Byng-Chul Han (Sobre el poder)

PRÓLOGO

En relación con el concepto de «poder», sigue reinando el caos teórico. Frente a todo lo que el fenómeno tiene de obvio tenemos todo lo que el concepto tiene de oscuro. Para unos, poder significa opresión; para otros, es un elemento constructivo de la comunicación. Las respectivas nociones jurídica, política y sociológica de poder se contraponen irreconciliablemente. El poder se asocia tanto con la libertad como con la coerción. Para unos, se basa en la acción común; guarda relación con la lucha. Unos lo separan radicalmente de la violencia mientras que, según otros, esta no es sino una forma intensificada de poder. Ora se asocia con el derecho, ora con la arbitrariedad.

En vista de esta confusión teórica, hay que hallar un concepto dinámico de poder capaz de unificar en sí mismo las nociones divergentes respecto a él. Lo que hay que formular es, por lo tanto, una forma fundamental de poder que, mediante la reubicación de elementos estructurales internos, genere diversas formas de manifestarse. Este libro se orienta siguiendo esta norma teórica. Con ello, hay que quitarle al poder al menos esa fuerza que se basa en el hecho de que en realidad no se sabe exactamente en qué consiste.
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Hannah Arendt es muy consciente de la espacialidad del poder cuando escribe: «Poder es lo que nunca sale de los cañones de los fusiles». Con la angostura del cañón de un fusil no se corresponde ningún espacio. En el fondo, es un espacio muy solitario. Por el contrario, la legitimación a cargo de otros crea espacio y genera poder. En consecuencia, la expresión «poder sin violencia» no sería una oxímoron, sino un pleonasmo. Arendt pone el poder en función de la convivencia en cuanto tal:

El poder surge siempre que los hombres se juntan y operan en común. Su legitimidad no se basa en las finalidades y los objetivos que un grupo se plantea en cada caso, sino que surge del origen del poder, que coincide con la fundamentación del grupo.

Para Arendt el poder es un fenómeno de la continuidad. Lo político presupone una continuidad de la acción.

El concepto de «espacio de aparición» de Hannah Arendt expresa el carácter espacial del poder. Según Arendt, la polis es el «espacio intermedio», el «espacio de aparición» «que destella un espacio intermedio siempre que los hombres están juntos actuando y hablando», un espacio de convivencia que «surge cuando los hombres aparecen unos ante otros y en el que no sólo están presentes al igual que otras cosas animadas o inanimadas, sino que aparecen expresamente». El espacio de aparición es un espacio que se aclara y despeja actuando y hablando en convivencia. Arendt unifica inmediatamente el poder y el espacio de aparición:

Poder es lo que hace existir y mantiene en la existencia el ámbito público, el potencial espacio de aparición entre sujetos que actúan y hablan.

El poder es la luz que hace perceptible aquel espacio político donde se produce el actuar y el hablar en convivencia. Arendt emplea el término «poder» de manera muy enfática y positiva. Así, habla del «esplendor que es propio del poder, el poder sirve al aparecer y al aparentar mismos», o de la «claridad de lo público blindada por el poder». Aparecer es más que existir. Es un operar en sentido enfático. Solo el poder, más allá de la «sensación de vida» genera una «sensación de realidad».

Habermas no puede sino aplaudir este concepto de poder que ciertamente cabe llamar «comunicativo». Citando a Arendt, Habermas eleva la creación comunicativa de una voluntad común a fenómeno fundamental del poder:

Hannah Arendt parte de un modelo de acción distinto, de un modelo comunicativo de acción: «El poder surge no solo de la capacidad que tienen os hombres para actuar o hacer cosas, sino también para concertarse con los demás y actuar de acuerdo con ellos». El fenómeno fundamental del poder no es la instrumentación de una voluntad ajena para los propios fines, sino la formación de una voluntad común en una comunicación orientada al entendimiento.

El poder surge del espacio intermedio: «El poder no lo posee nadie en realidad, surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece cuando se dispersan otra vez».

La teoría del poder de Arendt comienza, de hecho, en un nivel muy formal. El poder libera el espacio de aparición, es más, la sensación de realidad. Hay poder allí donde los hombres actúan juntos. Lo político se basa en este actuar conjunto generador de poder. Este concepto de poder bastante formal o abstracto tiene sin duda su encanto propio. Pero la pregunta es si el poder se puede reducir, de hecho, al actuar conjunto en cuanto a tal, o si tiene que agragarse algo para que el espacio de aparición llegue a ser espacio de poder.

Siguiendo consecuentemente el modelo comunicativo de poder, la forma suprema del poder sería una armonía perfecta en la que todos se fusionaran en una acción común. Pero la definición que Arendt da de la forma extrema de poder dice algo distinto:

El caso extremo del poder viene dado con la constelación de todos contra uno. El caso extremo de la violencia viene dado con la constelación de uno contra todos.

