John Gray (Perros de paja) Reflexiones sobre los humanos y otros animales

CONTRA EL CULTO A LA PERSONALIDAD

De creer a los humanistas, la Tierra, con su amplísima variedad de ecosistemas y formas de vida, no valió nada hasta que los seres humanos aparecieron en escena. Su valor, pues, es solamente una sombra proyectada por los deseos o las elecciones de los humanos. En consecuencia, solo las personas tienen algún tipo de valor intrínseco. Entre los cristianos, el culto a la persona es perdonable. A fin de cuentas, para ellos, todo lo que tiene valor en el mundo emana de una persona divina a cuya imagen están hechos los seres humanos. Pero en cuanto renunciamos a esa presuntuosidad cristiana, la idea misma de persona deviene sospechosa.

Una persona es alguien que cree escribir su propia vida a través de sus decisiones. Pero la mayoría de los seres humanos no han vivido nunca así. Tampoco es ese el modo en el que quienes han tenido las mejores vidas se han visto a sí mismo. ¿Acaso los protagonistas de la Odisea o de la Bhagavad-gītā se consideraban a sí mismos personas? ¿Y los personajes de los Cuentos de Canterbury? ¿Hemos de creer que los guerreros del bushidō del Japón del período Edo, los príncipes y los trovadores de la Europa medieval, los cortesanos del Renacimiento y los nómadas mongoles estaban incompletos porque sus vidas no se ajustaban al ideal moderno de autonomía personal?

Ser una persona no es la esencia de la humanidad, sino solamente, tal como la propia historia del mundo sugiere, una de sus máscaras. Las personas no son más que seres humanos que se han puesto la máscara que nos hemos ido pasando en Europa a lo largo de las últimas generaciones, y que han acabado asumiendo que era su propia cara.

JUSTICIA Y MODA

La filosofía socrática y la religión cristiana fomentan la creencia en que la justicia es atemporal. En realidad, pocas ideas son más efímeras.

La teoría de la justicia de John Rawls ha dominado la filosofía anglonorteamericana de toda una generación. Rawls trató de desarrollar en ella una concepción de la justicia que solo se sostiene cuando existen unas instituciones morales ampliamente compartidas acerca de la imparcialidad y que rehúyen en todo momento las posturas controvertidas en el terreno de la ética. El fruto de semejante modestia es una disquisición moralizante sobre creencias morales convencionales.

Los seguidores de Rawls evitan inspeccionar sus propias intuiciones morales con demasiado detenimiento. Puede que eso esté bien, después de todo. Si las examinaran a fondo, descubrirían que tienen sus propia historia, una historia que, por lo general, es bastante breve. Hoy, todo el mundo sabe que la desigualdad está mal. Hace un siglo, todo el mundo sabía que el sexo homosexual estaba mal. Las intuiciones de las personas en cuestiones de moral son tan intensas como superficiales y pasajeras.

Las creencias igualitarias sobre las que se fundamenta la teoría de Rawls son como las convenciones sexuales que, tiempo atrás, se consideraban el corazón de la moralidad: a pesar de su carácter local y su variabilidad extremas, son veneradas como la auténtica quintaesencia de la moral. A medida que la opinión convencional vaya evolucionando como suele hacerlo, al actual consenso igualitario le seguirá una nueva ortodoxia, igualmente convencida de encarnar la verdad moral más inalterable.

La justicia es un artefacto de la costumbre. Allí donde las costumbres no son estables, los dictados de la justicia quedan pronto anticuados. Las concepciones de la justicia son tan atemporales como la moda en lo concerniente a sombreros.

UNA IRONÍA DE LA HISTORIA

Uno de los pioneros de la robótica ha escrito: «Durante el próximo siglo, los robots, tan económicos para entonces como capaces, sustituirán a la mano de obra humana de manera tan generalizada que la jornada laboral media tendría que caer hasta niveles cercanos a cero para que todo el mundo pudiera mantener su empleo».

La visión del futuro de Hans Moravec puede estar mucho más próxima de lo que creemos. Las nuevas tecnologías están desplazando con rapidez al trabajo humano. La «infraclase» de los desempleados permanentes es el resultado, en parte, de una educación deficiente y de unas políticas económicas equivocadas. Pero no deja de ser cierto que cada vez son más las personas económicamente innecesarias. Ya no es inconcebible que en el plazo de unas pocas generaciones la mayoría de la población pase a tener un mínimo (o nulo) papel en el proceso de producción.

El efecto principal de la Revolución Industrial fue el alumbramiento de la clase obrera. Esta fue posible como consecuencia no tanto de los desplazamientos desde el campo hacia las ciudades como de un crecimiento masivo de la población. En la actualidad, hay ya en marcha una nueva fase de la Revolución Industrial, pero esta tiene todos los visos de convertir en superflua a buena parte de esa población.

En la actualidad, la Revolución Industrial, que tuviera su inicio en las ciudades del norte de Inglaterra, es ya mundial. El resultado ha sido la expansión demográfica global actual. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías están despojando sistemáticamente a la fuerza de trabajo de todas las funciones que la Revolución Industrial había creado para ella.

