Umberto Galimberti (Los mitos de nuestro tiempo)

EL PODER Y EL CONTROL DE LAS IDEAS

Si bien hoy <<nuestra teología es la economía>>, ese templo común que acoge a todos y del que los mercaderes no han sido expulsados, el poder, como sumo sacerdote de ese templo, no gobierna como un rey al que se debe absoluta abediencia, ni tampoco como un dictador con una policía secreta o con dogmas pedagógicos para adoctrinar a la juventud, ni tiene un programa político, ni un partido nacional, ni iglesia, credo, sacerdotes o Sagradas Escrituras.

En su encarnación económica el poder actúa a través de la difusión de sus ideas, y lo que mantiene unida a la civilización que nace de ellas no son las ideas de belleza, verdad, justicia, paz y convivencia de los pueblos, sino las ideas de comercio, propiedad, producto, intercambio, valor, ganancia, dinero, que de forma inconsciente gobiernan la vida del hombre occidental y, por imitación, del hombre de todo el mundo.
El que consigue apoderarse de este orden de ideas, deposita ya en el insconsciente colectivo, y sazonada con la seducción de la excesiva simplificación y de la simplicidad, tal como aparece en el estilo de la propaganda de las derechas en el mundo capitalista, ofrece paz mental sin fatiga mental, porque, como escribe Hillman:

                Las ideas simples o simplificadas más allá de lo que puedan serlo, parecen cómodas porque no crean problemas, porque se depositan tranquilamente en el lodo del fondo de la mente tras haber disuelto cualquier tensión y cualquier complicación, a pesar de la advertencia de Einstein: <<Todo debería ser tan sencillo como pueda serlo, pero no más>>.

Tratándose de una penetración inconsciente, con la que el poder condiciona hoy nuestra mente, sería el momento de que la psicología, la psiquiatría y el psicoanálisis se despertaran del profundo letargo en que están sumidos y comprendieran, que son las ideas disfuncionales del mundo de hoy las que necesitan nuestra atención psicológica, más que las heridas del niño interior del pasado. Por supuesto, los problemas siguen estando dentro de nuestra vida, pero nuestra vida es vivida dentro de los <<campos de poder>> que son, según Hillman, nuestras ciudades, con sus oficinas y sus jefes, sus fábricas y su producción, las finanzas y sus especuladores, los negocios y sus ganancias, lo coches en circulación y sus atascos, las montañas de desechos y su sintomático perfume.

Este sistema es colectivo y solo de forma secundanria individual, de modo que los sentimientos de fracaso, impotencia y frustación que asaltan a una persona pueden muy bien ser las angustias del alma colectiva que se refleja en el individuo. El pensamiento de los antiguos griegos no podía ni imaginar el alma del individuo separada del alma de la ciudad. Sería oportuno que la psicología recuperara esta antigua intuición y, saliendo del dormitorio de papá y mamá, empezase a curar las ideas, dis-funcionales que se extienden por nuestra sociedad y no solo a los portadores y a las víctimas de estas ideas. Si, observa Hillman, <<no es el individuo la causa de gran parte del sufrimiento más extendido, tampoco podrá ser el objeto de la cura>>.

Al poder que nos forja no con constricciones físicas o con limitaciones de la libertad, sino con ideas que hacen referencia a la seguridad (de los seguros a las cámaras de videovigilancia, de las puertas blindadas a las prisiones), al consumo (como disponibilidad, abudancia, opulencia, derroche, símbolo de estatus), a la pasividad (ante los medios de comunicación, encantados por el espectáculo, por la celebridad, por el éxito que desencadenan procesos imitativos con el más absuluto desconocimiento de la propia personalidad individual), al narcisismo individualista (con el más absoluto desinterés por la suerte de la colectividad, de modo que ni siquiera se llega a imaginar un futuro significativo), al poder que funciona con estas ideas simples, con el que se celebra solamente la inercia del espíritu, hay que contraponer, escribe Hillman, <<el poder de las ideas que no retroceden ante la visión imaginativa, ante el pensamiento arriesgado>>, ante la clarificación intelectual promovida por almas que buscan desesperadamente el poder de la mente para contraponerlo a la impotencia que sienten.

