Justicia y poder
[...] El propio Hitler utilizó el genocidio de los pueblos nativos y el robo de sus tierras por parte de los estadounidenses europeos para justificar su esperanza de extender el Lebensraum alemán hasta Vladivostok. Otros nazis también recurrieron a lo mismo cuando respondieron a las protestas de Estados Unidos contra las Leyes de Núremberg publicando fotografías de estadounidenses linchando a personas negras, con las que venían a decir: ocupaos de vuestros asuntos en materia de raza antes de sermonearnos a nosotros sobre los nuestros. Ni Hitler ni los abogados nazis que se basaron en la ley racista estadounidense estaban equivocados. Reino Unido y Estados Unidos a menudo estuvieron implicados en violentas prácticas racistas y coloniales contrarias a su retórica democrática liberal. Pero la utilización de tales ejemplos por parte de los nazis no obedecía en realidad a un intento de desenmascararlos, y mucho menos de contribuir a su liberación. Como lo que hace Vladimir Putin hoy, su único interés radica en la cuestión: si las nobles tierras de la libertad participan del robo y del terror, ¿acaso no podemos nosotros hacer lo mismo? Schmitt evitaba responder a la sencilla pregunta: «¿Dos cosas incorrectas suman una correcta» argumentando que, en una historia mundial saturada de violencia, conceptos como lo incorrecto y lo correcto desaparecen. Ambos no son más que mera retórica utilizada con el fin de disfrazar la única fuerza que existe: el poder. Resulta significativo que, aunque la deconstrucción de las democracias liberales que Schmitt llevó a cabo tenía como objetivo a los enemigos del Tercer Reich, los nazis apenas dieron voz a sus teorías políticas. Incluso contando con el reclutamiento universal, es difícil convencer a diecinueve millones de hombres para que arriesguen sus vidas por lo que no es más que una lucha eterna por el poder, sin ningún contenido moral. Schmitt fue el principal teórico legal del Tercer Reich, pero no su principal propagandista. Los llamamientos a defender su patria de los salvajes bolcheviques mantuvieron a muchos más alemanas en el campo de batalla.
Hoy en día cualquiera que quiera ser eficaz en la política debe entender las relaciones de poder concretas, así como las declaraciones normativas. Este breve libro no aportará nada a los muchos debates sobre cómo equilibrarlas. Pero no se puede mantener un compromiso con la justicia mientras se sospeche que, después de todo, Trasímaco tenía razón. Pues el concepto de «derechos humanos» puede ser controvertido, pero, sean lo que sean, estos resultan reivindicaciones dirigidas a frenar las meras demandas de poder. Señalan que el poder no es solo el privilegio de la persona más fuerte del barrio, sino que exige justificación. Recordemos el momento histórico en el que surge la reivindicación de los derechos humanos: era impensable que los campesinos y los príncipes pudieran estar en pie de igualdad en ninguna parte, ni sobre ningún tema. Si el campesino se hacía con un ciervo del príncipe, podían ahorcarlo. Si el príncipe se llevaba a la hija del campesino, había que aceptar que el mundo era así. La doctrina del derecho divino de los reyes no era tanto una doctrina como una afirmación del poder de Dios y de su capacidad para transferir ese poder a sus representadas y a los descendientes de estos. También cabe recordar aquí el contexto teológico en el que nació la teoría del derecho divino. Millones de europeos se mataban entre sí en guerras teológicas. Los conflictos más enconados se hallaban relacionados con la naturaleza de Dios; ¿estaba su poder delimitado por su bondad, o podía hacer lo que le diera la gana? Los calvinistas sostenían que el poder de Dios era absoluto; si Dios mandaba a millones de niños al fuego eterno del infierno, ¿quién éramos nosotros para cuestionarlo? Donde reinaba esta idea de Dios, no era fácil poner restricciones al poder de los soberanos terrenales.
