ESCALERAS AL CIELO
Por lo visto ahora, se podría pensar en Pico della Mirandola como un precursor remoto del existencialismo. Si el hombre se va haciendo a base de actos libres, ¿quiere ello decir que en sí no es nada, solo una «posibilidad vacía», como dirían los filósofos existencialistas del siglo XX?. El mismo Pico introduce una aclaración importantísima cuando escribe que «el Padre puso en el hombre, desde su nacimiento, semillas de toda clase y gérmenes de todo género de vida», como acabamos de decir. Por tanto, no es que el ser humano carezca de naturaleza, a la manera existencialista, sino que es, como ya ha dicho el filósofo de la concordia, «un animal de naturaleza multiforme y mudadiza». Esta doctrina, que podríamos llamar teoría de las «posibilidades germinales», distancia a nuestro autor de un cierto existencialismo ateo al estilo sartriano.
En su conferencia El existencialismo es un humanismo (1946), Jean-Paul Sartre mantenía que en el caso del hombre la existencia antecede a la esencia y esa es la razón de la libertad. No es como un cortapapeles, cuya existencia depende y procede de su esencia, es decir, de la idea que tuvo de él su constructor, el cual lo diseñó según una idea preconcebida que le hace ser lo que es y no de otra manera. Su diseñador te otorgó, por tanto, una naturaleza que le constriñe a cortar papeles. Un cortapapeles no es libre; el ser humano, sí. La condición de esa libertad, piensa Sartre, es que no exista Dios, porque «si Dios existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y este ser es el hombre». Para el filósofo francés, que la existencia precede a la esencia significa que el hombre empieza por existir y después se define; que comienza por no ser nada, sin una naturaleza prefijada, y que solo será lo que él haya hecho de sí mismo. ¿Por qué no hay naturaleza humana? La respuesta de Sartre no es sino porque no hay Dios para concebirla. El ser humano, para el humanismo existencialista, es el único ser que es tal y como se concibe y se quiere a sí mismo después de la existencia. «El hombre —concluye— no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo».
A pesar de que el pensamiento de Pico rompe con el concepto tradicional de naturaleza «fija e inmutable», no la niega. Por lo tanto, no se ve obligado, como Sartre, a renunciar a un creador para «salvar» la libertad humana. Al contrario, de una manera similar a Sören Kierkegaard, un existencialista sui generis que en este punto se halla en las antípodas del filósofo francés, Pico della Mirandola piensa que solo un ser omnipotente puede crear un ser libre. Para él, el mérito del Creador consiste justamente en haber hecho un ser con una naturaleza se podría decir «inacabada», que encierra un sinfín de posibilidades que él puede desarrollar gracias al don de la libertad. Construir un cortapapeles es algo relativamente fácil; crear un ser libre, que se acabe de crear a sí mismo a los largo del tiempo, requiere de una intervención divina.
EL OLVIDO DE LA FILOSOFÍA
Tengo la convicción de que la época de Pico della Mirandola no era tan diferente a la nuestra y que su mensaje, contenido en un pequeño frasco como la más embriagadoras esencias, sigue gozando de actualidad. Considero a Pico entre los grandes defensores de la filosofía y esa es una de las razones por que le sigo leyendo y estudiando. No hace falta gran perspicacia para darse cuenta de que la filosofía en nuestros días está siendo desprestigiada —como lo percibía Pico en su tiempo—, y que el buen vino, como el de Falerno, es despreciado por paladares hechos más a los refrescos azucarados y a las bebidas isotónicas que al divino fermento.
In vino veritas, creían los antiguos, y yo pregunto: ¿qué pasará en una época que desprecia el falerno de la filosofía? Sin duda, lo que ya está ocurriendo: se arrincona a la filosofía, se la esquiva, la hemos relegado a la estantería de lo especializado como si fuera un reducto del pasado. La relación que mantenemos con ella se parece a la que tenemos con un monumento o una obra de arte, con un manuscrito antiguo, una momia egipcia o una lengua muerta.
Sí, hemos matado a la filosofía y, ahora, ¡cómo nos consolamos nosotros, los asesinos? ¿No tendremos que convertirnos en superhombres para ser dignos de semejante «filosoficidio»? Sí, con el permiso de Nietzsche, tendremos que sobrepasar lo humano, tendremos que superar la filosofía como se supera un estadio prepositivo (August Comte), como se cura una enfermedad (Gianni Vattimo), como quedan subsumidas las tesis y la antítesis en la síntesis final (Hegel). Así, poco a poco, la filosofía irá cayendo en el olvido, allí donde no molestará más, donde será simplemente, por usar el verso de Cernuda, «memoria de una piedra sepultada entre ortigas», donde el amor, que forma parte de la palabra filosofía, no sea el «ángel terrible» que imaginan los que la temen.
Olvidar es relativamente fácil: simplemente hay que hacer otra cosa. El hombre de nuestro tiempo tiene que distraerse para no recordar que hubo un tiempo en que se hacía preguntas radicales, es decir, que iba a la raíz de las cosas, cuando se interrogaba por sí mismo, por el mundo y por Dios, los tres grandes temas de la filosofía. Para olvidar hay que distraerse y arrinconar lo que se quiere olvidar, no tenerlo a la vista, como se deja olvidado un paraguas en un rincón, porque ha dejado de llover. No obstante, aunque no nos lo parezca, sigue lloviendo torrencialmente cuestiones filosóficas de primer orden (nunca ha dejado de llover), lo que pasa es que la omnipotente ciencia experimental, la omnipresente tecnología y la omnímoda pseudociencia de la autoayuda han entoldado la calle y, por eso, pensamos que ya ha amainado y nos olvidamos de tomar el paraguas con el que entramos en casa. Para colmo, si alguien abre un paraguas sin que esté lloviendo se lo trata de loco, como a quien, en nuestros días, sigue empeñado en filosofar.
Como el paraguas tras la tormenta, la filosofía ha sido arrinconada en el currículum de esa correa de transmisión cultural que es el bachillerato. Los que deciden sobre estas cosas, que, lógicamente no son filósofos, («el filósofo busca lo verdadero y el sofista lo aparente», dice Pico en su Comentario a una canción de amor), piensan de esta manera: los conocimientos que reclama nuestro tiempo son tan extensos que hay que prescindir de lo superfluo, como un barco que se hunde. Puestos a sacrificar alguna disciplina, ¿cuál menos conflictiva que la vieja filosofía, esa asignatura que huele a rancio, obsoleta y anacrónica, que, además, no tiene ninguna utilidad práctica? Nadie la va a echar en falta, a lo sumo protestarán cuatro locos filósofos, esos que siempre están quejándose por vocación. Hay que cubrir las necesidades educativas de nuestros alumnos, argumentan, hay que atender a los mínimos, a lo práctico; la filosofía, en cambio, es un artículo de lujo.
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