¿Cómo surgen los códigos morales? La respuesta inmediata es, como ya se ha dicho, que son producto de la evolución cultural, un modo de evolución humano distintivo que supera el cambio evolutivo biológico porque es más rápido y porque puede ser dirigido. La evolución de los códigos morales se basa en la herencia cultural, que es lamarckiana en lugar de mendeliana (se transmiten las características adquiridas). Como consecuencia más importante, la herencia cultural no depende de la herencia biológica —de padres a hijos—, sino que se difunde también de manera lateral y sin límite biológico alguno. Una mutación cultural, una invención (piénsese en la computadora portátil, en el teléfono celular o en la música rock), puede extenderse a millones y millones de personas en menos de una generación.
Desde tiempos inmemoriales, las sociedades humanas han ido creando y cambiado los códigos morales. Algunos han tenido éxito se han difundido de forma extensa por la humanidad, como los Diez Mandamientos, aunque sin impedir que otros códigos distintos sigan persistiendo en sociedades particulares. Los sistemas morales que existen actualmente en la humanidad son aquellos que han sobrevivido durante la evolución cultural; muchos de los sistemas morales del pasado se extinguieron porque fueron reemplazados o porque las sociedades que los sostenían se extinguieron. Los que conservamos hoy se propagaron por razones que podrían ser difíciles de comprender pero que, con seguridad, debieron incluir la percepción por parte de los individuos de que eran beneficiosos, al menos en la medida en que promovían la estabilidad social y el éxito o, al menos, alejaban el peligro del castigo divino. Verdad es que la aceptación de algunos preceptos se ve reforzada en muchas sociedades por la autoridad civil (por ejemplo, aquellos que matan o cometen adulterio serán castigados) y por las creencias religiosas (Dios vigila e irás al infierno si te portas mal). Pero sabemos de sobra que los sistemas legales y políticos, a la vez que los sistemas de creencias, son también resultado de la evolución cultural (Waddington, 1960; Dobzhansky, 1962,1967).
Las normas de moralidad, tal como existen en cualquier sociedad o cultura humana en particular, se consideran universales dentro de esa cultura. Sin embargo, de la misma forma que los demás elementos de cualquier otro patrimonio cultural, están en un continuo cambio que es, a menudo, muy rápido; puede darse dentro de una sola generación. Por ejemplo, las sociedades occidentales han sufrido en tiempos recientes una evolución profunda en las consideraciones morales de distintos comportamientos: fumar, que era antes una conducta extendida, se considera ahora —cada vez más— un tanto inmoral porque perjudica no sólo la salud propia sino también la de los fumadores pasivos. Y otros comportamientos, como el divorcio y la homoxesualidad, se han convertido en normalmente correctos para una amplia mayoría, pasando a ser una mera cuestión de estilo de vida.
La cuestión más interesante en el contexto en el que nos movemos no es sin embargo la del contenido de los códigos morales y sus cambios históricos. La primera y más básica pregunta sería la de por qué contamos con el moral sense. Y si una simple alusión a los instintos sociales bastaría para explicar la conducta altruista —luego volveremos sobre ese asunto, no tan obvio como parece—, lo que resulta en verdad difícil de explicar es el origen evolutivo del juicio ético.
Desarrollando la propuesta de Darwin, cabe sostener que los seres humanos somos seres morales por naturaleza, en el sentido de seres capaces de realizar juicios éticos, porque nuestra constitución biológica lleva a que poseamos las tres condiciones necesarias para que se dé ese tipo de comportamientos: (i) la capacidad de anticipar las consecuencias de las propias acciones; (ii) la capacidad de llevar a cabo juicios de valor; (iii) la capacidad de elegir entre posibles acciones alternativas.
Anticipar las consecuencias de las propias acciones es la más básica de las tres condiciones requeridas para el comportamiento ético. Sólo si se puede prever que al apretar el gatillo se disparará la bala que, a su vez, herirá o matará a alguien tendrá sentido calificar de acción moral reprochable la de quien dispara. Apretar un gatillo no es en sí misma una acción moral; adquiere el carácter moral cuando somos conscientes de sus consecuencias relevantes.
La posibilidad de anticipar las consecuencias de las acciones propias (o ajenas) está relacionado de forma estrecha con la capacidad para establecer la conexión entre medios y fines, algo que requiere poder anticipar el futuro y formarse imágenes mentales de realidades que aún no existen o no están presentes. De hecho, el disponer de funciones mentales que permitan establecer la conexión entre medios y fines resulta ser el logro intelectual determinante para el desarrollo de la cultura humana. La selección natural promovió la capacidad de nuestros antepasados de percibir las herramientas como medios para la obtención de alimentos y, por lo tanto, apoyó su construcción y uso (aunque, como hemos visto, no de forma exclusiva para nosotros los humanos), con la consiguiente mejora de la supervivencia y la reproducción biológica.