Las economías cuyas tareas centrales sean llevadas a cabo por máquinas solo valorarán el trabajo humano cuando este sea insustituible. Como escribe Moravec: «Hay muchas tendencias en las sociedades industrializadas que presagian un futuro en el que los seres humanos serán sustentados por las máquinas de la misma manera que nuestros antepasados vivían gracias al sustento que les proporcionaba la vida salvaje». Lo cual, según Jeremy Rifkin, no implica necesariamente un desempleo masivo. Nos aproximamos, más bien, a una época en la que, en palabras de Moravec, «casi todos los seres humanos trabajaremos para divertir a otros seres humanos».

En los países ricos, ese momento ya ha llegado. Las antiguas industrias han sido exportadas al mundo en vías de desarrollo. En sus países de origen, se han desarrollado nuevas ocupaciones, que han sustituido a las de la era industrial. Muchas de ellas satisfacen necesidades que, en el pasado, habían sido reprimidas o disimuladas. Ha surgido una economía próspera de psicoterapeutas, religiones de diseño y boutiques espirituales. Pero detrás de todo ello se esconde también una ingente economía gris de industrias ilegales que proporcionan drogas y sexo. La función de esta nueva economía, tanto la legal como la ilegal, es entretener y distraer a una población que, aunque esté ahora más ocupada que nunca, tiene la secreta sospecha de que sus esfuerzos no sirven para nada.

LA DISCRETA POBREZA DE LA ANTIGUA CLASE MEDIA

La vida burguesa se basaba en la institución de la profesión: una trayectoria que se recorría a lo largo de una vida laboral. En la actualidad, los oficios y las ocupaciones están desapareciendo. Pronto nos resultarán tan remotos y arcaicos como las jerarquías y los estamentos medievales.

Nuestra única religión real es la fe superficial en el futuro, pero no tenemos ni la más remota idea de lo que este nos deparará. Solo los irresponsables incorregibles siguen creyendo en la planificación a largo plazo. Ahorrar equivale a jugársela, y las carreras profesionales y las pensiones son auténticas loterías. Los pocos que son realmente ricos tienen las espadas bien cubiertas. La plebe -el resto de nosotros- vive al día.

En Europa y Japón, todavía pervive la vida burguesa. En Gran Bretaña y Estados Unidos, ya no es más que material para parques temáticos. La clase media es un lujo que el capitalismo ya no se puede permitir.

MIL MILLONES DE BALCONES ORIENTADOS AL SOL

Los días en que la economía estaba dominada por la agricultura quedaron atrás hace tiempo. Los de la industria casi han tocado a su fin. La vida económica ya no está orientada principalmente a la producción. ¿Y a qué se orienta, entonces? A la distracción.

El capitalismo contemporáneo es un prodigio de productividad, pero lo que lo impulsa no es la productividad en sí, sino la necesidad de mantener a raya el aburrimiento. Allí donde la riqueza es la norma, la amenaza principal es la pérdida del deseo. Ahora que las necesidades se sacian tan rápido, la economía ha pasado a depender de la manufacturación de necesidades cada vez más exóticas.

Lo que es nuevo no es el hecho de que la prosperidad dependa del estímulo de la demanda, sino que no pueda mantenerse sin inventar nuevos vicios. La economía se ve impulsada por el imperativo de la novedad perpetua, y su salud depende ahora de la fabricación de transgresión. La amenaza que la acecha a todas horas es la superabundancia (no de productos físicos, sino también de experiencias que han dejado de gustar). Las experiencias nuevas se vuelven obsoletas con mayor rapidez que las mercancías físicas.

Los adeptos a «los valores tradicionales» claman contra el libertinaje moderno. Han preferido olvidar lo que todas las sociedades tradicionales comprendían bien: que la virtud no puede sobrevivir sin el consuelo del vicio. Más concretamente, no quieren ver la necesidad económica de nuevos vicios. Las drogas y el sexo de diseño son productos prototípicos del siglo XXI. Y no porque, como dice el poema de J.H. Prynne,

...la música
los viajes, el hábito y el silencio no son más que dinero

(que lo son), sino porque los nuevos vicios sirven de profilaxis contra la pérdida de deseo. El éxtasis, la Viagra o los salones sadomasoquistas de Nueva York y Fráncfort no son simples materiales de placer. Son antídotos contra el aburrimiento. En una época en la que la saciedad es una amenaza para la prosperidad, los placeres que estaban prohibidos en el pasado se han convertido en materias primas de la nueva economía.

Puede que, en el fondo, seamos afortunados encontrándonos, como nos encontramos, privados de los rigores de la ociosidad. En su novela Noches de cocaína, J.G. Ballard describe el Club Náutico, un enclave exclusivo para ricos jubilados británicos en la localidad turística española de Estrella de Mar:

La arquitectura blanca que borraba la memoria; el ocio obligatorio que fosilizaba el sistema nervioso; el aspecto africano, pero de un África del Norte; la aparente ausencia de cualquier estructura social; la intemporalidad de un mundo más allá del aburrimiento, sin pasado ni futuro y con un presente cada vez más reducido. ¿Se parecería esto a un futuro dominado por el ocio? En este reino insensible, en el que una corriente entrópica calmaba la superficie de cientos de piscinas, era imposible que pasara algo.

