Ernst Jünger (La emboscadura)


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Hemos venido usando con frecuencia la imagen del ser humano que se confronta consigo mismo. De hecho es importante que quien se considera capaz de cosas difíciles alcance a tener un concepto preciso de sí. En esto, desde luego, el hombre que está en la nave ha de tomar sus criterios del hombre que está en el bosque —es decir: el hombre de la civilización, el hombre del movimiento y de los fenómenos históricos ha de tomar sus criterios de su esencia inmóvil y sobretemporal, la cual se pone de manifiesto y se modifica en la historia. Hay en ello un placer para esos espíritus fuertes entre los cuales se cuenta el emboscado. En ese proceso la imagen refleja medita sobre la imagen primordial de la cual irradia y en la que es invulnerable—o, dicho en otros términos, lo heredado medita sobre aquello que está en el fondo de todas las herencias.

Esta confrontación es solitaria y en eso reside su encanto; en ella no está presente ningún notario, ningún clérigo, ningún dignatario. En esa soledad el hombre es soberano a condición de que tenga conocimiento de su rango. El ser humano es en este sentido el Hijo del Padre, es el Señor de la Tierra, es la Criatura creada por un milagro. En tales confrontaciones para a segundo término también lo social. El ser humano vuelve a recabar para sí las fuerzas propias del sacerdote y del juez, como en los tiempos más antiguos. Sale fuera de las abstracciones, de las funciones, de las divisiones del trabajo. Se pone en relación con la totalidad, con lo absoluto, y en ello hay un intenso sentimiento de dicha.

Se da por sobreentendido que en esa confrontación no está presente tampoco ningún médico. Con respecto a la salud, el arquetipo que cada uno lleva dentro de sí en su cuerpo, ese cuerpo que es invulnerable y que ha sido creado allende el tiempo y sus mudanzas, ese cuerpo que irradia en su manifestación corpórea humana y que también interviene en la curación. En todas las curaciones intervienen fuerzas creadoras.

En el estado de salud perfecta —una salud que se ha vuelto rara— el ser humano es también consciente de que posee esa configuración superior cuya aura lo envuelve con sus rayos. En Homero encontramos todavía el conocimiento de ese frescor que otorga vida a su mundo. Vemos cómo con ese frescor va unida una jovialidad libre y que a medida que los héroes se acercan a los dioses van conquistando la invulnerabilidad —su cuerpo se torna más espiritual.

Aún hoy la curación brota de lo numinoso, y es importante que el ser humano se deja determinar por ello, al menos en sus presentimientos. No es el médico, sino el enfermo quien es un soberano, quien es un dispensador de salud, que él saca de residencias que son inexpugnables. Solo cuando él, el enfermo, pierde el acceso a esas fuentes es cuando está perdido. 

[...] La influencia cada vez mayor que el Estado empieza a ejercer en los servicios médicos, casi siempre con pretextos sociales, resulta sospechosa e incita a la máxima cautela. A eso se añade que cuando uno acude a consultar al médico es recomendable la desconfianza, ya que los médicos se sienten cada vez más dispensados del secreto profesional. Nunca se sabe en qué estadísticas irán a inscribir a uno, estadísticas que se llevan no solo en los despachos de los médicos. Resultan sospechosas todas esas fábricas de salud en las cuales trabajan médicos que son funcionarios y están mal pagados, y cuyas curas son vigiladas por la burocracia; de la noche a la mañana, y no solo en caso de guerra, pueden esas fábricas trocarse en algo que inspira angustia. Por lo menos no es imposible que entonces los ficheros llevados de una manera ejemplar proporcionen los documentos en virtud de los cuales pueden internar, castrar o liquidar a uno.

La enorme clientela que encuentran los charlatanes y los curanderos se explica no solo por la credulidad de las masas, sino también por su desconfianza frente a la práctica normal de la medicina y, en especial, frente a la manera en que está volviéndose automática. Aunque esos magos antes mencionados ejercen su oficio de una manera muy tosca, hay dos cosas importantes en que se diferencian de los médicos: en primer lugar, toman al enfermo como un todo; y, en segundo lugar, presentan la curación como un milagro. Precisamente esto se halla en correspondencia con el instinto, que continúa estando sano, de las gentes y es en eso en lo que se basan las curaciones.

