CONTRA EL CULTO A LA PERSONALIDAD
De creer a los humanistas, la Tierra, con su amplísima variedad de ecosistemas y formas de vida, no valió nada hasta que los seres humanos aparecieron en escena. Su valor, pues, es solamente una sombra proyectada por los deseos o las elecciones de los humanos. En consecuencia, solo las personas tienen algún tipo de valor intrínseco. Entre los cristianos, el culto a la persona es perdonable. A fin de cuentas, para ellos, todo lo que tiene valor en el mundo emana de una persona divina a cuya imagen están hechos los seres humanos. Pero en cuanto renunciamos a esa presuntuosidad cristiana, la idea misma de persona deviene sospechosa.
Una persona es alguien que cree escribir su propia vida a través de sus decisiones. Pero la mayoría de los seres humanos no han vivido nunca así. Tampoco es ese el modo en el que quienes han tenido las mejores vidas se han visto a sí mismo. ¿Acaso los protagonistas de la Odisea o de la Bhagavad-gītā se consideraban a sí mismos personas? ¿Y los personajes de los Cuentos de Canterbury? ¿Hemos de creer que los guerreros del bushidō del Japón del período Edo, los príncipes y los trovadores de la Europa medieval, los cortesanos del Renacimiento y los nómadas mongoles estaban incompletos porque sus vidas no se ajustaban al ideal moderno de autonomía personal?
Ser una persona no es la esencia de la humanidad, sino solamente, tal como la propia historia del mundo sugiere, una de sus máscaras. Las personas no son más que seres humanos que se han puesto la máscara que nos hemos ido pasando en Europa a lo largo de las últimas generaciones, y que han acabado asumiendo que era su propia cara.
JUSTICIA Y MODA
La filosofía socrática y la religión cristiana fomentan la creencia en que la justicia es atemporal. En realidad, pocas ideas son más efímeras.
La teoría de la justicia de John Rawls ha dominado la filosofía anglonorteamericana de toda una generación. Rawls trató de desarrollar en ella una concepción de la justicia que solo se sostiene cuando existen unas instituciones morales ampliamente compartidas acerca de la imparcialidad y que rehúyen en todo momento las posturas controvertidas en el terreno de la ética. El fruto de semejante modestia es una disquisición moralizante sobre creencias morales convencionales.
Los seguidores de Rawls evitan inspeccionar sus propias intuiciones morales con demasiado detenimiento. Puede que eso esté bien, después de todo. Si las examinaran a fondo, descubrirían que tienen sus propia historia, una historia que, por lo general, es bastante breve. Hoy, todo el mundo sabe que la desigualdad está mal. Hace un siglo, todo el mundo sabía que el sexo homosexual estaba mal. Las intuiciones de las personas en cuestiones de moral son tan intensas como superficiales y pasajeras.
Las creencias igualitarias sobre las que se fundamenta la teoría de Rawls son como las convenciones sexuales que, tiempo atrás, se consideraban el corazón de la moralidad: a pesar de su carácter local y su variabilidad extremas, son veneradas como la auténtica quintaesencia de la moral. A medida que la opinión convencional vaya evolucionando como suele hacerlo, al actual consenso igualitario le seguirá una nueva ortodoxia, igualmente convencida de encarnar la verdad moral más inalterable.
La justicia es un artefacto de la costumbre. Allí donde las costumbres no son estables, los dictados de la justicia quedan pronto anticuados. Las concepciones de la justicia son tan atemporales como la moda en lo concerniente a sombreros.
UNA IRONÍA DE LA HISTORIA
Uno de los pioneros de la robótica ha escrito: «Durante el próximo siglo, los robots, tan económicos para entonces como capaces, sustituirán a la mano de obra humana de manera tan generalizada que la jornada laboral media tendría que caer hasta niveles cercanos a cero para que todo el mundo pudiera mantener su empleo».
La visión del futuro de Hans Moravec puede estar mucho más próxima de lo que creemos. Las nuevas tecnologías están desplazando con rapidez al trabajo humano. La «infraclase» de los desempleados permanentes es el resultado, en parte, de una educación deficiente y de unas políticas económicas equivocadas. Pero no deja de ser cierto que cada vez son más las personas económicamente innecesarias. Ya no es inconcebible que en el plazo de unas pocas generaciones la mayoría de la población pase a tener un mínimo (o nulo) papel en el proceso de producción.
El efecto principal de la Revolución Industrial fue el alumbramiento de la clase obrera. Esta fue posible como consecuencia no tanto de los desplazamientos desde el campo hacia las ciudades como de un crecimiento masivo de la población. En la actualidad, hay ya en marcha una nueva fase de la Revolución Industrial, pero esta tiene todos los visos de convertir en superflua a buena parte de esa población.
En la actualidad, la Revolución Industrial, que tuviera su inicio en las ciudades del norte de Inglaterra, es ya mundial. El resultado ha sido la expansión demográfica global actual. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías están despojando sistemáticamente a la fuerza de trabajo de todas las funciones que la Revolución Industrial había creado para ella.
Las economías cuyas tareas centrales sean llevadas a cabo por máquinas solo valorarán el trabajo humano cuando este sea insustituible. Como escribe Moravec: «Hay muchas tendencias en las sociedades industrializadas que presagian un futuro en el que los seres humanos serán sustentados por las máquinas de la misma manera que nuestros antepasados vivían gracias al sustento que les proporcionaba la vida salvaje». Lo cual, según Jeremy Rifkin, no implica necesariamente un desempleo masivo. Nos aproximamos, más bien, a una época en la que, en palabras de Moravec, «casi todos los seres humanos trabajaremos para divertir a otros seres humanos».
