Norberto Bobbio (El problema de la guerra y las vías de la paz)

Pacifismo finalista

El pacifismo institucional va más allá, como hemos visto, del pacifismo instrumental, en la búsqueda de las condiciones adecuadas para establecer una paz duradera pero también tiene sus límites. Son límites que hacen pensar inmediatamente en la antigua consideración de que las instituciones están hechas por los hombres y no éstos por las instituciones. La vía del pacifismo jurídico lleva a la paz a través del Superestado: pero si se llegara a éste no con el método democrático, o sea través de negociaciones entre gobiernos y sobre la base del acuerdo de los pueblos, sino mediante la conquista de todos los Estados de la tierra por parte de un solo Estado, y en consecuencia el Estado universal fuera no una federación sino un imperio, ¿la paz así alcanzada sería una solución con que contentarse? La vía del pacifismo social lleva a la paz a través de la destrucción y la sustitución del Estado, al que es esencial el ejercicio de la fuerza para mantener una sociedad sin coacción; pero ¿ésta no necesita, para sobrevivir, de una transformación radical del hombre? ¿En tal momento, el pacifismo institucional no desemboca en el pacifismo finalista para el que la verdadera paz es la que se obtiene actuando no sobre las instituciones, sino sobre los hombres? En buena parte, ¿las dos soluciones institucionales no nos inducen a pensar que la reforma de las instituciones no es una garantía absoluta para la instauración de la paz, si ésta no va acompañada por una reforma de los hombres? Quienes no creen poder dar respuesta afirmativa a esta pregunta sostienen que se debe dar aún un paso más en la búsqueda de las causas de la guerra y sus consiguientes remedios y fijan su mirada no sólo en los medios o en las instituciones sino directamente en el hombre. ¿La guerra no la hacen los hombres, al fin y al cabo? Y si son ellos quienes la hace, ¿no habrá que buscar el remedio que la resuelva, suponiendo que exista, en la naturaleza misma del hombre, o sea en las motivaciones que impulsan a los grupos sociales a usar, en determinadas situaciones, la violencia unos contra otros?

Si estas motivaciones consistieran en la necesidad o en el interés, las guerras deberían cesar cuando los hombres se convencieran de que las guerras ya no sirven para satisfacer necesidades ni intereses. En esta concepción utilitarista de la guerra se había confiado, en el pasado siglo, los positivistas, los evolucionistas y en general todos los que habían vaticinado la desaparición gradual de las guerras (pacifismo pasivo). En realidad, hace tiempo que las guerras no sirven ya ni para un fin ni para otro. ¿Por qué, a pesar de ello, las guerras —y guerras cada vez más terribles— siguen estallando? Es evidente —responden los pacifistas de la última posición citada— que la razón es más profunda. También aquí hay dos modos de dar una respuesta a la búsqueda de esta razón más profunda. Son dos respuestas antitéticas e inconciliables, porque se inspiran en dos concepciones metafísicas opuestas, en dos modos tradicionales recurrentes y contrapuestos de considerar la naturaleza del hombre que, sólo a los efectos de entendernos, denominaremos espiritualismo o materialismo. 

La primera respuesta corresponde a quienes vinculan la guerra con la naturaleza humana considerada desde el punto de vista ético-religioso; la segunda a quienes consideran la naturaleza humana desde un punto de vista biológico. Para los primeros, la razón profunda —verdaderamente última— de la guerra debe buscarse en un defecto moral del hombre, ya sea que esta deficiencia moral se refiera a un hecho de la historia religiosa de la humanidad (el pecado original) o se explique a través de los modelos conceptuales de una ética naturalista o racionalista (el dominio de las pasiones, el contraste entre razón y voluntad, libertad y arbitrio, la inspiración del bien y la inclinación al mal, la disciplina de la ley moral en que consiste la grandeza del hombre y la facultad de infringirla en que consiste su miseria). Para los segundos, la razón profunda hay que buscarla en cambio en una característica de su naturaleza instintiva, en un haz de tendencias, instintos o impulsos primigenios, en las relaciones que tale tendencias, instintos o impulsos provocan en los grupos humanos amenazados de exterminio por la naturaleza hostil o por otro grupo rival. Sobre este aspecto del problema se ha detenido de modo particular el psicoanálisis que se ha dedicado a estudiar, de modo cada vez más intenso en los últimos años, la relación entre el fenómeno de la guerra y la conciencia y la subconsciencia humana. Por una parte, la guerra como consecuencia de un mal moral, por el otro la guerra como consecuencia de una situación explicable en términos psicológicos y sociológicos. 

