Antonio Valdecantos (La modernidad póstuma)

La modernidad póstuma nació cuando se probó que la forma de vida propia de la fase superior del capitalismo global mantenía afinidades electivas sorprendentes con la herencia cultural de mayo de 1968. El momento en que el puritano empresario de sí mismo empezó a carcajearse de la ética protestante y comprendió que su conducta sería mucho más eficiente si se entregaba con toda lealtad a la transgresión abrió un proceso que no podía volver atrás. Aunque el descubrimiento de esta afinidad electiva abría caminos promisorios que, de llegar a recorrerse, exigirían una audacia nada común, la aventura merecía la pena y, de contar con el viento favorable, haría olvidar en poco tiempo el caprichoso dogma según el cual una conducta productiva exigía disciplina, contención y represión, mientras que la transgresión, la autoexperimentación y la licencia llevaban siempre a dilapidar las mejores energías individuales y colectivas, siendo incompatibles con el cultivo de cualquier actividad costosa y orientada a fines lucrativos. El puritano debe hacerse libertino y el libertino debe comprender que el verdadero puritano es precisamente él. Esta contorsión ideológica habría resultado inverosímil en cualquiera de las fases de la modernidad clásica, pero el momento moderno póstumo se presentó bajo condiciones nunca vistas y que nadie habría podido vaticinar. El puritano y el libertino, no son dos, sino uno: un solo rostro con dos máscaras (dos «personas») cuyo exceso de uso hace que se desdibujen sus rasgos y se parezcan entre sí cada vez más, siendo a menudo muy fácil confundirlas.
__________________________________________

Goza de toda celebridad la página del Ensayo sobre la historia de la sociedad civil, de Ferguson, en la que se apunta, puede que por primera vez en la historia de las ideas, a un saber de aquello que resulta de haberse torcido los propósitos de los seres actuantes. «Al seguir el impulso del momento, al luchar por superar los inconvenientes que padecen o por obtener las ventajas aparentes que están a su alcance», dice el Ensayo, «los hombres llegan a fines que no podían prever ni incluso imaginar.» Al igual que los demás animales, los humanos «siguen el movimiento de su naturaleza sin percibir su fin», de modo que ni el primero que se apropió de un pedazo de tierra sabía que estaba fundando la ley civil y las instituciones políticas ni tampoco el primero en ponerse a las órdenes de otro hombre «se dio cuenta de que daba el ejemplo de una subordinación permanente que iba a permitir al codicioso apoderarse de sus posesiones y al autoritario a exigir su servicio». Pero no sólo ocurre que los precursores son ignorantes de lo que vendrá tras de ellos, sino que, en general, los planes humanos están condenados al fracaso, porque el concebir un propósito equivale a querer desviar el camino natural de las cosas y de los hombres, una empresa enloquecida que casi nunca puede prosperar.

Para este deletéreo moralista, el proponerse fines habría de ser una tarea casi pueril, porque aquello a lo que cabe llamar «sociedad» y las «formas» en que consiste no surgen de propósitos ni de cavilaciones, sino de sordas fuerzas instintivas. Aunque todos somos compulsivamente dados a planear, los propósitos y proyectos humanos alumbran un enjambre confuso y ruidoso que no puede adoptar ningún rumbo cierto. Tan imposible es saber cuál será la dirección de los tiempos como empeñarse en torcerla, de manera que el desistimiento de actuar, el cinismo y la renuncia a toda autoría podrían ofrecer como opciones muy dignas de estima. «Como los vientos que provienen de donde nadie sabe y soplan donde quieren», dice Ferguson, «las formas de la sociedad tienen su origen oscuro y remoto: surgieron, mucho antes del nacimiento de la filosofía, de los instintos más que de las especulaciones de los hombres». Si los vientos son tan confusos como cree Ferguson y si las rectificaciones son imposibles, parece seguirse que nunca cabrá saber cuál es la causa de ningún acontecimiento, salvo en lo que hace a sus antecedentes más inmediatos y superficiales, y que tampoco pueden sensatamente concebirse planes ambiciosos que exijan mediarse con las fuerzas de un destino demasiado brutal para haber sido escrito. Los seres humanos se pasan la vida actuando, pero lo decisivo de su obrar radica en resultados que son independientes de toda intención. Los propósitos humanos tropiezan con las secuelas de las acciones de los hombres, a pesar de que la actuación humana misma nada tenga que ver, de ordinario, con el curso previsto por sus autores, los cuales, en el momento mismo en que comienzan a ejecutar alguna acción, pierden del todo las riendas de lo que hacen. Hasta aquí, el cuadro pintado por Ferguson no puede ser más despiadado, aunque, de un modo que no deberá sorprender, su descripción de las acciones que se llevan a cabo en la sociedad está concebida con la vista puesta en el orden de que dicho caos puede llegar a surgir. Es cierto que las instituciones son el resultado de las acciones, si bien no son, salvo de manera oblicua, de los designios, lo cual parece implicar que la acción humana mantiene con su propósito una relación del todo azarosa:

Cada paso y cada movimiento de la humanidad, incluso en las épocas que se conocen como ilustradas, se cumplieron con la misma falta de visión de futuro; las naciones se tropiezan con instituciones que son, en realidad, el resultado de actos humanos y no la ejecución de un designio humano. Cromwell decía que el hombre nunca llega más alto que cuando no sabe adónde va; lo mismo puede afirmarse, con mayor razón, respecto a las sociedades que son objeto de las más grandes revoluciones aunque no pretendan ningún cambio, y donde los políticos más astutos, raramente perciben hasta dónde podría llegar el Estado mediante la ejecución de sus proyectos.

Este párrafo del Ensayo de Ferguson goza de merecida fama, y ha sido objeto de innumerables citas, sobre todo a la largo del siglo XX. En ámbito de las consecuencias no intencionadas de la actuación humana, que son el resultado de la acción, pero no del designio ni del propósito de sus autores, es propiamente lo que Ferguson llama «sociedad». Una concepción de la acción humana como ésta, donde las intenciones y los propósitos se desvían de manera sistemática, ha sido desconocida hasta el siglo XVIII, y «sociedad» es un nombre viejo para esta novedad. La sociedad no constituye, sin duda, naturaleza en el sentido estricto de la palabra, y la conducta humana no es, entonces, natural porque en ella se dan elaboradísimos proyectos, propósitos e intenciones, pero ese primoroso aparato del que el ser humano se sirve para diseñar instituciones conforme apropósitos se avería en el momento mismo de ponerlo en funcionamiento. Por lo menos algunas de tales instituciones constituyen el resultado de ese desarreglo (feliz a menudo)y, si al conjunto de ellas se lo llama sociedad, ocurrirá que tal cosa será artificio, si bien un artificio sui generis que necesita de intenciones para burlarse de ellas y que, al funcionar de forma incontrolada, se asemeja inquietantemente a la naturaleza. 

Uno se encuentra con el resultado de su acción, si bien se topa con él como con cosa ajena, que no le pertenece a pesar de ser su autor, casi como si se tratase de un objeto natural, extraño del todo a lo que se está seguro de haber hecho como si lo fuese. No lo es y sabe que es artificio, aunque parece «natural» por lo que muestra de cosa sustraída a la intención humana. No se habría engendrado el concepto moderno de la sociedad («civl» o no) sin lo que tiene por un lado de artefacto torpe y por otro de perversidad cuasinatural. La torpeza y la perversión son las verdades raíces de lo que se llama sociedad, un viscoso conjunto de vínculos que enreda a los humanos en una malla de servidumbre disimuladas y de habilísimas simulaciones de libertad. El súbdito que se deleita con el lenguaje edificante de sus tutores y capataces hablará a menudo de «vivir en sociedad» como de algo dulcemente natural y virtuosamente racional, que es justo lo contrario de lo que en verdad ocurre. Lo natural de la sociedad, además de ser figurado, corresponde a lo que en la naturaleza hay de brutal, y su racionalidad no es la del diálogo cálido, atento y cuidadoso, sino la de un algoritmo inapelable.