Se da por sobreentendido que también en la medicina académica son posibles cosas semejantes. Todo el que cura colabora, claro está, a un milagro; bien con aparatos y métodos, bien a pesar de ellos; y es mucho lo que hemos ganando si sabemos eso. En todos aquellos sitios donde el médico se presenta con su sustancia humana resulta posible romper el mecanismo, volverlo inofensivo o incluso transformarlo en algo útil. Ciertamente la burocracia dificulta ese giro favorable. A la postre ocurre, sin embargo, que «en la nave», o también en la galera en que viven, los seres humanos rompen una y otra vez lo funcional; lo rompen con su bondad, o con su libertad, o con su coraje para asumir una responsabilidad directa. El médico que aplica a su enfermo algo que es contrario a lo prescrito confiere tal vez precisamente con ello una fuerza milagrosa a ese medicamento. Vivimos gracias a ese elevarnos por encima de las funciones.

El técnico dispone de algunas ventajas. Pero en la gran contabilidad las cosas ofrecen a menudo un aspecto diferente. ¿Hay una ganancia real en el mundo de los seguros, de las vacunas, de la higiene minuciosa, de la prolongación general de la vida? No merece la pena entrar a discutir esto, pues ese mundo proseguirá su desarrollo y aún no están agotadas las ideas en que se apoya. La nave continuará su viaje también más allá de las catástrofes. Estas traen, ciertamente, enormes pérdidas consigo. Cuando una nave se va a pique, también se hunden la farmacia. Lo que importa son otras cosas; por ejemplo, ser capaz de sobrevivir algunas horas en el agua helada. La tripulación de elevada edad media que ha sido vacunada varias veces, que está libre de microbios, que se halla habituada a los medicamentos, tiene en ese caso menos perspectivas de sobrevivir que una tripulación diferente que desconoce tales cosas. Una mortalidad mínima en tiempos tranquilos no da la medida de la verdadera salud; de la noche a la mañana puede trocarse en lo contrario. Y aun es posible que esa mortalidad mínima genere epidemias antes desconocidas. El tejido de los pueblos se torna propenso a enfermar.

Aquí se abre tambien la perspectiva sobre uno de los grandes peligros de nuestro tiempo: la superpoblación, tal como la ha descrito, por ejemplo, Bouthoul en su libro titulado Cien millones de muertos. La higiene se ve enfrentada a la tarea de poner coto a las mismas masas cuyo surgimiento hizo ella posible. Pero con eso sobrepasamos los límites del tema de la emboscadura. Para quien cuenta con esta, carece de valor la atmósfera de los invernaderos.

Jünger, Ernst (La tijera)
Jünger, Ernst (Anotaciones del día y de la noche) El corazón aventurero
Jünger, Ernst (Los titanes venideros) Ideario último

Joseph Vogl (Capital y resentimiento) Una breve teoría del presente

PODER DE CONTROL

La consolidación del régimen financiero a través de la industria de plataformas no puede ser concebida solo como un suceso de orden económico. Antes, bien, la explotación comercial de la información es resultado de la capacidad de garantizar, sobre la base de tecnologías digitales, una conversión recíproca entre poder y capital; con la expansión hacia otros ámbitos comerciales se cultivan las fuerzas productivas de nuevas tecnologías de gobierno. En su estudio sobre la crítica del capitalismo digital, Philipp Staab advierte sobre las conexiones e identifica un punto angular esencial para la ampliación de las formas de poder asociadas a la economía de la información en el surgimiento de "mercados propietarios". Así como la financiarización de la economía mundial fue una reacción a las debilidades del crecimiento y a las crisis de acumulación desde los años setenta, el formato actual de empresas líderes en el capitalismo digital —como Google, Apple, Facebook y Amazon— es producto de una creciente saturación de mercado, de las agitaciones de los años 2000 y 2007/2008 y de una simbiosis con la industria financiera; además, responde al problema de cómo capitalizar bienes no rivales y no escasos, esto es, a la pregunta de cómo volver escasa, y con ello lucrativa, la disponibilidad de los productos de la información generados con un costo marginal mínimo. A diferencia de las empresas monopolistas del capitalismo industrial, los nuevos monopolios digitales no operan en los mercados, sino que se fusionan con el orden económico y financiero actual, de un modo similar a lo que en algún momento hicieron los corredores de bolsa de las plataformas bursátiles y comerciales al crear y establecer mercados financieros específicos.