De estas dos concepciones del hombre descienden dos modos opuestos de encaminar a los hombres hacia vías de la paz. Para los que sostienen el primer punto de vista, la tarea corresponde a los médicos del alma, a los sacerdotes, a los moralistas, a los filósofos que atribuyen a la filosofía una función parenetica, a los misioneros, a los profetas de las crisis y del advenimiento y a los reformadores de costumbre; para quien sostiene el segundo punto de vista, la tarea corresponde a los médicos del cuerpo y de la mente, estudioso de las ciencias humanas, ya sean biólogos, psicólogos, sociólogos o antropólogos, a los médicos, a los psiquiatras y a los psicoanalistas. Para los primeros, el problema de la guerra y de la paz es un problema de conversión; para los segundos, suponiendo que sea soluble, de curación. Los primeros confían en la pedagogía, o sea en una tarea de persuasión, los segundos en una terapia, es decir, en un tratamiento. ¿Durante cuánto tiempo han creído los hombres que la peste era el efecto de acciones malvadas, y en última instancia la manifestación de la cólera divina, y han intentado combatirla con prédicas, con obras de mortificación y expiación antes que con la vacunación obligatoria? ¿Y si la guerra también fuese no tanto un mal, en el sentido moral de la palabra, cuanto una enfermedad? ¿Tendríamos que seguir confiando aún en la obra de las Iglesias antes que en la de las clínicas? ¿Dónde se combate mejor la batalla para liberar al hombre de la violencia, en el púlpito o en el laboratorio?

Personalmente no me encuentro en condiciones de tomar partido ante esta alternativa. No sé si existe alguien, hoy en día, en condiciones de hacerlo. Probablemente no se trate siquiera de una alternativa. Quien quiera atenerse a los hechos, se debe limitar a reconocer, aunque con las debidas precauciones, lo siguiente: hoy el movimiento contra la guerra como mal moral tiene sus sostenedores y sus representantes en los objetores de conciencia. La práctica de la objección de conciencia es un testimonio real de la conquista de la paz a través de una reforma moral, una especie de prefiguración de una humanidad liberada de la guerra por razones religiosas o morales. Por lo que se refiere al otro camino, no tenemos hasta ahora más que hipótesis en debate, de las que se espera confirmación, y propuestas de las que se espera un comienzo de realización. 

2 comentarios:

Xavier Aparici Gisbert dijo...

Interesante reflexión. Pienso que, actualmente, la concepción reaccionaria nacionalista de la sociedad prospera, sobre todo, por la vía de la incoherencia de las políticas hegemónicas actuales -supuestamente ilustradas y defensoras de los DDHH- que están -en la práctica y en sus efectos- supeditadas a la lógica inhumana, anti comunitaria y ecocida del denominado Neoliberalismo y su modelo de Globalización. Hay explicaciones culturales, sociológicas y psicológicas, pero entiendo que, principalmente, lo que alimenta esa deriva es que la instrumentación partitocrática de los sistemas democráticos ha traído una enorme corrupción y mediocridad a la política.
La denominación de "populismos" a las formas regresivas nacionalistas es hipócrita pues, al menos en los países occidentales, las propuestas políticas tanto de los partidos "progresistas" como de los "conservadores" llevan haciendo uso de las mismas estratagemas y estrategias que definen peyorativamente los populismos.
Nada de cumplir con los derechos humanos y con los fines sociales de los estados determinados constitucionalmente; nada de regular los excesos y los defectos de las élites de poder profundizando las gobernanzas democráticas... Y, así, prosperan las peligrosas llamadas al orden y a la virtud de la nación orgánica y virtuosa, que por fantasiosas que sean, sirven de válvula de escape a los colectivos más vulnerados, que desde las últimas décadas, son ya legión.

joaquin rabassa dijo...

Gracias por los comentarios. Un saludo.

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