En los países ricos, ese momento ya ha llegado. Las antiguas industrias han sido exportadas al mundo en vías de desarrollo. En sus países de origen, se han desarrollado nuevas ocupaciones, que han sustituido a las de la era industrial. Muchas de ellas satisfacen necesidades que, en el pasado, habían sido reprimidas o disimuladas. Ha surgido una economía próspera de psicoterapeutas, religiones de diseño y boutiques espirituales. Pero detrás de todo ello se esconde también una ingente economía gris de industrias ilegales que proporcionan drogas y sexo. La función de esta nueva economía, tanto la legal como la ilegal, es entretener y distraer a una población que, aunque esté ahora más ocupada que nunca, tiene la secreta sospecha de que sus esfuerzos no sirven para nada.
LA DISCRETA POBREZA DE LA ANTIGUA CLASE MEDIA
La vida burguesa se basaba en la institución de la profesión: una trayectoria que se recorría a lo largo de una vida laboral. En la actualidad, los oficios y las ocupaciones están desapareciendo. Pronto nos resultarán tan remotos y arcaicos como las jerarquías y los estamentos medievales.
Nuestra única religión real es la fe superficial en el futuro, pero no tenemos ni la más remota idea de lo que este nos deparará. Solo los irresponsables incorregibles siguen creyendo en la planificación a largo plazo. Ahorrar equivale a jugársela, y las carreras profesionales y las pensiones son auténticas loterías. Los pocos que son realmente ricos tienen las espadas bien cubiertas. La plebe -el resto de nosotros- vive al día.
En Europa y Japón, todavía pervive la vida burguesa. En Gran Bretaña y Estados Unidos, ya no es más que material para parques temáticos. La clase media es un lujo que el capitalismo ya no se puede permitir.
MIL MILLONES DE BALCONES ORIENTADOS AL SOL
Los días en que la economía estaba dominada por la agricultura quedaron atrás hace tiempo. Los de la industria casi han tocado a su fin. La vida económica ya no está orientada principalmente a la producción. ¿Y a qué se orienta, entonces? A la distracción.
El capitalismo contemporáneo es un prodigio de productividad, pero lo que lo impulsa no es la productividad en sí, sino la necesidad de mantener a raya el aburrimiento. Allí donde la riqueza es la norma, la amenaza principal es la pérdida del deseo. Ahora que las necesidades se sacian tan rápido, la economía ha pasado a depender de la manufacturación de necesidades cada vez más exóticas.
Lo que es nuevo no es el hecho de que la prosperidad dependa del estímulo de la demanda, sino que no pueda mantenerse sin inventar nuevos vicios. La economía se ve impulsada por el imperativo de la novedad perpetua, y su salud depende ahora de la fabricación de transgresión. La amenaza que la acecha a todas horas es la superabundancia (no de productos físicos, sino también de experiencias que han dejado de gustar). Las experiencias nuevas se vuelven obsoletas con mayor rapidez que las mercancías físicas.
Los adeptos a «los valores tradicionales» claman contra el libertinaje moderno. Han preferido olvidar lo que todas las sociedades tradicionales comprendían bien: que la virtud no puede sobrevivir sin el consuelo del vicio. Más concretamente, no quieren ver la necesidad económica de nuevos vicios. Las drogas y el sexo de diseño son productos prototípicos del siglo XXI. Y no porque, como dice el poema de J.H. Prynne,
...la música
los viajes, el hábito y el silencio no son más que dinero
(que lo son), sino porque los nuevos vicios sirven de profilaxis contra la pérdida de deseo. El éxtasis, la Viagra o los salones sadomasoquistas de Nueva York y Fráncfort no son simples materiales de placer. Son antídotos contra el aburrimiento. En una época en la que la saciedad es una amenaza para la prosperidad, los placeres que estaban prohibidos en el pasado se han convertido en materias primas de la nueva economía.
Puede que, en el fondo, seamos afortunados encontrándonos, como nos encontramos, privados de los rigores de la ociosidad. En su novela Noches de cocaína, J.G. Ballard describe el Club Náutico, un enclave exclusivo para ricos jubilados británicos en la localidad turística española de Estrella de Mar:
La arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto africano, pero de un África del Norte; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería esto a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.
Para conjurar la entropía psíquica, la sociedad recurre entonces a terapias poco ortodoxas:
Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo. [...] La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gente seguirá trabajando, pero solo durante una década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante [...]. Mil millones de balcones orientados al sol.
Solo la emoción de lo prohibido puede aliviar un poco la carga de una vida de ocio:
Solo que una cosa capaz de estimular a la gente [...]: el delito y la conducta transgresora. Es decir, las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad.
[...] Actualmente, las nuevas tecnologías son las que nos proporcionan las dosis de locura que nos mantienen cuerdos. Cualquier persona que se conecte en línea tiene a su disposición una oferta ilimitada de sexo y violencia virtuales. Pero qué ocurrirá cuando ya no nos queden más vicios nuevos? ¿Cómo se podrá poner coto a la saciedad y a la ociosidad cuando el sexo, las drogas y la violencia de diseño dejen de vender? En ese momento, podemos estar seguros, la moralidad volverá a estar de moda. Puede que no estemos lejos del momento en el que <<la moral>> se comercialice como una nueva marca de transgresión.
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