De este modo, diversas prácticas de negocios se han ido igualando cada vez más en la tendencia a incrementar el número de las aplicaciones generadoras de datos, multiplicándose y permeando todo el ámbito de operaciones del software y del hardware, incluso alcanzando la provisión del mundo analógico. Los motores de búsqueda se expanden hacia la fabricación de hardware, el comercio electrónico y los mercados financieros; los servicios de envíos operan motores de búsqueda, nubes de datos y negocios bancarios; los fabricantes de teléfonos inteligentes entran al mercado de los servicios de streaming o de finanzas; las redes sociales, a su vez, ofrecen productos de datos, de información y de finanzas e intentan convertirse en sistemas de pago. Sin embargo, lo que se comercializa en particular aquí, con estos productos y servicios, son infraestructuras y, por ende, dependencias; los "ecosistemas sociotécnicos" o  "metaplataformas" resultantes se caracterizan por estructurar el Internet comercial como un sistema de mercados jerarquizados. Siguiendo agresivas estrategias de expansión, estas empresas han ampliado el espectro de sus ofertas mediante inversiones y adquisiciones, y han obtenido, mediante efectos de red, una amplia inclusión de usuarios y consumidores. Asimismo, al mediar entre productores y consumidores, crean y administran la competencia y generan rendimientos a partir de provisiones, habilitando y controlando los accesos al mercado.

[...] Aun cuando la polis de la solución y su sociotopo poseen carácter embrionario y avanzan hacia su realización futura a diverso ritmo, en diversas variantes, con diversos grados de violencia y en diversas asociaciones según las distintas regiones del mundo, podemos reconocer allí una tendencia en la que las relaciones históricamente variables —críticas o conflictivas— entre capitalismo y la democracia del Estado de derecho amenazan con transformarse en una rígida oposición Esto no es solo reconocible en las recientes formas de governance, en la expansión de prácticas de control y en la múltiples fusiones informales entre poderes públicos y privados bajo el signo del régimen financiero e informal,  sino también en una dinámica en la que se establecen estructuras pseudo o paraestatales en el ámbito de las empresas pertenecientes al capitalismo de plataformas. Según la evolución de ciertos mercados propietarios y sus infraestructuras, la frontera entre la supervisión estatal y los procesos de mercado ha migrado hacia el interior de las prácticas de mercado mismas, determinando una forma empresarial que puede identificarse como un retorno de los consorcios mercantilistas del principio del capitalismo bajo las condiciones actuales. Al igual que las grandes compañías comerciales del siglo XVII —como la holandesa Veernigde Oostindische Compagnie o la británica East India Company— estaban orientadas ala supresión de la competencia y a la monopolización del comercio de larga distancia, asociando así los negocios privados con competencias soberanas y los intereses del capital con el ejercicio de derechos de soberanía, así también el "mercantilismo privatizado" de la industria de las plataformas está caracterizado por dirigir sus inversiones a la formación de monopolios, a la limitación de la competencia y al dominio de infraestructuras sociales. De este modo, se colonizan áreas que, en tanto reservas de soberanía, funciones políticas centrales o tareas del Estado de bienestar, hasta entonces habían pertenecido a los dominios de las formas estatales modernas. Estas funciones van desde el cuidado de los bienes públicos y la satisfacción de las necesidades de protección y seguridad hasta la financiación de los sistemas de educación y previsión social. En este sentido, acaso sea posible hablar de soberanías de plataformas y de un devenir-Estado de las máquinas de la información; no en último término, la emergencia pandémica desde principios de 2020 ha vuelto visible hasta qué punto la expansión de las empresas de plataformas (como ganadoras principales de la pandemia) y la transferencia de poder asociada a esta evolución se ha extendido, ya desde hace tiempo, a los servicios públicos, al vínculo con tareas soberanas y administrativas, pero también a los negocios con el bealthcare, la asistencia médica y las necesidades generales de prevención. Amazon y Apple manejan clínicas, Amazon ofrece además un seguro de salud y una vigilancia médica constante, Google y Apple cooperan en el desarrollo de apps de pandemia, Facebook provee disease prevention maps [mapas de prevención de enfermedades] y suma a la vigilancia política de la salud una alarma Covid-19. El Project Baseline de Google —una amplia colección de datos sobre los ritmos del sueño, las excreciones, la presión arterial, el pulso y el líquido lacrimal de pacientes ambulatorios y en internación— combina la entrada en el mercado de la salud con la oferta de un servicio de prevención médica universal. La fobia liberal respecto del Estado proveedor se ha transformado en la celebración libertaria de la empresa previsora. 