Fernando Pessoa (La educación del estoico)

Nuestro mal no reside en el individualismo, sino en la cualidad de ese individualismo. Y esa cualidad consiste en que éste sea estático en vez de dinámico. Se nos valora por lo que pensamos, no por lo que hacemos. Olvidamos que, por aquello que no hicimos, no fuimos; que la primera función de la vida es la acción, del mismo modo que el primer aspecto de las cosas es el movimiento.
Al conceder a aquello que pensamos la importancia de haberlo pensado, al tomarnos, cada uno de nosotros a sí mismo, no, como decía el griego, como medida de todas las cosas, sino como norma o modelo de ellas, creamos en nosotros, no una interpretación del universo, sino una crítica del universo -y, dado que no lo conocemos, no lo podemos criticar-, y los más débiles y desorientados de nosotros elevan esa crítica a una interpretación; pero una interpretación impuesta como una alucinación; no deducida, sino como una simple inducción. Es la alucinación propiamente dicha, pues la alucinación es la ilusión que parte de un hecho mal visto.
El hombre moderno, si es feliz, es pesimista.
Hay algo vil, de degradante, en esta transposición de nuestras penas a todo el universo; hay algo de sórdido egotismo en suponer que, o bien el universo está de nuestro interior, o bien somos una suerte de centro de síntesis, o símbolo, de él.
El hecho de que sufro puede ser, en efecto, un obstáculo para la existencia de un Creador integramente bueno, pero no demuestra la inexistencia de un Creador, ni la existencia de un Creador malo, ni siquiera la existencia de un Creador imparcial. Sólo demuestra que existe el mal en el mundo, cosa que no supone un descubrimiento, y que a nadie se le ha ocurrido negar todavía.
Conceder valor e importancia a nuestras sensaciones sólo porque son nuestras -esto lo hacemos consciente o inconscientemente-, esta vanidad hacía dentro, a la que llamamos tantas veces orgullo, como llamamos a nuestra verdad las verdades de todas las especies.
El conflicto que nos quema el alma. Antero lo expresó mejor que ningún otro poeta, porque tenía tanto sentimiento como inteligencia. Es el conflicto entre la necesidad emotiva de la creencia y la imposibilidad intelectual de creer.
Llegué, por fin, a estos breves preceptos, a la regla intelectual de la vida.
No me arrepiento de haber quemado todo el esbozo de mis obras. No tengo nada más que legar al mundo que esto.

* Fernando Pessoa (El banquero anarquista)
* Fernando Pessoa (El libro del desasosiego)
* Fernando Pessoa (Poemas de Alberto Caeiro)

Laurent Seksik (Los últimos días de Stefan Zweig)

Los tiempo habían cambiado. El mundo se había convertido en un mundo semejante al que había vivido el mismo Montaigne. Tierra dividida, la San Bartolomé eterna. Su propia existencia parecía tomar el mismo camino que la del francés: una vida de recluso, de fugitivo. La peste se había apoderado de Europa tal y como, en aquella época, había diezmado el Reino de Francia. La peste se había declarado en casa de Montaigne como había venido a llamar a su puerta en Kapuziberberg. Él había huido de Salzburgo como Montaigne lo había hecho de su castillo bordelés. El frances -bisnieto de Moshe Paçagon- había errado de ciudad en ciudad, rechazado e incomprendido, reivindicando su miedo a morir, su temor a la peste, repitiendo que quería vivir, preservarse. Él y Montaigne no eran héroes. Los separaban cuatrocientos años, una misma idea les obsesionaba: ser fieles a sí mismos -durante las masacres de San Bartolomé o durante los horrores de la Noche de los Cristales Rotos.
Se puso a leerlo con fervor. Y fue como si oyera la voz de un hermano murmurándole a la oreja: <<No te preocupes por la Humanidad que se está destruyendo, construye tu propio mundo>>. Una voz consoladora llena de sabiduría y de dulzura. Al acabar de leer el primer volumen, le vino una idea a la cabeza. Si no conseguía terminar su Balzac -Balzac estaba por encima de sus fuerzas, por encima de su talento-, ¿por qué no empezar una biografía de Montaigne?