Para conjurar la entropía psíquica, la sociedad recurre entonces a terapias poco ortodoxas:

Nuestros gobiernos se preparan para un futuro sin empleo. [...] La gente seguirá trabajando, o mejor dicho, alguna gente seguirá trabajando, pero solo durante una década. Se retirará al final de los treinta, con cincuenta años de ocio por delante [...]. Mil millones de balcones orientados al sol.

Solo la emoción de lo prohibido puede aliviar un poco la carga de una vida de ocio:

Solo que una cosa capaz de estimular a la gente [...]: el delito y la conducta transgresora. Es decir, las actividades que no son necesariamente ilegales, pero que nos invitan a tener emociones fuertes, que estimulan el sistema nervioso y activan las sinapsis insensibilizadas por el ocio y la inactividad.

[...] Actualmente, las nuevas tecnologías son las que nos proporcionan las dosis de locura que nos mantienen cuerdos. Cualquier persona que se conecte en línea tiene a su disposición una oferta ilimitada de sexo y violencia virtuales. Pero qué ocurrirá cuando ya no nos queden más vicios nuevos? ¿Cómo se podrá poner coto a la saciedad y a la ociosidad cuando el sexo, las drogas y la violencia de diseño dejen de vender? En ese momento, podemos estar seguros, la moralidad volverá a estar de moda. Puede que no estemos lejos del momento en el que <<la moral>> se comercialice como una nueva marca de transgresión. 

Gray, John (El silencio de los animales) Sobre el progreso y otros...
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Roberto Esposito (Inmunidad común) Biopolítica en la época de la pandemia

Filosofía de la inmunidad

La relación entre inmunología y filosofía está establecida desde hace tiempo como lo atestiguan los estudios cada vez más numerosos sobre el asunto. Además, sería extraño que una disciplina como la inmunología, que gira entorno a los conceptos de identidad y alteridad, propio y común, conservación y evolución, no se refiriera a autores y textos filosóficos. Y, de hecho, referencias a Platón y Aristóteles, a Locke y Leibniz, a James y Husserl —por no hablar de Darwin, Nietzsche y Foucault— están a la orden del día en la discusión entre historiadores y teóricos de la inmunidad biológica. La filosofía es tomada en consideración por la inmunología y los filósofos recurren a su vez al paradigma inmunitario. Pero en este aspecto no se trata solo de pensar la inmunología filosóficamente, sino de ver la filosofía desde el punto de vista de la ciencia inmunológica. Lo requiere la importancia no solo epistemológica —la que atañe a las ciencias cognitivas— sino también la ontología de la categoría de inmunidad. Desde el momento en que la comunidad, entendida como relación constitutiva entre los seres humanos, ha devenido tema indispensable de la reflexión filosófica contemporánea, es natural que su otra parte inmunitaria sea aceptada con igual interés. No solo como un contenido entre otros, sino como paradigma interpretativo de esa época moderna que ha visto cómo asumía una importancia cada vez mayor. 

[...] Pero la elaboración del paradigma inmunitario, por parte de Nietzsche, no se limita a identificar esta contradicción. Esta penetra también en el interior de su léxico, desde el inicio proclive a asumir una tonalidad biológica y médica en particular. El remedio inmunitario es semejante a un medicamento que sirve para contrarrestar una enfermedad incurable porque coincide con la misma fuerza vital: «La enfermedad más grave que padecen los seres humanos tiene su origen en la lucha contra las enfermedades: a largo plazo, los presuntos remedios ocasionan consecuencias peores que las que trataban de evitar». Aquí se capta el carácter antinómico del mecanismo inmunitario. Reaccionando a la acción del mal, sin poder eliminarlo, la inmunización se queda en un plano subalterno, acabando por expresarse en su mismo lenguaje. Al tratar de negarlo —o más bien de repudiarlo— el dispositivo inmunológico habla el mismo vocabulario que quisiera impugnar, juega en el campo del enemigo que con gusto derrotaría, para acabar finalmente derrotado. Sustituye una plenitud —el mal original— por un vacío, una fuerza por una debilidad, un más por un menos. De este modo debilita la fuerza, pero al mismo tiempo fortalece la debilidad. En términos médicos, el cuerpo produce antígenos para activar sus propios anticuerpos, pero, al hacerlo, se arriesga a sucumbir por el veneno que él mismo se inyecta. Es lo que, en la economía de la salvación, hace el pastor de almas, con su rebaño enfermo: «trae consigo ungüentos y bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes; mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo esta». Si el fármaco utilizado tiene la misma sustancia que el virus que se pretende combatir —como en la práctica de la vacunación— se mantiene dentro del círculo de la enfermedad, potenciando sus efectos agresivos. Por supuesto, como es sabido, para que la vacunación funcione no debe superar una determinada dosis. Pero el problema planteado por Nietzsche se refiere a la lógica del procedimiento inmunitario. Si es la vida misma la que está enferma, y con ella el hombre que la vive, cualquier fármaco diseñado para mantenerla tiene, como cualquier veneno, el sabor de la muerte. 

