Rémi Brague (Manicomio de verdades) Remedios medievales para la era moderna

LIBERTAD Y CREACIÓN

Nuestra presencia entre los seres naturales se puede comparar a la de una especie de extraterrestres, al estar dotados de una propiedad que no compartimos con ningún otro ser terrenal: la libertad. La libertad es lo que distingue al hombre como ser vivo racional. De ahí la importancia de que tengamos una idea más clara de su origen y significado. En un artículo anterior, traté de exhumar las raíces de la idea occidental de libertad que yacen en la Biblia. Permítanme abordarlo ahora desde un punto de vista más filosófico, complementado así «Jerusalén» con «Atenas», pero sin abandonar por completo los límites de la primera ciudad. Primero bosquejaré la confusión actual que nos genera la libertad, para pasar a recopilar varios usos del adjetivo «libre». Por último, examinaré la forma en que una visión completa de la libertad debería sintetizar muchos de esos usos. 

La confusión actual respecto a la libertad

Es preciso que acometamos ahora la tarea de arrojar algo de luz sobre la idea de libertad, porque presenciamos una gran confusión acerca de este tema en la actualidad. 

Cuando éramos muchachos, espetábamos un «haré lo que quiera» a nuestros padres y profesores. Ahora, tras haber recuperado la compostura, nos damos cuenta de que aquella era una empresa bastante difícil... porque, la mayoría de las veces, en lugar de hacer, nos hacen, y hacemos lo que otro agente quiere que hagamos. Quién o qué exactamente quiere que hagamos las cosas puede variar: la tradición, la costumbre, la publicidad, la presión social, los medios de comunicación, etcétera. Caemos en la cuenta de que nuestros padres, maestros y todo tipo de autoridades visibles desempeñan un papel mucho menor en la formación de nuestras opiniones que todos esos agentes menos visibles y más insidiosos. La presión más eficaz no es la tiranía externa, que solo puede ganar seguidores externos y recibir promesas de lealtad emitidas con la boca pequeña. Es un «poder blando» que, en cierto modo, compra nuestra voluntad de obedecer.

En mi país — y en otros, como España— cuando un taxi recorre las calles en busca de clientes, lleva un letrero luminoso que dice que está «libre». Muchos de nuestros coetáneos toman este taxi «libre» como modelo de lo que significa «ser libre»; esto es, estar vacío y a disposición de cualquiera que pueda pagar, y no ir a ningún sitio en particular. La misma ambigüedad puede observarse no solo en el caso del estático concepto de libertad, sino también en el de la noción dinámica de «liberación». Tomemos por ejemplo la «liberación de la sexualidad», frase que se supone que resume la evolución de las costumbres occidentales, especialmente en los años sesenta. Cuando la escucho, no puedo evitar pensar inmediatamente en la «liberación» de la energía nuclear y las consecuencias que acarrea, tanto positivas como negativas. El título de la serie de televisión Sexo en Nueva York me suena como el «Proyecto Manhattan». 

En el ámbito político, estamos orgullosos de nuestras instituciones libres y tenemos derecho a sentirnos así. Garantizan la implantación social y política de la autonomía de pensamiento y acción. Pero la mayoría de las veces —tengo la corazonada de que cada vez con más contundencia— se entiende como sistemas que permiten a cada individuo dar rienda suelta a sus pasiones, algo que suele entrañar tener todas las papeletas para obtener la libertad de ser esclavos. Esto me recuerda la paradójica expresión de Rousseau de que debemos, en ciertos casos, obligar a las personas a ser libres. Una fórmula terriblemente peligrosa, ya que es fácil imaginar cómo esta bien intencionada restricción podría fácilmente adquirir tintes tiránicos. En cualquier caso, las democracias occidentales están convirtiendo lo contrario a esta postura autoritaria en el principio rectos de nuestras sociedades; esto es, permitir que cada individuo viva el tipo de vida en el que no ofrece resistencia alguna a los estímulos de los antojos.

Lo que confundimos con la libertad es, en tales casos, una docilidad absoluta, una total entrega a aquello que nos gobierna, de modo que no sentimos ninguna reticencia a ceder. Spinoza ya desenmascaró tal parodia de libertad al decir que el borracho cree que es libre para beber, el parlanchín cree que es libre para chismorrear, y así sucesivamente, de la misma manera que una piedra dotada de conciencia se sentiría libre de caer.

Aquí tenemos que prestar atención a la severa enseñanza de Kant: ser esclavo de nuestras pasiones, ceder a nuestra naturaleza, es, según él, «patológico», y darle rienda suelta difícilmente puede llamarse libertad, sino lo contrario, atadura.

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¿Son la civilización y la barbarie realmente antagónicas?