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Esa mañana le había llegado una carta de amenaza, la tercera en diez días. <<Te hemos encontrado. Te vamos a matar, a ti y a tu perra judía>>. Esas palabras le horrorizaban. Sabía que Río era un nido de espías alemanes. Los hoteles rebosaban de agentes de la Gestapo. Unos días antes, los periódicos habían anunciado el asesinato de un exiliado. Habían encontrado a Arthur Wolfe, miembro del partido comunista alemán, en un muelle del puerto con una bala en la cabeza. La fotografía del cadáver había aparecido en primera página.
Habían dado también algunos nombres de personalidades relevantes que podían ser la siguientes víctimas. El periódico de la mañana confirmaba que él estaba en la lista. ¿Sería el siguiente? Lo habían encontrado aquí, al otro lado del mundo. Petrópolis tampoco estaba suficientemente lejos de Berlin. ¿Adónde tenía que huir? ¿Adentrarse en la jungla con las tribus del Amazonas? ¿Sería Hitler quien decidiera su destino hasta el final de sus días?
En la ciudad, alguien debió de reconocerlo y dar su dirección -tenía que desconfiar de todo el mundo. Creía ver al delator en todas las equinas. El panadero le daba los buenos días de una manera llena de insinuaciones, el vendedor le había dado guayabas en mal estado, uno de los empleados de correos, contratado recientemente, había insistido en que le diera su dirección exacta, el hermano de la gobernanta inspeccionaba los alrededores de la casa con el pretexto de venir a buscar a su hermana, la mujer del libreto le había preguntado por qué ya no se publicaban sus libros en alemán, el camarero del Café Elegant no le miraba nunca a la cara. ¿Conocían entonces todas sus costumbres? Un día, había visto a alguien que parecía vigilarle. En otra ocasión, un sonido de pasos le había seguido de camino a casa. Él había llegado a pararse y el ruido de los pasos también se habían interrumpido. No se giró. ¿A quién habría visto si se hubiera girado para mirar: a alguien de la región o a un tipo grande y rubio llevando una gabardina y sombrero de cuero? Ya se imaginaba apareciendo en la primera portada de los periódicos.
<<¡Han asesinado al autor de Brasil, país de futuro!>>
Pensaba en la foto que ilustraría el artículo. La visión de su propio cadáver le obsesionaba.
Cuando estaba en casa, no temía nada: siempre llevaba consigo un frasco de veronal. No lo cogerían vivo. No mutilarían su cuerpo. Se negaba rotundamente a dejar para la posteridad la foto de un rostro ensangrentado. El veronal haría su efecto rápidamente antes incluso de que los asesinos apuntaran contra él sus armas, con el primer crujido de la puerta. El veronal era la poción mágica para ellos, los perseguidos. El veronal era su último aliado. Walter Benjamin también tenía su frasco, y Ernst Weiss, Erwin Rieger y todos los anónimos, sus primos vieneses, sus amigos de Berlín, cuya última voluntad era no caer vivos en manos de los nazis. Se agarraba a esta ridícula victoria frente a la barbarie. Todos los exiliados hablaban entre ellos, sin explicitarlo, de ese frasco aliado, compañero de infortunios, objeto de liberación. El viaje del veronal.

Maquiavelo (El Príncipe)

A los hombre o bien se les gana con probendas o bien se les destruye.

Si se quiere conservar una ciudad que está acostumbrada a vivir libre, más vale gobernarla con apoyo de sus propios habitantes, y no de otra manera.

Los hombres hacen daño o por miedo o por odio.

Quien se apodere de un Estado tiene que hacer uso de todas las crueldades que estime necesarias y llevarlas a cabo todas de una vez para no tener que repetirlas continuamente.