La punta de la crítica nietzscheana, antes dirigida contra sacerdotes y salvadores, ahonda en el cuerpo mismo de la civilización moderna. El proceso de civilización, del que la Modernidad constituye el resultado provisional, conlleva consecuencias estructuralmente antinómicas. Por un lado, agiliza la vida, alejándose de los riesgos mortales que la amenazan, Por otro, precisamente así la debilita. Es justamente la obsesión por la duración —por la conservación— lo que impide su desarrollo, condenándola a la insolvencia. Querer separar —como hace la ideología moderna— ser y devenir del cuerpo vivo inmoviliza su vida, que está siempre en devenir.: «lo que es útil para la duración del individuo podría ser desfavorable para su fortaleza y su esplendor, lo que conserva al individuo podría al mismo tiempo fijarlo y detenerlo en la evolución». Conservar no rima con desarrollar. Uno es lo contrario de los otro y a la inversa. Lo que impulsa a la Modernidad hacia la deriva nihilista es la incomprensión de este contraste: la pretensión de «conservar» el desarrollo, sin darse cuanta de que así lo impide. Limitándonos a sobrevivir, la vida se niega a sí misma, cediendo a aquella misma negación que quería controlar. Por otro lado, si el mal no fuera frenado por el aparato inmunitario que la Modernidad ha puesto en marcha, seguiría creciendo rampante, llevado al extremo por el flujo ciego de una vida que no conoce límites.

Toda la obra de Nietzsche es una manifestación de este drama —de la imposibilidad de la dialéctica que todavía en Hegel conseguía la afirmación positiva de la tensión productiva con lo negativo—. Ahora esa posibilidad queda excluida por la fractura que parece engullir toda medicación. La vida no puede ser ni frenada en su impulso expansivo ni proyectada más allá de sus propios límites. En todo caso está destinada a destruirse —de manera explosiva o implosiva—. Por la fuerza o por la debilidad. A través de la enfermedad o de la medicina. La única oportunidad, quizá aún abierta, de salvar al organismo de su disolución no es sustraerlo a la enfermedad, sino asumir esta como tal —en su aspecto movilizador, innovador y productivo— sin contraponerle una idea mítica de salud perfecta: «No existe una salud en sí y todos los intentos para definir una cosa semejante han dado un resultado lamentable». No solo porque nunca ha sido claro qué significa realmente salud y, por lo tanto, enfermedad, sino porque una es inseparable de la otra. La enfermedad no es lo contrario de la salud; en todo caso, parece ser su reverso, su cara en la sombra. O, mejor aún, su presupuesto. Sin la primera, no existe la segunda: «Por fin quedó al descubierto claramente la gran pregunta de si podríamos prescindir de la enfermedad, incluso para el desarrollo de nuestra virtud, si especialmente nuestra sed de conocimiento, de autoconocimiento no necesitaría del alma enferma tanto como el alma sana». Por eso los griegos adoraban la enfermedad como a un dios, siempre que fuera potente. La salud no es un bien en sí. Ni tampoco lo es para siempre. Solo lo es si constituye el tránsito benéfico entre dos estados de enfermedad. Más que una posesión, es una adquisición, tal que «uno no solo la tenga, sino que además continuamente la adquiera y tenga que adquirirla porque cada día la entrega de nuevo y tiene que entregarla». 

Rob Riemen (El arte de ser humanos) Cuatro estudios

Salvar la razón

[...] Husserl no se murió. sino que se durmió profundamente, ahora sin soñar. Pero sólo le quedaban unas cuentas semanas de vida, como temía. Lamentablemente, su condición no le permitió terminar el que sería su libro más importante. Sin embargo, ya había explicado a grandes rasgos cómo quería salvar la razón y así curar la enfermedad de Europa. Fue tres años antes, el 7 de mayo de 1935, cuando la Unión Cultural de Viena lo invitó a pronunciar un discurso en una sala del Museo de Austria sobre: la filosofía en la crisis de la humanidad europea. 

Husserl inicia su charla estableciendo el hecho político más importante, cuyas consecuencias nadie puede prever completamente: las naciones europeas están enfermas, Europa está en crisis. Continúa con una pregunta tan incómoda como atinada: ¿por que las ciencias naturales saben encontrar soluciones efectivas a los problemas de la física, pero las humanidades, con la filosofía en primer lugar, no son capaces de curar la mente enferma de la sociedad europea? Y otra pregunta incómoda: ¿ no será que las humanidades, además de ser incapaces de curar la profunda crisis de la civilización europea, son, en parte, culpables de esa misma crisis?

Husserl no lo dice explícitamente, pero su audiencia comprende a lo que apunta. Si las humanidades son cómplices del ascenso del fascismo, del comunismo, el nacionalsocialismo y el capitalismo que destruyen todos los valores espirituales, no ha de extrañarnos que muchos intelectuales sean servidores entusiastas del totalitarismo, incluido el de Mammón.

