La modernidad póstuma nació cuando se probó que la forma de vida propia de la fase superior del capitalismo global mantenía afinidades electivas sorprendentes con la herencia cultural de mayo de 1968. El momento en que el puritano empresario de sí mismo empezó a carcajearse de la ética protestante y comprendió que su conducta sería mucho más eficiente si se entregaba con toda lealtad a la transgresión abrió un proceso que no podía volver atrás. Aunque el descubrimiento de esta afinidad electiva abría caminos promisorios que, de llegar a recorrerse, exigirían una audacia nada común, la aventura merecía la pena y, de contar con el viento favorable, haría olvidar en poco tiempo el caprichoso dogma según el cual una conducta productiva exigía disciplina, contención y represión, mientras que la transgresión, la autoexperimentación y la licencia llevaban siempre a dilapidar las mejores energías individuales y colectivas, siendo incompatibles con el cultivo de cualquier actividad costosa y orientada a fines lucrativos. El puritano debe hacerse libertino y el libertino debe comprender que el verdadero puritano es precisamente él. Esta contorsión ideológica habría resultado inverosímil en cualquiera de las fases de la modernidad clásica, pero el momento moderno póstumo se presentó bajo condiciones nunca vistas y que nadie habría podido vaticinar. El puritano y el libertino, no son dos, sino uno: un solo rostro con dos máscaras (dos «personas») cuyo exceso de uso hace que se desdibujen sus rasgos y se parezcan entre sí cada vez más, siendo a menudo muy fácil confundirlas.
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Goza de toda celebridad la página del Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, de Ferguson, en la que se apunta, puede que por primera vez en la historia de las ideas, a un saber de aquello que resulta de haberse torcido los propósitos de los seres actuantes. «Al seguir el impulso del momento, al luchar por superar los inconvenientes que padecen o por obtener las ventajas aparentes que están a su alcance», dice el Ensayo, «los hombres llegan a fines que no podían prever ni incluso imaginar.» Al igual que los demás animales, los humanos «siguen el movimiento de su naturaleza sin percibir su fin», de modo que ni el primero que se apropió de un pedazo de tierra sabía que estaba fundando la ley civil y las instituciones políticas ni tampoco el primero en ponerse a las órdenes de otro hombre «se dio cuenta de que daba el ejemplo de una subordinación permanente que iba a permitir al codicioso apoderarse de sus posesiones y al autoritario a exigir su servicio». Pero no sólo ocurre que los precursores son ignorantes de lo que vendrá tras de ellos, sino que, en general, los planes humanos están condenados al fracaso, porque el concebir un propósito equivale a querer desviar el camino natural de las cosas y de los hombres, una empresa enloquecida que casi nunca puede prosperar.
Para este deletéreo moralista, el proponerse fines habría de ser una tarea casi pueril, porque aquello a lo que cabe llamar «sociedad» y las «formas» en que consiste no surgen de propósitos ni de cavilaciones, sino de sordas fuerzas instintivas. Aunque todos somos compulsivamente dados a planear, los propósitos y proyectos humanos alumbran un enjambre confuso y ruidoso que no puede adoptar ningún rumbo cierto. Tan imposible es saber cuál será la dirección de los tiempos como empeñarse en torcerla, de manera que el desistimiento de actuar, el cinismo y la renuncia a toda autoría podrían ofrecer como opciones muy dignas de estima. «Como los vientos que provienen de donde nadie sabe y soplan donde quieren», dice Ferguson, «las formas de la sociedad tienen su origen oscuro y remoto: surgieron, mucho antes del nacimiento de la filosofía, de los instintos más que de las especulaciones de los hombres». Si los vientos son tan confusos como cree Ferguson y si las rectificaciones son imposibles, parece seguirse que nunca cabrá saber cuál es la causa de ningún acontecimiento, salvo en lo que hace a sus antecedentes más inmediatos y superficiales, y que tampoco pueden sensatamente concebirse planes ambiciosos que exijan mediarse con las fuerzas de un destino demasiado brutal para haber sido escrito. Los seres humanos se pasan la vida actuando, pero lo decisivo de su obrar radica en resultados que son independientes de toda intención. Los propósitos humanos tropiezan con las secuelas de las acciones de los hombres, a pesar de que la actuación humana misma nada tenga que ver, de ordinario, con el curso previsto por sus autores, los cuales, en el momento mismo en que comienzan a ejecutar alguna acción, pierden del todo las riendas de lo que hacen. Hasta aquí, el cuadro pintado por Ferguson no puede ser más despiadado, aunque, de un modo que no deberá sorprender, su descripción de las acciones que se llevan a cabo en la sociedad está concebida con la vista puesta en el orden de que dicho caos puede llegar a surgir. Es cierto que las instituciones son el resultado de las acciones, si bien no son, salvo de manera oblicua, de los designios, lo cual parece implicar que la acción humana mantiene con su propósito una relación del todo azarosa:
Cada paso y cada movimiento de la humanidad, incluso en las épocas que se conocen como ilustradas, se cumplieron con la misma falta de visión de futuro; las naciones se tropiezan con instituciones que son, en realidad, el resultado de actos humanos y no la ejecución de un designio humano. Cromwell decía que el hombre nunca llega más alto que cuando no sabe adónde va; lo mismo puede afirmarse, con mayor razón, respecto a las sociedades que son objeto de las más grandes revoluciones aunque no pretendan ningún cambio, y donde los políticos más astutos, raramente perciben hasta dónde podría llegar el Estado mediante la ejecución de sus proyectos.