Quien quiera comportarse como un hombre bueno, acabará sucunbiendo ante los que no lo son.

La prudencia consiste en saber reconocer la naturaleza de los inconvenientes, y elegir el menos perjudicial como bueno.

Prospera aquel que se adapta a los tiempos que corren, y de la misma manera, fracasa quien actúa a contracorriente.

Es mejor ser impetuoso que cauto.

Zymunt Bauman (Sobre la educación en un mundo líquido) Conversaciones con Ricardo Mazzeo

Casi todos vivimos sobrepasados por las preocupaciones que surgen de nuestras relaciones cotidianas con los jefes, los compañeros o los clientes, y casi todos nosotros cargamos con estas preocupaciones -las llevamos en nuestros ordenadores o en los teléfonos móviles- adonde quiera que vayamos. Y así nos siguen hasta el interior de nuestras casas, en nuestros paseos de fin de semana, en los hoteles donde pasamos las vacaciones. Nada nos separa de la oficina, a la que servios de modo incondicional, pues la tenemos siempre a tiro de una llamada de teléfono o de un mensaje de texto. Y dado que estamos perpetuamente conectados a la red de la oficina, no hay nada que nos sirva de excusa para no trabajar sábados y domingos, utilizados para aquel informe inacabado o el proyecto que debe estar listo para entregare el lunes. A las oficinas ya nunca llega la <<hora de cierre>>. La frontera, antes sacrosanta, que separa el hogar de la oficina, el tiempo de trabajo del <<tiempo libre>> o del <<tiempo para el ocio>>, ha desaparecido por completo, y todos y cada uno de los momentos de la vida se convierten en momentos en los que hay que estar eligiendo. Y es una elección grave, una elección dolorosa y a menudo fundamental, una elección entre la carrera y las obligaciones morales, entre los deberes profesionales y las demandas de todas aquellas personas que necesitan nuestro tiempo, compasión, cuidados, ayuda y socorro.
Es obvio que el mercado de consumo no va a resolver estos dilemas por nosotros, y tampoco los va a alejar ni anulará su carga. Y nosotros no esperamos que lo haga. Sin embargo, el mercado de consumo sí puede, y está ansioso por hacerlo, ayudarnos a mitigar o incluso hacer desaparecer las punzadas de una conciencia culpable. Y lo hace mediante los regalos que pone en oferta, dones preciosos y excitantes. Presentes que se pueden atisbar en las tiendas y en Internet, y que se pueden comprar y usar para conseguir que aquellas personas que buscan nuestro afecto sonrían y se alegren, aunque sólo sea por un breve momento. Se nos ha adiestrado para esperar que los regalos comprados en una tienda compensen a las personas por todas las horas de trato directo y de compañía que deberíamos haberles ofrecido, pero que no les hemos dado. Cuanto más caros sean los regalos, más grande será la compensación que quien los otorga espera ofrecer a quien los recibe y, en consecuencia, también será más fuerte su impacto aplacador y tanquilizador en la conciencia desasosegada de quien los ofrece.
Por consiguiente, ir de compras se convierte en una suerte de acto moral (y viceversa: un acto moral conduce a entrar en las tiendas). Vaciar la cartera de dinero y utilizar la tarjeta de crédito sustituyen la generosidad y el espíritu de sacrificio que requiere la responsabilidad moral hacia los otros. Por supuesto hay un efecto colateral. Pues cuando los mercados de consumo anuncian y proporcionan analgésicos morales mercantilizados, lo que hacen es facilitar, en vez de prevenir, la desaparición, el debilitamiento y el desmoronamiento de los vínculos entre los seres humanos. En vez de ayudar a las personas a enfrentarse a las fuerzas que son culpables de la destrucción de estos vínculos, lo que hacen es colaborar activamente en su extenuación y destrucción gradual.
Al igual que el dolor físico señala un problema orgánico e incita a pasar a la acción para aplicar un remedio urgente, los escrúpulos morales señalan los peligros que amenazan a los vínculos humanos. Y estos escrúpulos facilitarían reflexiones más profundas, y acciones más enérgicas y adecuadas, si no fuera porque se encuentran entibiados por los analgésicos y sedantes morales que proporciona el mercado. Nuestras intenciones de hacer el bien al prójimo han sido mercantilizadas. Y, sin embargo, la mayor responsabilidad no debe cargarse sobre el mercado de consumo, mucho menos atribuirle una responsabilidad solitaria por lo que ha sucedido. Ya sea de forma intencionada o por defecto, los mercados de consumo son <<cómplices>> del delito de haber causado la ruptura de los vínculos entre seres humanos: cómplices antes y después de que se haya cometido el delito.