Con frecuencia se ha hecho mal uso de las reivindicaciones universalistas de justicia dirigidas a restringir las simples afirmaciones de poder, desde las revoluciones estadounidense y francesa que las proclamaron por primera vez hasta el día de hoy. Carl Schmitt no estaba equivocado en eso. Él llegó a la conclusión de que las apropiaciones de poder sin más adornos como las que hicieron los nazis no solamente eran legales, sino también legítimas. Puede pensarse que no hay nada que hacer al respecto. O bien ponerse a trabajar para reducir la distancia que separa los ideales de justicia de las realidades del poder.
Si bien Foucault tal vez aportara algo a nuestra forma de entender el poder en el mundo moderno, mi argumento es que ni él ni Schmitt promovieron una nueva visión sobre las relaciones entre justicia y poder. En su formulación más simple, sus opiniones se remontan a los sofistas: las reclamaciones de justicia se despliegan para disfrazar intereses impulsados por el poder. Es un retroceso a un mundo en el que la fuerza «o, para el caso, el poder— determina lo correcto, lo cual equivale a no tener ningún concepto de lo correcto en absoluto. Debido a que las demandas de justicia se han utilizado con frecuencia para ocultar tomas de poder, la línea entre poder y justicia se ignora cada vez más. Dadas dos explicaciones igualmente creíbles de la conducta humana, nos inclinamos a converger con la peor. Cuanto más te hayan mentido, más fácil es sospechar que detrás de todo lo que te dicen hay manipulación. Las consecuencias del imperialismo británico y la hegemonía estadounidenses siguen aún lo bastante presentes para que la crítica de Schmitt suene verdadera. En la actualidad, la mayoría asume que promover los propios intereses über alles («por encima de todo») y disfrazarlos con una retórica moral simplemente está en la naturaleza humana.
Si se pide un argumento, se obtiene la historia por respuesta. Y a la historia no le faltan ejemplos de luchas de poder envueltas en elegantes ropajes. Foucault y Schmitt muestran cuántos de estos ropajes son ilusorios. Pero incluso todo un regimiento de emperadores desnudos solamente serviría como muestra de sus desalentadoras afirmaciones sobre la naturaleza humana y sus posibilidades; en ningún caso constituirían una prueba.
[...] Entonces apareció la psicología evolutiva, que no aparentaba limitarse a ser una filosofía más. Parecía ciencia pura, y pretendía penetrar en la esencia de nuestros prealfabetizados ancestros cazadores y recolectores, demasiado primitivos para formular racionalizaciones que describieran su conducta, o al menos para ponerlas por escrito. A partir de estas indemostrables especulaciones sobre lo que (tal vez) habría llevado a los eres humanos a actuar (en ese entorno), los psicólogos evolutivos concluyeron que toda conducta humana está impulsada por el interés en maximizar nuestras posibilidades de reproducción: cualquiera que hacemos está motivada por el deseo de perpetuarnos.
La historiadora de la ciencia Erika Milam nos enseña que esa teoría fue en su origen considerada un avance respecto a las principales teorías evolutivas de décadas anteriores. Los científicos sociales no habían conseguido explicar la violencia humana durante la Guerra Fría, lo que llevó a algunos investigadores a acudir a la biología. Estos presentaron lo que se conoció como «teoría del simio asesino», que sostenía que los humanos se distinguen de otros primates por una mayor tendencia a la agresión, y que esta es la fuerza motriz que impulsó la evolución humana. Dicha visión se popularizó a través varios de gran éxito, así como películas de Hollywood, pero pronto empezó a recibir críticas debido a su falta de pruebas. Edward O. Wilson, el padre fundador de la sociobiología, dio la vuelta a la premisa en la que se basaba la teoría del simio asesino. Si sus defensores se preguntaban cómo las criaturas evolucionaron desde un pasado relativamente pacífico hasta la violencia universalizada de la historia reciente, los sociobiólogos comenzaron por aceptar sus conclusiones y asumir que los seres humanos siempre habían sido agresivos y competitivos.