José María Álvarez (La insoportable levedad de la libertad)

Somos, como dice el tango de Discépolo, "disfrazaos sin carnaval". A la quizá altruista pero desde luego poco sagaz pregunta, tan frecuentada: ¿Escribir después de Auschwits? o de los Gulags, o de cualquiera de los horrores de nuestra última época, el verdadero artista hubiera dicho: sí. O ni se hubiera planteado la pregunta. Porque hasta en los campos de exterminio comunistas o en los sótanos de la gestapo, podía soñar un verso, o hasta allí, un verso podía consolarlo. Pero lo que sostenía ese verso, o esa música, el sueño de pertenecer a una cadena, cuyo pasado y futuro le daban sentido, eso se ha roto. El artista siente que no tiene "después", que le han robado el "antes".

Y a la aniquilación de ese Después y de ese Antes, ha sido gran parte de la misma intelectualidad del último siglo, sobre todo, quien se ha aprestado a movilizarse; casi siempre los políticos se han limitado a seguir los dictados de sesudos intelectuales, los diktak de quienes han traicionado la Cultura, quienes decidieron que la cultura tenía que "servir" en el más inmediato de los sentidos al hombre en su vida social. Y con el agravante de que sus exhortaciones han sido para un servicio que repetida y inexorablemente ha llevado a las sociedades a su aniquilamiento económico y social.

La "traición" de los intelectuales, usando la palabra con que ya la denunció Benda hace muchos años, la renuncia a principios universales, la rebaja del Arte a lo inmediato, su servidumbre innoble de ideas políticas también de inmediata aplicación, su municionamiento a nacionalismos y tiranías, su servicio y conversión de la zafiedad de la cabeza media social. Y a esa traición sucumbieron y se sumaron universidades y gobiernos; se infiltró como una larva en todas las articulaciones, músculos y tendones del mundo cultural, todo ello servido con gusto por los medios de comunicación, donde esa intelectualidad se aposentó como en un tribunal.

Se pretendió -y sin duda se ha conseguido- unir el discurso social, político, de instituciones, de sistemas de gobierno, de luchas tribales, de libertades públicas o de respaldo de poderes criminales, con el discurso de la Cultura. Se decidió que eran inseparables. Y el mayor error: se imaginó que la Cultura florecería precisamente en las mejores -igualitarias, intervenidas- situaciones sociales. Y, derivado de esto, que si por el contrario, la Cultura había florecido en las más dramáticas e indeseables situaciones, es que ese Arte no era bueno, no era conveniente, no salvaba, no debía persistir, puesto que no servía favorablemente a la vida de la sociedad.

La negación de esa Cultura superior, ha llevado a la hecatombe del Multiculturalismo. Tan peligroso, o acaso más, que los nacionalismos, porque degrada aún más la Cultura. Ya no se trataba solamente de la reducción cultural a toscas tradiciones y lenguas, sino de la condena de aquellas formas culturales universales, que lo eran por su altura de contenido y miras, por la complejidad de su alma. A donde pudo llegar Shakespeare, y Virgilio o Tácito o Platón o Li Pao, ya no eran las metas y la única patria del creador, sino que quedaban reducidos a un escritor inglés del siglo XVI-XVII, unos romanos hijos de una sociedad esclavista, un griego casi incomprensible o un chino viviendo de las gabelas del poder en una dinastía determinada, y para qué seguir; pero por qué más considerables que un quechua que narra en su lengua problemas que le afecten directamente; ¿Por qué la IXª de Beethoven sería más importante para mi desarrollo hoy y aquí que las canciones de mi tribu? Cada uno tenemos nuestra cultura en vez de tender a una Superior donde se almacena lo más grande que ha creado el hombre y que es referencia universal.

[...] En vez de traicionar cada uno a su patria pequeña en pos de un mundo superior, en vez de comprender que la Cultura es la suma de lo mejor venga de donde venga, constituyendo un canon de validez universal- y junto a ella el olvido de lo que es inferior-, nos volvemos más patriotas que nunca aunque lo sea del tam tam. Como es lógico, había que perseguir lo que se oponía a esa reducción, y a ello se han prestado entusiasmados intelectuales de todos los países -la mayoría, no estoy muy seguro de que movidos por nobles sentimientos- y la Enseñanza, en casi todos los lugares. Aislar a los individuos, a los que no aman esa pequeña patria, a los que rezuman cosmopolitismo.

Ese multiculturalismo no sólo ha degradado la Cultura, no sólo ha ayudado a que vaya instalándose la amnesia generalizada sobre todo aquello que no sea la vaciedad de su discurso, no sólo la dinamitado las jerarquías culturales y su universalidad, sino que ha revitalizado tradiciones que ya creíamos desaparecidas y cuya barbarie imaginábamos, formas de pensamiento primitivas, crueles, pero que hoy se atreven a presentarse con los mismos derechos que la Cultura superior que las hubiera desarraigado: quiero decir; pueden exhibirse con los mismos derechos una legislación tribal y cruenta, que el Derecho Romano, o la ablación del clítoris de algunas culturas inferiores junto a las libertades occidentales conquistadas tras miles de años, el salvajismo de esta o aquella primitiva comunidad junto a la tradición del parlamento Británico.  