Alain Finkielkraut (La humanidad perdida) Ensayo sobre el siglo XX

¿Y el hombre que cree en la superioridad intrínseca de las clases superiores? ¿El hombre que toma el orden convencional por un orden divino? El que confunde al personaje con la persona y que, viendo el más allá en el boato, experimenta un sentimiento de respeto religioso ante la ostentación de los nobles, la magnificencia de la Iglesia y la pompa del Poder. Este hombre es sin duda menos antipático que el bárbaro civilizado descrito y ridicularizado por Las Casas, Montaigne, Montesquieu y Lévi-Strauss, pues, es vez de excluir al Otro de lo humano, se excluye a sí mismo de la humanidad cabal: jamás, como diría Groucho Marx, aceptaría formar parte de un club que le admitiera como socio. Pero al margen de que estas dos actitudes puedan cohabitar perfectamente en el mismo individuo, un mecanismo idéntico opera en la humildad de los <<inferiores>> y en la altivez de los conquistadores. El primero en demostrarlo es Pascal: en una tierra abandonada por la voz divina, donde sólo resuena un <<silencio eterno>>, sólo mediante la virtud de la imaginación, ese <<maestro de error y de falsedad>>, las diferencias de rango entre hombres adquieren una dimensión metafísica. <<¿Quién otorga la fama? ¿Quién confiere el respeto y la veneración a las personas, a las obras, a las leyes, a los grandes si no esta facultad imaginativa? ¡Cuán insuficientes son todas las riquezas de la tierra sin su concurso!>>
Inscrito en el orden de las cosas cuando el mundo era un cosmos, el principio jerárquico se vincula al sortilegio y a la hipnosis a partir del momento en que el cielo deja de ser un techo protector. La presencia de lo sobrenatural ha dejado de ser un dato de la experiencia, compete ahora en exclusiva al ámbito de la ilusión. La evidencia se transforma en trampa: la manifestación terrestre de lo divino se convierte en una ficción grandiosa repleta de efectos especiales. Lo que sostiene el edificio social ya no es la fe, sino la credulidad. En suma, una vez el Todopoderoso ha abandonado el escenario, el espejismo sustituye al milagro, el imperio de la ilusión óptica reemplaza el Esplendor de la Verdad y la Divina Comedia se esfuma en beneficio de la gran comedia humana: <<Nuestros magistrados conocen perfectamente este misterio. Sus togas rojas, los mantos de armiño en lo que se envuelven, los palacios donde juzgan, las flores de lis, todo este augusto boato era muy necesario>>.
D este modo, Pascal, se empeña en no dejar que subsista nada, en la religión que profesa, de la fe en la esencia divina del orden social: <<El título mediante el cual poseéis vuestro bien no es un título de naturaleza, sino de creación humana>>, escribe sin reboso, pensando en los Grandes que podrían sentirse tentados a caer en la superstición de la que son objeto y de creerse realmente superiores al común de los hombres. Hay por supuesto diversas condiciones sociales pero la única condición humana, dice Pascal, que prosigue en estos despiadados términos la cura de desintoxicación de la aristocracia: <<vuestra alma y vuestro cuerpo son en sí mismos indiferentes al estado del banquero o al estado de duque; no hay ningún lazo natural que los vincule más a una condición que a otra>>.

* Alain Finkielkraut (La ingratitud) Conversaciones sobre nuestro tiempo
Alain Finkielkraut (Lo único exacto)

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