Fernando Vallespín (La sociedad de la intolerancia)

 PENALIZAR AL DESIDENTE

Lo que sustituye el argumento entonces es el tabú [...]. Solo aquellos que tienen un estatus identirario aprobado pueden, como los chamanes, hablar sobre ciertos asuntos [...]. Las proposiciones se vuelven puras o impuras, no verdaderas o falsas.

LA CORRECCIÓN POLÍTICA

Permítame que comience con un pequeño rodeo para aludir a algo de lo que yo mismo fui protagonista, así que debo narrarlo en primera persona del singular. Es un incidente que tuvo lugar en un curso de máster que tiene mi universidad con otros centros europeos y se imparte en lengua inglesa. La mayoría de los alumnos son, por tanto, de fuera de España. Para entender el contexto es preciso decir también que tuvo lugar en una larga clase sobre la Escuela de Fráncfort (¡de dos horas!). Bien entrados en la materia, y al hilo de un par de referencias sobre la obra de Arendt y Heidegger, se me ocurrió decir lo sorprendente que era que estos dos autores fueran amantes cuando ella tuvo al gran filósofo como profesor. E hice un inciso que, de forma casi literal, consistió en lo siguiente: «La verdad es que no era tan extraordinario, porque él era una especie de héroe para todos los alumnos, y ella destacaba entonces por ser una estudiante brillante y muy atractiva. Casi todos sus compañeros se enamoraron de ella y, claro, también el profesor». Fin de la cita. Luego proseguí con la dura explicación de los francfortianos. 

Hasta aquí todo fue normal, una clase que había dado innumerables veces y siempre introduciendo el dato de la liaison entre esos dos genios. Como tantos otros de mis colegas, a la hora de presentar a algún autor es inevitable introducir también algún rasgo personal que hace la clase más llevadera. Pero hete aquí que al acabar la explicación se me acercó una alumna y me dijo que esa observación que había hecho sobre Arendt podía interpretarse como «sexista». Lo dijo con mucha naturalidad y sin intención conminatoria alguna, así que tampoco le di importancia. Es más, le contesté algo así como «bueno, quizá sobraba esa referencia» y punto. Más serio me pareció ya el abordaje que me hizo otro alumno, socializado en el mundo académico estadounidense. Aludió a lo mismo, pero con una clara intención inquisitoria. Me reprendió mi conducta por sexista y poco ejemplarizante, e incluso añadió: «¡Espero que cuando hable de Foucault no diga que era homosexual!». Ahí me di cuenta de repente de que eso que habíamos leído o conocíamos por parte de colegas extranjeros había llegado ya a nuestros lares. Y me dije, ojo con las palabras, ya está aquí también la ola de la corrección política (PC en su tan utilizado acrónimo inglés).

En mis cuarenta años de docencia nadie me había acusado jamás de sexista, y mira que había contado veces esa anécdota de Arendt/Heidegger o aludido a cosas que hubieran justificado mucho más dicha imputación. Y me dio una pereza horrible tener que tomar las muchas precauciones que ahora son necesarias para no herir la sensibilidad de nadie, o proceder a la autocensura. A pesar del malestar que me produjo, todo hubiera quedado como una anécdota más de las muchas que tenemos los profesores con los estudiantes de no ser por lo que vino a continuación. Al comienzo de la clase siguiente, el alumno ya mencionado me pidió dirigirse a sus compañeros. Lógicamente de dije que sí, que adelante. Lo hizo para repetir en público lo que me había señalado en privado, solo que ahora con la indisimulada intención de convertir a la clase en tribunal y que yo obtuviera un reproche público a la vez que él se presentaba como el impecable guardián del lenguaje correcto. No hubo tal admonición, porque todos permanecieron callados, pero caí en el error de ponerme a la defensiva en vez de pasar a la lección siguiente. ¡Busqué justificarme! Señalé que sin ese dato no se explica por qué Arendt le perdonaría luego a Heidegger su colaboración con el nazismo, o por qué se me restringía la libertad de poder decir en clase lo que se encuentra en innumerables libros. ¿No puede decirse en público lo que uno lee en privado? Estaba perplejo porque por primera vez en mi carrera se me sometía a un proceso de corte inquisitorial, pero al caer en ese tipo de explicaciones no hice más que someterme tácitamente a él.

En fin, lamento haberme extendido en esta anécdota. Si lo he hecho es porque considero que de ella pueden extraerse algunas lecciones interesante sobre dónde estamos. La primera es el fetichismo que adquieren determinadas palabras o expresiones en esta ola de corrección política. En nuestro ejemplo, lo de «atractiva» —o quizá lo de «amantes»— fue lo que activó la reacción admonitoria, no lo sé con exactitud; y luego está la advertencia de no calificar a alguien de «homosexual». Con ello se hace primar el contenido ideológico de los términos sobre el contexto en el que son emitidos. El contexto que motiva el recurso específico a ellos se desvanece; importa más la demonización de su utilización que la intención con la que se hace. Por ejemplo, no es lo mismo utilizar la palabra «homosexual» como insulto o para denigrar a alguien, algo que queda claro por el contexto sobre el que se aplica la elección de dicho término, que decir que la homosexualidad de Foucault explica su sensibilidad hacia la conexión entre poder y sexualidad. ¿Creen de verdad que puede entenderse a Foucault sin aludir su condición homosexual, algo que él mismo llevaba con orgullo? Otra cosa es que sea utilizada como arma para criticar su teoría o como insulto. Por cierto, por seguir con este autor, ahora mismo están saliendo a la luz historias poco edificantes sobre su estancia de Túnez que nos lo presentan más como depredador de niños y adolescentes que como víctima. Sobre él pende ahora incluso la amenaza de ser «cancelado» por parte de aquellos que en su día tanto lo encumbraron. Como comprenderán, es algo que en estos momentos no nos concierne, y además no hay evidencias sólidas. Aunque imagino que los propugnadores de la PC empezarán a aludir a ello como aviso a navegantes. Si así fuera, estaríamos ante otra patología, la imposibilidad de distinguir el valor de una obra de la propia estatura moral de su creador. Ya ocurre con pintores como Gauguin o Picasso, o cineastas como Woody Allen, que se han puesto en el disparadero. 

Vallespín Oña, Fernando (La mentira os hará libres) Realidad y ficción... 

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