Éric Sadin (Hacer disidencia) Una política de nosotros mismos

GRANDEZA Y LÍMITES DE LA CRÍTICA AL CAPITALISMO

Si los amontonásemos uno sobre otro, llegaría de la Tierra a la Luna. Desde hacía mucho tiempo su producción era abundante, pero se intensificó notablemente a comienzos de los años 2000. En aquel momento, cierto pensamiento crítico empezó a virar hacía un régimen completamente distinto y proliferó la literatura anticapitalista. No había día en que no descubriéramos un montón de nuevas publicaciones, al tiempo que nacían, principalmente en Europa y en América del Norte y del Sur, nuevas editoriales dedicadas a estos temas. El anticapitalismo adquiría una dimensión libresca desconocida hasta entonces. No era un simple azar, por supuesto, sino el resultado de un conjunto de factores que favorecieron esos fenómenos. Era el supuesto advenimiento del «fin de la historia», tras la caída del muro de Berlín en 1989. El mundo llamado «libre» había ganado la batalla al comunismo autoritario; era el momento de un capitalismo radiante, que se extendía sin obstáculos por toda la superficie de una Tierra que se había vuelto «plana». Y era mucho más plana, o «lisa», porque se organizaba una red global que, según se decía, uniría a los individuos, pero sobre todo haría surgir una «nueva economía» basada en la circulación ininterrumpida de informaciones, de capitales y de lógicas de innovación que pretendían facilitar los intercambios directos y suprimir todos los organismos intermediarios. Era, al aproximarse el año 2000 y los fuegos artificiales que se anunciaban grandiosos, el tiempo de un comercio sin límites, destinado a reconciliar a las naciones y del que todos podían obtener el mayor beneficio en pie de igualdad.

[...] Se publicaron montañas de libros, de calidad desigual. Analizaban los efectos perversos de una competencia económica que operaba ya a escala global, la generalización de una gestión empresarial implacable, la constitución de gigantescos grupos que imponían sus leyes y empleaban métodos sofisticados de lobbying, el desmantelamiento de los servicios públicos y de los mecanismo de solidaridad y el apoyo al sostenimiento de este movimiento por parte de organizaciones internacionales recién constituidas. Todos estos textos llenaban los estantes de las librerías: los comentaban los lectores, y algunos medios, en las universidades. La crítica al capitalismo se había convertido casi en una disciplina de pleno derecho, con sus coloquios, sus encuentros informales y también sus gurús. Al principio Viviana Forrester y su libro inaugural El Horror económico, publicado en 1996, Noam Chomsky, Naomi Klein, Alain Badiou, Toni Negri y Giorgio Agamben, antes de que aparecieran, en un segundo momento, Slavoj Žižek, David Graeber, Mark Fisher o Frédéric Lordon, entre otros. Pero no se trataba únicamente de un fenómeno intelectual, en la medida en que estaba en consonancia con muchas experiencias diarias individuales y colectivas, hasta que, mucho más tarde, la crisis del COVID vino a confirmar la agudeza de muchas de estas posturas.

[...] Vista la rapidez de los cambios que se están produciendo, propiciados sobre todo por descarnadas potencias técnico-económicas, debemos ser plenamente de nuestro tiempo. No para estar a la última moda, sino para tratar de captar los decisivos desafíos contemporáneos en el momento en que se forman y abordarlos seriamente. Y lo que podemos decir es que todos estos trabajos bibliográficos, en los albores de los años 2000, ignoraron por completo el principal problema de la época: la aparición de un continente que iba a modificar a gran velocidad las reglas de la producción de valor, de los intercambios comerciales, de las lógicas de destrucción creadora, de las relaciones habituales entre economía y Estados... A causa de una ruptura histórica: la aparición de Internet y del proceso de digitalización de la sociedad, que pronto sería total. Hechos de repercusiones incalculables, que habían sido entonces ostensiblemente ignorados, mientras se mantenían esquemas de pensamiento que estaban desconectados de una realidad que se estaba creando, y que a sus espaldas se habían vuelto repentinamente inoperantes o habían envejecido seriamente. En este sentido, en el actual siglo XXI ya bastante avanzado, el papel de un intelectual debería consistir no tanto en instruir a las masas, hasta el punto de transmitirles la buena nueva desde su torre de marfil, como en comprender los fenómenos que se están gestando, para hacer sonar la alarma en caso de necesidad con argumentos y conciencia. De ahí que, más que desear doblegar quiméricamente la realidad a su visión, es más oportuno afirmar, como dice Arthur Rimbaud, que «hay que ser vidente, hacerse videntes». Walter Benjamin que, muy a pesar suyo, sabía mucho de hechos decisivos ocurridos casi sin avisar, también afirmaba: «La videncia es la visión de lo que se está gestando: percibir exactamente lo que ocurre en el mismo instante en más decisivo que conocer el futuro lejano por adelantado».

No fue hasta mucho más tarde, a mediados de la década de 2010, cuando surgió una crítica de la industria digital. Sin embargo, esta crítica se centraba mayoritariamente en cuestiones sin duda importantes, pero no esenciales. Se empezó a denunciar la astucia de las grandes corporaciones para organizar hábiles montajes con la finalidad de eludir el pago de impuestos en los países donde operaban, las lógicas de innovación muy perturbadoras para muchas profesiones o el saqueo de datos personales. O a atacar recientemente al 5G, que en realidad es un hecho menor, pero que cristaliza ahora todo rechazo, aunque, excepto la mayor velocidad de transferencia de datos y la posible intensificación de las ondas electromagnéticas, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Por qué no se produjo la misma reacción cuando se introdujo el 4G a principios de la década de 2010, en el momento del auge de los smartphones y el consiguiente crecimiento de la economía de los datos y de las plataformas? Como si para ver formas de movilización hubiera hecho falta llegar a la «plataforma 5», que no es más que la continuidad de un movimiento iniciado hace años y que se ha ido consolidando. Podríamos incluir estos comportamientos en la categoría de «histérisis», que es el principio por el cual una causa produce un efecto retardado en el tiempo cuando las coordenadas iniciales que lo produjeron ya casi han desaparecido, o han adquirido tal dimensión que ha modificado la naturaleza del fenómeno con el que se ha metamorfoseado y ha sido sustituido por otro, más decisivo, que no llegamos a percibir, porque seguimos fijados a representaciones ya obsoletas que nos impiden ver lo que tenemos delante. Como Shoshana Zuboff, por ejemplo, que cree descubrir un «capitalismo de vigilancia», según un esquema que se remonta a los años 2000. El que había puesto frente a frente, por un lado, instancias que pretendían construir dispositivos panópticos masivos pero imperceptibles y, por otro, personas sometidas a un nuevo tipo de procedimientos de control que, por una serie de razones, se han debilitado. Nuestro tiempo, en contra de la creencia popular, ya no es el de una vigilancia digital generalizada, sino el de un modelo técnico-económico civilizacional que pretende dirigir los comportamientos, en buena parte con nuestro consentimiento, a fin de instaurar una mercantilización total de nuestras vidas y una hiperoptimización a la larga de todos los sectores de la sociedad. 

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