Núria Perpinyà (Caos, virus, calma) La Teoría del Caos aplicada al desorden artístico, social y político

Llegó la deconstrucción y el posestructuralismo y, con ellos, la mala interpretación ascendió a los cielos. Nos reíamos del leguaje como comunicación y nos hicimos los listos contemplando dede lejos los embrollos de los hermeneutas. Cuanto más intentaban comprender los textos, más se apartaban de ellos, urdiendo significados espurios. Cuantas más tesis doctorales se solemnizaban sobre un autor, más se le oscurecía. Las construcciones deconstructivas demostraban las falacias interpretativas; los ilusorios castillos de sentido del discurso público (la política, la religión, la educación, la televisión, la publicidad); la coexistencia de lecturas contradictorias; y la defensa a ultranza de las propias opiniones, que categorizamos impropiamente como verdades originales, cuando provienen de la imitación y de las coyunturas sociales. Según Derrida, el logocentrismo civilizado se basa en una mécompréhension, un misunderstanding continuo. La urdimbre teórica de los filósofos se alimenta de ella misma, igual que un caos autónomo que fingiera hipócritamente ser una gran construcción ordenada. Que perspicaces nos sentíamos después de haber desenmascarado los agujeros del discurso académico y sus malentendidos. Aplaudíamos la radicalidad de Slatoff atacando la coherencia, la catarsis, el placer estético y la representatividad nacional. Notamos como temblaba el suelo bajo nuestros pies pero no nos asustamos. Estábamos convencidos de que no necesitábamos nada sólido para existir ni para imaginar. Que aquellos que creían en columnas fuertes, siendo como eran juegos de naipes, se engañaban. Sosteníamos que la relatividad confunde y desasosiega porque los hombres antropológicamente aman la unidad aunque sea mentira. Nosotros, los superintelectuales, no la necesitábamos. Como observaba Terry Eagleton, muchos pensadores consideraron la verdad como una noción caduca y perniciosa al identificarla con el dogmatismo. Domingo Ródenas plantea la misma evolución que venimos diciendo, que el pensamiento posmoderno hizo un desmontaje que parecía ser saludable influido por Nietzsche y por Heidegger, pero que acabó en el socavamiento estructuralista de los sesenta. Arias Maldonado añade más nombres al descrédito de la verdad como algo único:

Foucault, Rorty, Vattimo: todos ellos, desde perspectivas distintas, pusieron de manifiesto que la verdad depende casi siempre del punto de vista de quien la formula y deriva de un proceso de construcción social.

Nada hacía prever que un día aparecería internet y que, con él, el misunderstanding se haría popular, cotidiano e irreparable. Ni que en lugar de celebrarlo en cenáculos exquisitos, nos hundiría vulgarmente para siempre. La posfalsedad es descendiente del relativismo mal entendido, de la tolerancia, de la ambigüedad poética, de la deconstrucción, del posestructuralismo y del escepticismo. Es una pariente lejana y bastarda pero, de un modo u otro, tiene vínculo con la familia de la indeterminación.

Nos queda por analizar el escepticismo. El nihilismo de Nietzsche era pesimista; estaba lleno de decepción y de pérdida de valores, y negaba el mundo-verdad y lo metafísico. Era un nihilismo inteligente, pero no era irónico. Las dramáticas revelaciones del pensamiento de Nietzsche eran demasiado serias y punzantes como para permitirse la distancia irónica. Décadas después, el vanguardismo descreído sería más risueño. Si nos remontamos a los griegos, también encontramos escépticos más relajados que Nietzsche. Crátilo y Pirrón nos instruyen flemáticamente en la no aseveración de las cosas: no se puede decir con certeza si se ha alcanzado la verdad o no. Los sofistas dudan de la posibilidad del conocimiento. Con la salvedad de que no se debe confundir el escepticismo con la incredulidad ni con la afirmación de la incomprensibilidad de todas las cosas (akatalépsia): no se trata de negar, sino de observar y de dudar con suspended judgment. Para el escepticismo, las opiniones de los hombres tienden a ser contradictorias. Cada prueba requiere otra y, así, hasta el infinito. Las percepciones son relativas y, en consecuencia, poco fiables. Y razonar puede introducirnos en un círculo vicioso. Lamentablemente, a veces el escepticismo tiende al conformismo para con el sistema, como ocurrió con Pirrón y con muchos de los llamados «apolíticos» que, sin ganas de soliviantarse, se avienen pasivamente con los gobernantes que les tocan aunque lo hagan sin fe. El pirronismo ha tenido una lectura vulgar y una culta. La primera desemboca en el populismo ignorante de Trump y Berlusconi y el acomodaticio status quo del incrédulo al que todo le da igual. La segunda es el relativismo escéptico que se autoanula en el impasse de un lenguaje y una razón llenos de dudas. 

Los escritores nos confiesan que mienten cuando no todo es mentira; mientras los políticos y los periodistas se presentan como servidores de la verdad, cuando en realidad nos envuelven con sus posfalsedades llenas de especulaciones que, aunque no sean improbables, no están probadas; con definiciones arraigadas no necesariamente verdaderas; y con mentiras que solo pueden ser probadas por la fe del votante y por un deseo de verlas convertidas en realidad. Hace cincuenta años, en tiempos del Watergate, la verdad, pesaba más que ahora y podía hacer dimitir a un presidente. Hoy, sin embargo, triunfan las fake news, los trolls y las webs manipuladas. Es lógico que Trump, Putin y Jean-Marie Le Pen ataquen a los medios de comunicación y aplaudan a las redes sociales. Internet les ofrece un El Dorado sin ley donde se puede distorsionar la verdad con hackers y facebooks. En cambio, en los periódicos tradicionales muchos periodistas siguen manteniendo su ética y su actitud crítica frente a la corrupción. 

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