Europa y los académicos europeos deberían sentir vergüenza, ya que es precisamente este continente el que vio nacer la filosofía. Mejor dicho: la filosofía original, es decir, la filosofía que todavía es una ciencia universal, que sin el influjo de opiniones, prejuicios y tradiciones investiga el conjunto de la realidad para que logremos ser completamente humanos, apoyada en el Logos y la Razón trascendental. Porque el ser humano es una criatura incompleta, algo le falta. Los que realmente piensan, a diferencia de los que forman parte de la masa, siempre se preguntarán: ¿quién soy?, ¿cómo puedo realizarme? El hombre-masa no necesita hacerse estas preguntas: dejan de tener sentido para los que fueron absorbidos por el espíritu colectivo. Pero para los que piensan son preguntas pertinentes: una tarea espiritual, la búsqueda de una verdad metafísica y de los valores espirituales que el individuo debe incorporar para poder vivir con dignidad.

Ante su atenta audiencia, Husserl afirma que el objetivo original de la filosofía es elevar la mente humana al nivel de esta verdad meta-física, de estas ideas y valores que van literalmente más allá de lo físico, a fin de transformar la humanidad y, elevándola, renovada radicalmente para que, consciente de lo que es valioso, asuma la responsabilidad por ella misma y por el mundo natural en el que le ha sido otorgado vivir. Y esta crisis del espíritu europeo tiene su origen en un racionalismo equivocado. El racionalismo de la Ilustración fue un error: no sólo produjo académicos que se perdieron en un intelectualismo y un esnobismo desconectados de la realidad, sino que, mucho peor, nos hizo perder, como sociedad, la conciencia de nuestra relación con la Razón transcendental, el Logos de los filósofos griego. En cambio, es exactamente ahí, en la verdad metafísica, donde podemos encontrar la imagen de los seres humanos que debemos ser: los valores espirituales y morales que debemos asumir para lograrlo. Esos valores no se verifican empíricamente, no podemos encontrarlos en la realidad cotidiana; superar ese nivel. Las ciencias fácticas no pueden mostrarnos dichos valores y significados, ya que van más allá de los hechos. Pero es la filosofía, la original, la que nos puede ayudar a esta tarea espiritual. Constantemente nos obliga a mirarnos en ese espejo crítico que desenmascara cualquier autoengaño. Pero lamentablemente ya no existe esa filosofía. Ahora sólo hay ciencias fácticas, que nada pueden decirnos sobre nuestra ansiedad fundamental. En nuestro mundo nos encontramos en medio de los escombros de una razón que las ciencias exactas y la filosofía positiva han reducido a una anti metafísica; un naturalismo y un objetivismo despojados de todo significado universal, carente de un lenguaje capaz de crear y dar vida.

La humanidad quedó huérfana en relación con la Naturaleza y está destruyéndose consciente y deliberadamente, sin ninguna noción del valor que posee. La humanidad, que alguna vez fue la corona de la creación, ha quedado reducida a una masa errante, desalmada, dominada por demonios. Lo que quedó es una sociedad llena de tedio y sensacionalismo, a causa de la falta de sentido que cultivar; una sociedad llena de ignorancia, por la estupidez que cultiva, y llena de conformismo, a causa de la ideología utilitaria que cultiva.

En el epílogo de su conferencia en Viena, Husserl vaticina que esta crisis de la civilización tiene sólo dos desenlaces posibles: o bien el ocaso de Europa, el descenso a la barbarie porque el continente no sabe reparar su razón, su brújula moral; o bien una Europa que renace, fruto del espíritu de la filosofía y gracias al heroísmo de una razón que derrota al naturalismo de una vez pos todas. Pero esto sólo es posible, advierte a modo de conclusión, si Europa supera su desidia y se atreve a luchar por la mente humana; por la razón que conoce su vínculo con el Logos, la Razón de los primeros griegos. Termina alentando al público con una afirmación que suena a grito de guerra: "¿Porque sólo el espíritu es inmortal!"

Husserl es sepultado el 29 de marzo de 1938. Un solo amigo, colega suyo en la facultad de Filosofía de Friburgo, la universidad donde apenas hacía una década Husserl era el filósofo más influyente de Alemania, se anima a asistir al sepelio de su antiguo tutor. 

Sólo el espíritu es inmortal, pero el espíritu en Alemania y Europa está muerto. El orden mundial de la mentira y la estupidez victoriosa, en cambio, está más vivo que nunca...

El lema de la historia

No han cambiado mucho las cosas. El orden mundial de la mentira y la estupidez victoriosa siguen vigentes. No debería sorprendernos, porque también pululan las larvas de la desolación de no saber y del fanatismo del saber único. Y si hay algo que nos enseña la historia, esa que Cicerón nos presentó con orgullo como nuestra magistra vitae, la tutora de nuestras vida, es que justamente no aprendemos las lecciones de la historia, sencillamente porque no la conocemos. No tenemos memoria, y por eso la estupidez puede seguir triunfando.

