías de la comunicación, y en particular a la televisión como instrumento de poder y como un poder en sí misma, más autoritario y represivo que cualquier otro medio. El discurso de Pasolini es, en buena medida, profético. Cuando él escribe esto, pocos años antes de su muerte, la expresión sociedad de consumo tenía un sentido de denuncia que hoy ha perdido. Ahora, nombra simplemente el statu quo. El consumo es el motor del sistema, su condición de posibilidad, y la obligación del buen ciudadano es consumir. De lo contrario, todo se hunde. Crece la conciencia de los efectos nocivos de este modelo para la sostenibilidad del planeta, pero las consecuencias culturales preocupan menos porque la salud de las instituciones creativas y, por lo tanto, el potencial económico de la cultura del que hablamos en el capítulo anterior dependen de que el usuario cumpla con su papel de consumidor. 

La crítica de Pasolini es, por supuesto, heredera de las reflexiones de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer sobre las industrias culturales. El diagnóstico demoledor de éstos se anticipó en treinta años al de Pasolini y señaló el peligro de la homogeneización de la producción cultural al servicio de los intereses comerciales, de su uso como instrumento de control y del adocenamiento de los públicos: «La racionalidad técnica es hoy la racionalidad del dominio mismo. Es el carácter coactivo de la sociedad alienada en sí misma». La obediencia de la industria del entretenimiento a criterios de rentabilidad —«Su ideología es el negocio», dicen Adorno y Horkheimer—, la imitación repetitiva de los contenidos, el regirse por «la ley de los grandes números» y la justificación de que se ofrece lo que la gente pide con aspectos que nos resultan sobradamente familiares. Tanto Adorno y Horkheimer como Pasolini coinciden en apuntar a las repercusiones políticas de un determinado modelo cultural. Los dos primeros salían de la experiencia del nazismo y conocían el potencial de adoctrinamiento de los grandes medios de comunicación de masas y del cine de propaganda. El italiano enlaza explícitamente la ideología autoritaria del pasado con la dictadura del mercado, que incita a un consumo sin freno de las cosas, de las experiencias y de los cuerpos. Es la época en que rueda Saló o los 120 días de Sodoma, y en sus declaraciones insiste en que la referencia al Marqués de Sade no responde tanto a una crítica del fascismo como a la denuncia de la sociedad de consumo. Para Pasolini, bajo la aparente liberación del deseo acecha la imposición de la lógica del mercado y la creciente aculturación. 

Estas advertencias acerca de la dictadura de los grandes números que se hace pasar por democracias se asemeja a lo que Bourdieu decía en su ensayo Sobre la televisión (1996) a propósito de los índices de audiencia:

Los índices de audiencia significan la sanción del mercado, de la economía, es decir, de una legalidad externa y puramente comercial, y el sometimiento a las exigencias de ese instrumento de mercadotecnia es el equivalente exacto en materia de cultura de lo que es la demagogia orientada por los sondeos de opinión en materia política. 

Esto le lleva a sostener que: «Se puede y se debe luchar contra los índices de audiencia en nombre de la democracia». La confluencia entre factores culturales y políticos en Adorno y Horkheimer, Pasolini y Bourdieu, pone de relieve el impacto de los productos culturales en la construcción de mentalidades que este ensayo aspira a demostrar. La televisión lleva más de medio siglo cumpliendo este papel, ahora en competencia con internet, con mayor capacidad de influencia que la literatura o el cine, que tuvieron, a su vez, sus épocas de protagonismo.

En una intervención en televisión, Bourdieu argumentaba que, históricamente, todas las producciones culturales que se han considerado las más elevadas de la humanidad, como las matemáticas, la poesía o la filosofía, han surgido en contra de los modelos equivalentes a los índices de audiencia, es decir, contra la lógica de lo comercial. Vuelve a aparecer la confrontación entre gustos masivos y los de un grupo selecto, aunque ésta no es la distinción que preocupaba a Pasolini. Él no defiende la alta cultura, sino la variedad de la cultura popular, amenazada por la producción para el consumo de masas. Son, por lo tanto, tres y no dos los vectores de diferenciación. 

Por supuesto, es legítimo argumentar que la experiencia que proporcionan ciertos productos culturales es más compleja, sofisticada y enriquecedora, que contribuyen al avance intelectual y artístico de la sociedad unos más que otros. Todos estos razonamientos son validos, aunque a veces sean difíciles de demostrar convincentemente mediante indicadores cualificables. Sirven para explicar que los productos culturales no son iguales, no hacen lo mismo y por consiguiente no valen lo mismo. Es posible establecer una jerarquía aplicando criterios de valor restringidos, de la misma manera que resulta una jerarquía distinta de la aplicación de criterios comerciales. Podemos definir una escala en la que Godard ocupe una de las posiciones más altas y otra que allí esté Spielberg. Sin embargo, sea cual sea la manera en que establezcamos la jerarquía y el valor, es inevitable reconocer que la cultura, en cualquiera de sus formas y manifestaciones, tienen repercusiones para la sociedad. Algunas que un grupo ve como indeseables y otras que promueve; mientras que habrá otro grupo que lo verá al revés. 

Con frecuencia decimos que aquello que desaprobamos o no nos interesa no es cultura. Cuando Pasolini habla de la aculturación que provoca la sociedad de consumo, está criticando la sustitución de una cultura por otra. No usa el término en la acepción arnoldina. No le escandaliza la devaluación de la excelencia artística e intelectual, sino la pérdida de los rasgos particulares de las comunidades populares tradicionales: su lengua, sus costumbres y relatos, su memoria, porque en ellos reside una forma de organizar la vida y de darle sentido. Es decir, porque son cultura. Pero también lo es la que ofrece la sociedad de consumo, no menos que las otras. Es una forma de organizar la vida y de darle sentido, tanto si nos gusta como si no. 

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