José Luis Pardo (Estudios del malestar) Políticas de la autenticidad en las sociedades contemporáneas

Si el comunismo, al menos filosóficamente, era hegemónico entre los intelectuales de las democracias liberales, ¿qué decir de España, que hasta la muerte del dictador se encontraba históricamente congelada en la escena anterior a la Segunda Guerra Mundial -la contienda entre fascismo y comunismo-, y era un país en el cual el comunismo empírico era la única plataforma real de lucha cotidiana contra el franquismo y, por tanto, la que más sacrificios hacía en ese combate? El grueso de los intelectuales españoles (sobre todo los que residian en España, incluidos los pocos franquistas dedicados al trabajo intelectual), en la tradición de Ortega y Gasset, miraba la democracia por encima del hombro y pensaba en el <<Estado del bienestar>> como una grosera añagaza para engatusar al pueblo. Tenían aspiraciones más altas que las de una corrupta democracia parlamentaria, aspiraciones que quizá no satisfacía la situación real de la Unión Soviética y sus aliados políticos, pero que desde luego iban en la dirección de esa historia de la humanidad dotada de un argumento que se dirigía, en definitiva, a liberar a los hombres del yugo del Estado al mismo tiempo que de las garras del Capital. Y también sucedía algo similar con una buena parte de los intelectuales de otros países del sur de Europa que habían sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, de los cuales Jean-Paul Sartre era el emblema indiscutible, aunque ellos vivían en democracias liberales muy desarrolladas y disfrutaban de un avanzado Estado del bienestar y de una notable sociedad de consumo.

Sartre se había criado en el vagón de primera clase y sólo una breve temporada viajó en tercera durante la ocupación de Francia; era hijo de un oficial de la marina, alumno del Instituto Henri IV y de la École Normale Supérieure y llevaba el Premio Nobel en su ADN por parte materna, pero en la obra de la Historia mundial tenía el papel de hombre arriesgado, valeroso y comprometido, <<víctima>> del flagelo imperialista, y disfrutaba de lo lindo diciendo que tenía las manos metidas en el lodazal de la historia hasta los codos -o sea, que estaba comprometido-, al menos tanto como Hegel enarbolaba ante su refinado público la maloliente <<masa concreta del mal>>. El papel de <<alma bella>>, irresponsable y sin compromiso, y por lo tanto de intelectual inauténtico, se lo había reservado Sartre a su rival Albert Camus, que a pesar de haber crecido en Argel sin agua corriente ni electricidad y de haberse jugado el tipo contra los nazis, había cometido a sus ojos un crimen imperdonable: sus libros no eran malos ni falsos, pero tenían un defecto aún peor, y es que complacían a algunos lectores de derechas. Un reproche al que Camus respondió algo que Sartre no podía siquiera concebir: <<si la derecha tuviera la verdad, yo me haría de derechas>>.

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La politización del Arte no se ha materializado exclusivamente ni principalmente mediante el <<acercamiento>> de las artes a un público masivo convertido en consumidor experto por la educación gratuita, ni tampoco por su absoluta disolución en la vida cotidiana (que eran, probablemente, el tipo de cosas en las que pensaba Benjamin cuando creó esta fórmula). Esto lo sabemos por las constantes quejas de <<falta de público>> de los artistas contemporáneos, a pesar de las políticas de multiplicación geográfica de centros de arte actual y de la proliferación de <<casas de la cultura>> regionales y municipales para su exhibición. Pero, no obstante, si hoy escuchamos el discurso de muchos artistas en activo, notaremos que sus obras se pretenden directamente políticas desde su primera intención hasta la última, bien sea en su ambición  de denunciar la barbarie del capitalismo internacional, la intolerable situación de los inmigrantes y refugiados, la discriminación racial o sexual, la sobreexposición de la economía sumergida o las deficiencias de una ilustración ilusoria, o bien en su programática aspiración a arbitrar nuevas formas de intervención y de participación política o a generar relaciones sociales que desborden subversivamente los marcos institucionales establecidos; unas ambiciones y unos programas que llevan la huella retórica del <<comunismo>> con el que Benjamin identificaba la <<politización del arte>>, aunque sólo sea por su constante recurso a <<lo común>> -que no conciben como la condición del pacto social, sino como el fundamento de una comunidad tan auténtica que hace innecesario el pacto-, que corre paralelo a su desprecio hacia <<lo político>> (aunque que sea de lo público de lo que en buena medida han dependido hasta ahora en algunos países para el sostenimiento material de ese mismo discurso).

El artista contemporáneo, pues no quiere <<espantar al público>> sino tan sólo, como el vanguardista, incomodar al (Estado) burgués, que para su desgracia suele ser quien le sostiene económicamente e institucionalmente, pero al que el artista no reconoce la capacidad para legitimar sus obras. Por el contrario, necesita enojar al burgués para así convocar a su público auténtico, el <<pueblo>> que el Estado burgués ha inhibido, la comunidad a la que el arte proporcionaba sentido antes de que la modernidad inventase el <<Arte>>. Un pueblo que ya/aún no existe (y de ahí la incurable falta de público del arte contemporáneo) pero que debe ser inventado y al que las obras posvanguardistas deben hacer un hueco dejando en blanco, como Duchamp, el sentido de sus acciones.

* José Luis Pardo (Estética de lo peor)

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