Hace mil novecientos años, el 24 de abril del año 121, nació Marco Annio Vero, que tiempos después sería conocido como el emperador Marco Aurelio. Era el hijo adoptivo del emperador Adriano. Si bien lo reclamaban todos esos asuntos con los que el monarca del Imperio romano tenía que lidiar; y todas esa batallas en que tenía que combatir. Marco Aurelio siempre fue un pensador que tomaba notas sucitas, estrictamente privadas, de sus ideas; que no quería que se publicaran. Afortunadamente, sus apuntes se conservaron, y ochocientos años después después las encontró el obispo de Capadocia, un tal Aretas. Y es así como este emperador-filósofo puede seguir enseñándonos lo que sabía hace ya muchos siglos: "Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, en cuanto son animales; pero aquélla es propia de los hombres, en cuanto son hombres".

Si nos hubiéramos familiarizado con esta sabía noción, habríamos comprendido que la lucha contra la estupidez no es menos urgente que la que se emprendió contra la pandemia del coronavirus. Pero no hemos asumido esta verdad, y la supuesta educación "superior" no sabe hacerlo, habiéndose convertido en el baluarte por excelencia de la "estupidez elevada" de Musil, un hecho lamentable del que también era consciente, hace medio siglo, Eric Voegelin.

Nació en 1901 en Alemania con el nombre de Erich Vögelin, pero se crió y estudió en Viena. Era un brillante filósofo político. En 1938, cuando la Alemania de Hitler tomó el poder de Viena, logró escapar apenas de los nazis y se refugió en Estados Unidos, donde cambió su nombre a Eric Voegelin. Cuando le preguntaron por qué prefería vivir fuera del Tercer Reich de Hitler, él que no era ni judío ni comunista, dijo tener dos motivos.

El primero: como hombre cuyo talento y pasón consisten en dedicar su vida a las ciencias sociales y políticas, está completamente de acuerdo con Max Weber, quien admira, en que el primer requisito para todo académico es la integridad intelectual. Es una cualidad que es imposible de poner en práctica en una sociedad que es dominada férreamente por una ideología, sea cual fuere el tipo de colectivismo que ésta adopte. Todas las ideologías, así como la exigencia de integrarnos a ellas, son formas de engaño intelectual que sólo pueden conducir a la destrucción y la corrupción del intelecto, porque prohíben el pensamiento autónomo, el espíritu crítico, la autocrítica y la duda. 

Su segundo motivo: Le repugna que se mate a personas por mera diversión: "Es una diversión que consiste en adjudicarse una pseudoidentidad al tener vía libre para matar impunemente a quien sea, una pseudoidentidad que hace las veces de reemplazo de un yo humano que se ha perdido.

Después de un par de décadas en Estados Unidos, Voegelin se convirtió en uno de los filósofos políticos más brillantes del siglo XX. Con asombrosa erudición y un dominio de idiomas admirable (aparte de alemán, inglés, francés, italiano, latín y griego también sabía hebreo y chino) dedicó los cuarenta años que iban a quedarle a penetrar en las causas y las consecuencias sociopolíticas del nihilismo europeo y la mentira hecha orden mundial. O, en términos de la pregunta que se hizo (y que nos hizo) en una conferencia en 1968: "¿Cómo podemos nosotros, los seres humanos, escapar a la mentira socialmente dominante de nuestra existencia?"

Su primera respuesta: aprendamos las lecciones de la historia. De ahí la advertencia en su libro (La crisis y el apocalipsis del hombre): "Es signo de una incomprensión fatal de las fuerzas históricas creer que un puñado de hombres puede destruir una civilización antes de que ésta haya cometido suicidio".

Su segunda respuesta, similar a la primera pero dirigida a sus estudiantes, es algo que proclamó toda su vida al inicio de cada nuevo semestre: "No hay tal cosa como un derecho a la estupidez; ni hay tal cosa como un derecho a ser iletrado; y tampoco existe el derecho a ser incompetente". 

Si Voegelin expresara estas ideas hoy en día, en su primera clase del año, muy pronto se quedaría con sólo unos pocos estudiantes entusiastas, y poco después sería despedido. Es que en las universidades la enseñanza se ha convertido en un producto, los estudiantes son clientes, y a los clientes nunca hay que dificultarles las cosas, sino que hay que mantenerlos satisfechos

Riemen, Rob (Nobleza de espíritu) Una idea olvidada
Riemen, Rob (Para combatir esta era) Consideraciones urgentes sobre....

Christopher Lasch (La cultura del narcisismo) La vida en una era de expectativas decrecientes

Un paternalismo sin padre

El nuevo rico y el rico a la antigua

Buena parte de los males analizados en este libro se originan en una nueva forma de paternalismo, surgida de las ruinas del antiguo paternalismo de los reyes, los sacerdotes, los padres autoritarios, el amo esclavista y el terrateniente. El capitalismo destruyó los vínculos de dependencia personal solo para revivir la dependencia bajo la cobertura de la racionalidad burocrática. Tras dejar atrás el feudalismo y la esclavitud y desbordar, luego, su propia modalidad íntima y familiar, el capitalismo evolucionó hacia una nueva ideología política, el del liberalismo del bienestar, que absuelve a los individuos de toda responsabilidad moral y los trata como víctimas de las circunstancias sociales. Desarrolló nuevos estilos de control social, que tratan a quien se desvía de la norma como un «paciente» y reemplazan el castigo por la rehabilitación médica. Dio pie a una nueva cultura, la cultura narcisista de nuestra época, que tradujo el individualismo predatorio del Adán americano a una jerga terapéutica que no proclama tanto el individualismo como el solipsismo, justificando el ensimismamiento como «autenticidad» y como «apertura de conciencia». 