En vista de la expansión de este tipo de estructuras empresariales paraestatales, resulta coherente que se haya intentado cerrar el círculo entre financiarización, informatización y poder de control, relacionando la ocupación privada de facultades soberanas con el orden económico en general y perfeccionando el paso de un sistema financiero dirigido por gobiernos hacia otro dirigido por el mercado. Así como la industria financiera fue atraída por las posibilidades de la economía de la información, ahora las empresas de plataformas avanzan sobre el negocio financiero; en este proceso, los lucrativos proyectos para la creación de sistemas privados de pago y dinero adquieren una función rectora en la medida en que apuntan a una desnacionalización de la moneda. Desde hace tiempo, las ofertas de servicios de pago, junto con los fondos de inversión y los instrumentos de financiación, son los propulsores y componentes esenciales de las empresas de plataforma, tanto de Estados Unidos como de China. Estas empresas tienen la ventaja de ofrecer los datos más confiables para la colocación selectiva de productos y publicidad, y al mismo tiempo permiten que el circuito de pagos internacional descentralizado sea vigilado centralmente, según muestran los ejemplos de Alibaba Alipay y Tencents Wechat Pay en China, o Visa, Mastercard, PayPal, Apple Pay y Amazon Pay exclusivamente Estados Unidos. Ya PayPal había sido presentada con el propósito de crear una suerte de "moneda de Internet" que suplantara al dólar estadounidense en el servicio de pagos internacionales y eludiera los monopolios monetarios estales. Continuando y profundizando esos proyectos, la superposición de prácticas de la esfera económica privada y la gubernamental en la economía de plataformas ha creado ahora nuevas iniciativas financiero-económicas, de las que se esperan más inclusiones asociadas a abundantes beneficios. 

David Mamet (Himno de retirada) La muerte de la libertad de expresión y por qué nos saldrá cara

Hamlet y Edipo en versión zombi

Las revoluciones empiezan cuando los ideólogos y los jacobinos se descubren mutuamente: los primeros se alegran de haber encontrado a sus almas gemelas; los segundos, a unos lacayos. 

En su ascenso al poder, los primeros se convierten en apparatchikí, entusiasmados con su capacidad para dirigir los acontecimientos. Esta breve fase culmina con su asesinato a menos de sus antiguos socios.

Los ideólogos, con su efímera ilusión de autoridad, se conforman con inventarse nuevos nombres para sí mismos (ciudadano/a, camarada) y para todo lo demás que exista (él, ella, nosotros, ellos), y se les dejar libremente por los grandes almacenes de la cultura cambiando los rótulos, es decir, controlando lo que se dice.

La oposición, como vemos, se castiga casi al instante. En primer lugar, se caracteriza la expresión de las opiniones como disentimiento; después, se la calumnia, y entonces el disentimiento —que ahora se llama «agresión»—pasa a identificarse como falta de asentimiento activo.

Los que quieren evitar, primero la discordia, y luego la censura y la pérdida de ingresos, descubren enseguida que no tienen donde esconderse y que han de elegir: o apoyan activamente unas ideas que les repugnan o entran en una lista negra.

Tras la inevitable noche de los cuchillos largos, la amenaza de la lista negra deja paso a la certidumbre de la cárcel o de la muerte.

Éstas son las lecciones de la historia, es decir, la constancia escrita de una de las funciones de la naturaleza humana: guiar al individuo hacia el poder. Este impulso está sujeto a unos contrapesos, como son los beneficios de la religión— y, por tanto, de la moral— y los de un Estado constitucional: la libertad de prosperar protegida por la ley y el razonable temor al castigo por incumplirla.

Si cada cual no los suscribe, tenemos esa anarquía que, como podemos ver ya, conduce a la normalización del delito. ¡Qué mayor placer para la débil alma humana que la posibilidad de delinquir, no sólo con permiso, sino, además, con respaldo? En esto, el tráfico sexual de personas en la isla de Epstein y la destrucción de las ciudades vienen a ser la estupefacta alegría de Hitler al tomar Francia: nadie me va a parar.

Los seres humanos somos malas piezas. Si nos descuidamos, nos dividimos entre depredadores y presas.

Sabemos que hay cortapisas: el honor, la moral, la lealtad familiar y el temor a la vergüenza y al castigo. Se mantiene el orden en las civilizaciones —para bien o para mal— mediante el palo y la zanahoria. En la Declaración de Independencia se enumeran como recompensas la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.

Pero ¡qué hay de nuestros deseos de la muerte ajena? ¡Qué hay de nuestra envidia a quienes les va mejor? ¡Qué hay en el impulso de mezclarnos, en busca de compañía o camuflaje, por temor a la noche?

En su forma benigna, tenemos asociaciones como los grupos de costura y las ligas de bolos; cuando evolucionan hacia la anarquía, vemos movimientos Occupy Wall Street, Black Live Matter y Antifa y, después, la carmañola y la guillotina.

Cada cual se sabe débil: ha hecho algo malo, o lo ha pensado, o tal vez lo ha planeado. La mentalidad de rebaño lidia con nuestro autoodio echándoles la culpa a otros; a los racistas, a los israelíes, a los «odiadores». La religión lidia con lo que nos incomoda saber sobre nosotros ofreciéndonos la confesión, el consuelo y la oración.