Este párrafo del Ensayo de Ferguson goza de merecida fama, y ha sido objeto de innumerables citas, sobre todo a la largo del siglo XX. En ámbito de las consecuencias no intencionadas de la actuación humana, que son el resultado de la acción, pero no del designio ni del propósito de sus autores, es propiamente lo que Ferguson llama «sociedad». Una concepción de la acción humana como ésta, donde las intenciones y los propósitos se desvían de manera sistemática, ha sido desconocida hasta el siglo XVIII, y «sociedad» es un nombre viejo para esta novedad. La sociedad no constituye, sin duda, naturaleza en el sentido estricto de la palabra, y la conducta humana no es, entonces, natural porque en ella se dan elaboradísimos proyectos, propósitos e intenciones, pero ese primoroso aparato del que el ser humano se sirve para diseñar instituciones conforme apropósitos se avería en el momento mismo de ponerlo en funcionamiento. Por lo menos algunas de tales instituciones constituyen el resultado de ese desarreglo (feliz a menudo)y, si al conjunto de ellas se lo llama sociedad, ocurrirá que tal cosa será artificio, si bien un artificio sui generis que necesita de intenciones para burlarse de ellas y que, al funcionar de forma incontrolada, se asemeja inquietantemente a la naturaleza.
Uno se encuentra con el resultado de su acción, si bien se topa con él como con cosa ajena, que no le pertenece a pesar de ser su autor, casi como si se tratase de un objeto natural, extraño del todo a lo que se está seguro de haber hecho como si lo fuese. No lo es y sabe que es artificio, aunque parece «natural» por lo que muestra de cosa sustraída a la intención humana. No se habría engendrado el concepto moderno de la sociedad («civl» o no) sin lo que tiene por un lado de artefacto torpe y por otro de perversidad cuasinatural. La torpeza y la perversión son las verdades raíces de lo que se llama sociedad, un viscoso conjunto de vínculos que enreda a los humanos en una malla de servidumbre disimuladas y de habilísimas simulaciones de libertad. El súbdito que se deleita con el lenguaje edificante de sus tutores y capataces hablará a menudo de «vivir en sociedad» como de algo dulcemente natural y virtuosamente racional, que es justo lo contrario de lo que en verdad ocurre. Lo natural de la sociedad, además de ser figurado, corresponde a lo que en la naturaleza hay de brutal, y su racionalidad no es la del diálogo cálido, atento y cuidadoso, sino la de un algoritmo inapelable.
Los miembros de la sociedad moderna no saben, de manera literal, lo que hacen porque han perdido el control cognitivo de su propia actuación. Ni el puritano ni el libertino pueden ejercer con éxito su tarea en una sociedad de la ignorancia, porque tanto para el uno como para el otro es imprescindible saber qué terreno se pisa y tenerlo cartografiado con detalle. Sin embargo, no saber lo que se hace es un rasgo de toda vida social moderna, y también lo es no poder hacer lo que se sabe que hay que hacer. Así, según el muy moderno e ilustrado Kant, nunca sabremos si hemos obrando moralmente o no, porque no podemos estar seguros de si nuestra actuación se ha debido a la ley moral o a otras causas que se hayan entrometido por el camino.
[...] No es raro que la tesis de Ferguson se emplee para dar apoyo a la idea de que la historia y la sociedad son algo de por sí «abierto» y de que el futuro está sin decidir: toda una apacible ideología del azar, de la autonomía personal y de la libertad, correspondiente a esa novela rosa en la que el futuro no está escrito y la historia la hacemos los seres humanos de manera contingente y sin ningún guión establecido de antemano. Todo esto pertenece a lo más ideológico y turbio de nuestro presente, y cuanto mayor sea el cinismo con que en una ocasiones se proclame que el curso de los tiempos es ineluctable y que su sentencia no admite apelación, tanto más empalagosa zalamería se usará cuando corresponda vocear los pregones de la contingencia. Hay en la tesis de Ferguson un neto movimiento de mixtificación que seguramente es el producto cuando se descubre algo que muda de forma drástica la noción que se tiene sobre asuntos tenidos por importantes y, a la vista de las destructivas secuelas que la mudanza amenaza con desencadenar, se logra aprovechar el descubrimiento para protegerse del peligro. El hallazgo de que las acciones humanas conducen, no de modo excepcional ni anómalo, sino por su propia torcida esencia, a efectos no intencionados debería ser recordado como el episodio más sobresaliente de cualquier epopeya que mereciera llamarse Ilustración, aunque para ello sería necesario prescindir de las lecciones constructivas que se extrajeron de tal hallazgo y que dieron pábulo al proyecto de una ciencia rigurosa de la sociedad.
* Antonio Valdecantos (El complot de los elementos)