De talante en apariencia igualitario y antiautoritario, el capitalismo moderno desechó la hegemonía del clero y de la monarquía solo para sustituirla por la hegemonía de las grandes corporaciones, de la clase gerencial y profesional que opera el sistema corporativo y el Estado corporativo. Surgió una nueva clase dominante de administradores burócratas, técnicos y expertos, la cual retuvo tan pocos atributos previamente asociados a una clase dominante —orgullo de su posición, «hábito de mandar», desdén por los órdenes inferiores— que su existencia como clase pasa a menudo inadvertida. La diferencia entre la élite gerencial y la vieja élite propietaria marca la diferencia entre una cultura burguesa, que hoy subsiste únicamente en los márgenes de la sociedad industrial, y la cultura terapéutica del narcisismo.

La diferencia aflora más nítidamente en los estilos contrastantes de crianza de los hijos. Mientras que el nuevo rico participa de la confusión reinante acerca de los valores que los padres deberían transmitir a sus retoños, el rico de viejo cuño tiene ideas muy firmes sobre la crianza y no duda en ponerlas en práctica. Intenta impresionar al niño con las responsabilidades asociadas a los privilegios que habrá de heredar. Hace lo que está en su mano para inculcarle cierta rudeza, que incluye no solo la disposición a sortear los obstáculos, sino la aceptación sin sensiblerías de las diferencias sociales. Para que los herederos del privilegio se conviertan en administradores y custodios de la gran riqueza —en presidentes de consejos de dirección, propietarios de minas, coleccionistas, connsoisseurs, padres y madres de las nuevas dinastías— deben aceptar la inevitabilidad de las desigualdades, lo ineludible de las clases sociales. Han de dejar de preguntarse si la vida es justa con sus víctimas. Deben dejar de «soñar despiertos» (como lo ven sus padres) y seguir adelante con los asuntos verdaderamente serios de la vida: los estudios, la preparación para una carrera, las lecciones de música, las lecciones de equitación, de ballet, de tenis, las fiestas, los bailes, la vida social; toda esa ajetreada ronda de actividades, aparentemente sin finalidad para un observador casual (o incluso para un observador atento como Veblen), a través de la cual el rico propietario adquiere disciplina y coraje, el don de la persistencia y el dominio de sí mismo.

En las familias de la vieja élite propietaria, los padres parecen plantear más exigencias a sus hijos que los padres «modernos», y la riqueza les brinda la facultad de respaldar esas exigencias. Controlan los colegios e iglesias a los que asisten sus vástagos. Cuando deben recurrir al consejo de algún profesional, tratan con el experto desde una posición de fuerza. Exhiben la confianza en sí mismos que se deriva del éxito: de un patrón de éxito reiterado, en muchos caos, durante varias generaciones. Al lidiar con sus críos, insisten no solo en su propia autoridad, sino en la voz autorizada del pasado. Las familias ricas se inventan leyendas en torno a sí mismas que los jóvenes internalizan. En muchos sentido, los más importante que entregan a sus hijos es una conciencia de continuidad generacional, algo muy poco frecuente en cualquier otro segmento de la sociedad contemporánea. James, el hijo de un empresario del algodón de Nueva Orleans, «da por sentado que él también tendrá un hijo», según Robert Coles, y que «la familia habrá de sobrevivir» como «lo ha hecho por siglos: a través de las guerras, las revoluciones, los desastres naturales y aquellos provocados por el hombre».

El sentido de la continuidad se debilita de forma significativa a medida que la élite va desplazando a la vieja clase proletaria. La antigua burguesía, que obtiene sus ingresos de sus propiedades antes que de un sueldo, representa aún la cima de la riqueza, pero, a pesar de sus cadenas de grandes almacenes y las fincas urbanas y las grandes plantaciones, no controla ya las grandes corporaciones locales y transnacionales, ni desempeña un papel preponderante en la política nacional. Es una clase agónica, obsesionada, ciertamente, con su propia decadencia. Pero, aun, en decadencia, sabe inculcar a los más jóvenes una sensación preclara de la propia valía, a menudo teñida de aprensiones que surgieren que las influencias foráneas están arrasando con todo. En Estados Unidos, la lealtad de clase que las familias propietarias inculcan a sus hijos se forjó en medio de impactantes escenas de la lucha de clases en ciertas áreas del país —el delta del Misisipi, los bosquecillos de naranjas de Florida, los Apalaches—donde la lucha sigue viva e intensa. Esa generalización de que los niños de hoy ven rara vez a sus progenitores en el trabajo se aplica difícilmente a niños que ven con sus propios ojos lo que sus padres hacen para ganarse la vida: explotar a los más pobres. Los padres de la vieja clase empresarial ni están ausentes ni se muestran impotentes en uno u otro sentido. De hecho, su aptitud para inculcar no solo respeto, sino temor, inquietan a sus vástagos. A pesar de todo, la mayoría de esos niños aprende finalmente a superar su noción de juego limpio, a aceptar las responsabilidades que supone la riqueza y a identificarse en todo sentido con la fortuna familiar.