Puede que enfrentar civilización y barbarie sea una forma demasiado contundente de manejar el problema. ¿Puede demasiada civilización provocar barbarie? ¿Existe una dialéctica de la civilización, análoga a la conocida «Dialéctica de la Ilustración» de Adorno y Horkheimer? Vico ya habló de la «barbarie de la reflexión».

Permítame poner el ejemplo de otro italiano, el gran erudito clásico y poeta lírico Giacomo Leopardi. Leopardi sostiene que la barbarie es una condición de la civilización, primero porque precede a la civilización en el tiempo, y segundo porque el trabajo de unos hace posible el lujo de otros. La civilización extrema acarrea una barbarie extrema. Los pueblos bárbaros vencen a los civilizados porque estos últimos están llenos de grandes ilusiones. En un nivel aún más profundo, desarrolla toda una dialéctica entre civiltà y barbarie. Según Leopardi, la razón destruye las ilusiones sin las cuales el hombre no puede vivir, conduciéndonos así a su contrario, la barbarie. La razón tiende a ocupar el alma entera. Se apoya en cualquier principio y tira de él hasta las últimas consecuencias, incluso cuando contradice a la naturaleza. La razón es a menudo una fuente de barbarie, y en exceso, siempre lo es. La historia humana es un cambio continuo de un nivel de civilización a otro, de ahí a un exceso de civilización, después a la barbarie, y finalmente de nuevo al nivel más bajo de civilización. El mejor de estos estados es un nivel intermedio de civilización (civiltà media), un equilibrio entre razón y la naturaleza. Leopardi expresa esto de una forma sublime: la razón debe arrojar luz, pero no provocar un incendio.

A consecuencia de esto, existe la tentación de llamar a los bárbaros, o más bien a las personas que se suponen que son bárbaras en sus costumbres, para rejuvenecer las culturas que envejecen. Es una vieja tentación. Me topé con ella en la obra de Herder, quien torna la representación habitual de un Imperio romano puesto patas arriba por las invasiones bárbaras en la imagen positiva de sangre nueva que fluye en un cuerpo envejecido. Dado que los invasores eran alemanes, uno puede sospechar cierta defensa pro domo. 

A propósito de esta idea, un compatriota de Herder, a saber, Martin Heidegger, incluye una ligada a ella en sus célebres Cuadernos negros. Para él, el mayor peligro no es la barbarie, sino el intento de rescatar los «valores culturales superiores» a bordo de la balsa del cristianismo. Considera que la «cultura» es la forma fundamental de la barbarie. La barbarie no consiste en que la gente sea primitiva y esté privada de cultura, sino en que se eduque al pueblo o, en palabras de un funcionario nazi, en que se les «eduque» sin dejar de ser vulgares. En una nota temprana de alrededor de 1934, llega a considerar el nacionalismo, o más bien la imagen del mismo con la que todavía soñaba, «un principio bárbaro», siendo aquí la barbarie la parte esencial del nacionalismo y la que otorga su grandeza. 

Permítanme hacer dos observaciones. Ambas son históricas, pero guardan relación con la situación actual. La primera de ella trata sobre el efecto positivo de las invasiones bárbaras. Debemos aclarar las diferencias. Puede que las llamadas invasiones bárbaras tuvieran un efecto positivo en la cultura de la antigüedad tardía, ya que los pueblos germánicos querían ingresar al Imperio romano no para destruirlo, sino para ser partícipes de sus beneficios. Más concretamente, sus líderes querían formar parte de la nobleza romana. Esto implicaba que estos líderes renunciaban parcialmente a su «identidad», es decir, que sacrificaban algunas de sus costumbre. Mis antepasados, reales o supuestos, las tribus galas, abandonaron la encantadora costumbre de quemar vivas a las víctimas humanas como ofrenda a sus dioses. Hay que reconocerles el mérito de haber sentido que otra cultura era superior y haber decidido no aferrarse a la suya. Por otro lado, algunos bárbaros, realmente bárbaros por naturaleza, quieren destruir la cultura en la que son admitidos y reemplazarla por la suya propia. Difícilmente podríamos decir que los jinetes mongoles, que eran nómadas, cponstribuyiron al progreso de la civilización cuando quisieron convertir los campos de cultivo europeos en pastos para sus caballos.

La segunda observación tiene que ver con el origen mismo de la mentalidad europea. Dos corrientes corrían paralelas entre los griegos: una que defendía la superioridad de los griegos, y otra que admitía el valor de una barbaros philosophia, que supuestamente se daba entre indios y judíos. Si los griegos se tomaron esto realmente en serio o en broma es algo en lo que no me voy a detener aquí. En cualquier caso, sin embargo, el mismos hecho de que se plantearan hipótesis de su posible inferioridad puede ser la mejor prueba de la superioridad real de la cultura griega. Las personas civilizadas son aquellas que comprenden que, bajo la fina capa de su propia cultura, la barbarie sigue amenazándolos desde adentro y debe mantenerse constantemente a raya mediante un esfuerzo prolongado. 

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