Una cultura sana trata esa enfermedad con arte. Los grandes cuadros y obras musicales pueden inspirar, sugerir, aliviar, emocionar, pero no pueden dar lecciones. Ni tampoco puede la literatura. La razón de ser del arte, como de la religión, es llegar a esas partes del alma humana ajenas a la corrupción de la consciencia.

Todos sabemos que nuestra consciencia está corrompida, y analizar una vida larga conlleva un arrepentimiento, una vergüenza y un auténtico horror por nuestros actos que, a veces, apenas son soportables. 

El teatro, y en particular la tragedia, nos procura una mediana entre la franca confesión y el conocimiento consciente, racional (es decir, defectuoso o, al menos, poco fiable).

La tragedia surte el efecto de las historias contadas alrededor de la fogata y, al igual que los chistes, nos libera de la reflexión racional. La escucha nos transporta a otro mundo. Las palabras «érase una vez», al igual que «van dos y le dice uno al otro«, no sólo calman nuestras inquietudes —necesarias, cotidianas— relativas a la posición social, al bienestar y a nuestro concepto de nosotros mismos, sino que las soslayan automáticamente.

Al escuchar estos hechizos místicos nos relajamos, porque sabemos que la historia no tratará sobre nosotros. Si sospecháramos, en nuestro estado desprevenido, que en realidad estamos escuchando un cuanto moral —es decir, un anuncio publicitario—, se rompería el hechizo y habríamos de hacer uso de nuestros medios de protección. 

Y creíamos que nos estaban contando un cuento para dormirnos.

La razón de ser de los cuentos al acostar a los niños es combatir su miedo a la oscuridad y su consciencia de su propia fragilidad. No se les dice que se enfrenten a ello y empleen la razón («los monstruos no existen»), sino que se les calma a través de un mecanismo que pasa por encima de su frágil consciencia y de su escasa capacidad para tranquilizarse a través de ella. Esa fragilidad es algo que tenemos en común con los niños.

No procede tratar de atajar los miedos de un niño diciéndole: «Así que, recuerda: nunca te conviertas en lobo». Hacerlo es cometer el mismo error que hacer obras de teatro «con mensaje». Con ellas se está malversando el momento teatral. Y también con los «coloquios con el público» de después, que convierten una noche en el teatro en una clase de lengua. 

Cuando la libertad de expresión desaparece cual Jimmy Hoffa, se deja a los productores y a los espectadores abandonados con su miedo. No sólo se ha eliminado un mecanismo atenuante, sino que se ha forzado esta forma de arte para ponerla al servicio del mecanismo represor.

El teatro lleva bastante tiempo de capa caída, y ahora, con su (posible) resurgimiento, se descubrirá que lo han convertido en una plaza para la entronización del pensamiento correcto. Es decir, la proclamación del reino de la Diosa de la Razón; es decir, de la oclocracia. 

Hemos visto en Broadway cómo las formas habituales de comedia, drama y tragedia han sido suplantadas por los espectáculos históricos. Son homenajes a un logro humano, a la inteligencia, la gracia o la suerte; en definitiva, al poder humano sobre la naturaleza o las circunstancias. Su razón de ser es conmemorar a una persona (el nacimiento de Galileo), un lugar (la fundación de Des Moines) o una idea (Semana Nacional de la Agricultura, Concentración en Múnich).

Es una excusa perfectamente razonable para una representación, y cubre nuestra necesidad de unión. Pero es lo contrario del drama. En definitiva, es, para bien o para mal, «la obra del instituto». Asistimos para aplaudir la idea presentada en el título del espectáculo histórico. No experimentaremos —no podríamos— esas emociones ni, por tanto, la catarsis por la que ha existido siempre el teatro. De esos espectáculos no salimos purificados, calmados, sorprendidos, riendo, llorando, meditabundos o turbados. Y no saldremos habiendo apartado un momento aun lado la carga de nuestra consciencia. 

Sabemos que si alguien se levanta renovado de sus oraciones es que ha obtenido una respuesta a sus plegarias. Nuestras plegarias han sido asimismo respondidas al salir del magnífico ballet, concierto o partido de fútbol, incluso: nos han quitado la carga un rato. En cambio, el espectáculo histórico no responde a nuestras plegarias, sino a las plegarias de otros. Para bien o para mal, por cualquier razón —orgullo cívico, esperanzas de ganar algo, intentar conseguir adeptos—, han escenificado lo que es a fin de cuentas una manifestación.

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