Cuando oscilamos desde los propietarios ricos a los mucho más numerosos empresarios ricos, el patrón cambia. Aquí nos topamos con ejecutivos en fase ascendente, cuyos hijos no adquieren un sentido de la posición propia. El trabajador se convierte en algo abstracto, el conflicto de clases se institucionaliza y su ocurrencia se evita o niega. En las grandes urbes contemporáneas, el pobre tiende a hacerse invisible y el problema de la injusticia ya no se presenta tan nítidamente como en otros lugares. En las viejas familias empresariales, los niños temían que la casona familiar fuera arrasada y sus posesiones, saqueadas. Los hijos de las familias de los gerentes no poseen este sentido de la permanencia que origina ese temor. La vida se reduce para ellos a una serie de traslados y sus padres se reprochan por no brindarles un verdadero hogar: por no ser «mejores padres». 

En una de las familias estudiadas por Coles, que ilustra a la perfección este patrón emergente de desarraigo y anomina de los cuadros gerenciales, el padre, un ejecutivo de una empresa electrónica de Nueva Orleans, bebe en exceso y se pregunta en ocasiones «si todo vale la pena: la lucha que libró para llegar a la cima». La madre bebe también, aunque en secreto, y se disculpa ante sus hijos por «no ser una mejor madre». Su hija, criada por una serie de sirvientas, crece con ansiedades y rencores no bien definidos, con escasa culpa, pero mucha ansiedad. Se ha transformado en una niña problemática. En dos ocasiones ha escapado de su hogar. Ahora consulta a un psiquiatra y ya no siente nada «en particular» por ello, porque la mayoría de sus amigos acuden también al psiquiatra. La familia está a un paso de volver a mudarse.

La élite gerencial y profesional como clase dominante

Como hasta los ricos pierden el sentido de su posición y de la continuidad histórica, la sensación de «tener prerrogativas» —que da por sentadas las ventajas heredadas— da paso a lo que los clínicos denominan «prerrogativas narcisistas»: ilusiones grandiosas, vacío interior. Las ventajas que el. nuevo rico otorga a sus hijos se reduce únicamente al dinero. A medida que la nueva élite desecha la perspectiva de an antigua burguesía, no se identifica con la ética del trabajo y de la responsabilidad que conlleva la riqueza, sino con una ética del ocio, el hedonismo y la realización personal. Aunque siga gestionando las instituciones contemporáneas en provecho de la propiedad privada, sustituye la formación del carácter por la permisividad; la sanación de las almas, por la cura de la psiquis; la justicia ciega, por la justicia terapéutica; la filosofía, por las ciencias sociales; la autoridad personal, por la autoridad igualmente irracional de los expertos profesionales. Atenúa la competencia mediante la cooperación antagónica, a la vez que elimina muchos rituales en que las pulsiones agresivas se manifestaban en forma civilizada. Rodea a la gente de «información simbólicamente mediatizada» y sustituye la realidad por las imágenes de la realidad. Sin proponérselo, crea nuevas formas de analfabetismo, incluso al instaurar un sistema de enseñanza universal. En su intento de rescatarla, ha minado a la familia. La nueva élite ha rasgado el velo de caballerosidad que antaño atenuaba la explotación de la mujer y puesto a hombres y mujeres frente a frente, como antagonistas. Ha expropiado de manos del trabajador el conocimiento de su especialidad y el «instinto» de crianza a las madres y reorganizado todo ese conocimiento como un cuerpo de tradiciones esotéricas que resultan asequibles únicamente para los iniciados. La nueva clase dominante ha elaborado nuevos patrones de dependencia, con la misma eficacia con que sus antepasados erradicaron la dependencia del campesinado de su señor, la del aprendiz de su amo y la de la mujer de su hombre. 

No pretendo sugerir aquí que exista una conspiración de vastos alcances en contra de nuestras libertades. Las cosas que he mencionado se han hecho a la luz del día y, por lo general, con buenas intenciones. Tampoco surgieron como una política unificada de control social. La política social, por lo menos en Estados Unidos, se desarrolló como respuesta a una serie de urgencias inmediatas, y quienes la elaboraron rara vez veían más allá de los problemas que enfrentaban. Por lo demás, el culto al pragmatismo justifica su falta de voluntad o incapacidad de elaborar planes de largo plazo. El hilo conductor de sus acciones es la necesidad de promover y defender el sistema capitalista corporativo del que ellos mismos —los gerentes profesionales que operan el sistema— derivan buena parte de sus beneficios. La necesidades del sistema van perfilando la política y establecen los límites permitidos a debate público. La mayoría de nosotros puede ver el sistema, pero no la clase que lo administra y que monopoliza la riqueza que aquel general. Nos resistimos a un análisis de clase de la sociedad moderna por tratarse de una «teoría conspirativa». Nos privamos así de entender cómo surgieron nuestras actuales dificultades, por qué o cómo podríamos resolverlas. 

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