Los miembros de la sociedad moderna no saben, de manera literal, lo que hacen porque han perdido el control cognitivo de su propia actuación. Ni el puritano ni el libertino pueden ejercer con éxito su tarea en una sociedad de la ignorancia, porque tanto para el uno como para el otro es imprescindible saber qué terreno se pisa y tenerlo cartografiado con detalle. Sin embargo, no saber lo que se hace es un rasgo de toda vida social moderna, y también lo es no poder hacer lo que se sabe que hay que hacer. Así, según el muy moderno e ilustrado Kant, nunca sabremos si hemos obrando moralmente o no, porque no podemos estar seguros de si nuestra actuación se ha debido a la ley moral o a otras causas que se hayan entrometido por el camino. 

[...] No es raro que la tesis de Ferguson se emplee para dar apoyo a la idea de que la historia y la sociedad son algo de por sí «abierto» y de que el futuro está sin decidir: toda una apacible ideología del azar, de la autonomía personal y de la libertad, correspondiente a esa novela rosa en la que el futuro no está escrito y la historia la hacemos los seres humanos de manera contingente y sin ningún guión establecido de antemano. Todo esto pertenece a lo más ideológico y turbio de nuestro presente, y cuanto mayor sea el cinismo con que en una ocasiones se proclame que el curso de los tiempos es ineluctable y que su sentencia no admite apelación, tanto más empalagosa zalamería se usará cuando corresponda vocear los pregones de la contingencia. Hay en la tesis de Ferguson un neto movimiento de mixtificación que seguramente es el producto cuando se descubre algo que muda de forma drástica la noción que se tiene sobre asuntos tenidos por importantes y, a la vista de las destructivas secuelas que la mudanza amenaza con desencadenar, se logra aprovechar el descubrimiento para protegerse del peligro. El hallazgo de que las acciones humanas conducen, no de modo excepcional ni anómalo, sino por su propia torcida esencia, a efectos no intencionados debería ser recordado como el episodio más sobresaliente de cualquier epopeya que mereciera llamarse Ilustración, aunque para ello sería necesario prescindir de las lecciones constructivas que se extrajeron de tal hallazgo y que dieron pábulo al proyecto de una ciencia rigurosa de la sociedad.

Valdecantos, Antonio (Contra el relativismo)
Valdecantos, Antonio (Manifiesto antivitalista)
* Antonio Valdecantos  (El complot de los elementos)

Thomas Bauer (La pérdida de la ambigüedad) Sobre la univocación del mundo

 Arte y música en busca de insignificancia

[...] Un arte pobre en significado incluso llegó a convertirse en un arma durante la Guerra Fría. La Unión Soviética era un Estado totalitario fundado en una ideología determinada. La ideología requiere univocidad. Un arte de la univocidad era el que proporcionaba el realismo socialista, que, en consecuencia, se convirtió en el arte oficial del Bloque del Este durante el periodo estalinista. A ello quería Estados Unidos contraponer algo que dejara constancia de la libertad intelectual del mundo capitalista, de su creatividad desbordante y su espíritu de progreso, que no se arredra ante la provocación. La CIA se puso manos a la obra. En 1950 se creó el Congreso por la Libertad de la Cultura, financiado y dirigido por la CIA. La tendencia artística por la que optó la agencia de inteligencia fue el expresionismo abstracto, representado por artistas como Jackson Pollock y Mark Rothko. La elección de la CIA fue del todo hábil: la abstracción había sido hasta ese momento ampliamente rechazada por los norteamericanos. El expresionismo abstracto podía, por tanto, ser considerado provocativo y progresivo. Traspasaba fronteras, luego seguramente tenía que ser liberal. El hecho de que, siendo así, no pareciera pegar en absoluto con el clima de la era McCarthy y de que los artistas (que no sabían nada de esta turbia promoción) fueran de orientación liberal y de izquierdas, hizo tanto más creíble la campaña. Así, la CIA organizó y financió una exposición tras otra, ganó influencia en los museos y lanzó artículos de revistas para ayudar al expresionismo abstracto a imponerse. Lo más oportuno era que, con el expresionismo abstracto, se había dado con una tendencia artística que, por una parte, era tenida por progresiva y crítica, porque encontraba oposición, pero cuyas producciones artísticas, por otra, no significaban nada en cuanto a tales. De manera distinta al expresionismo no abstracto, con sus temas a menudo cargados de emotividad y críticos de la sociedad, surgían ahora imágenes coloridas perfectamente compatibles con el capitalismo y cuyo significado solo venía determinado, a fin de cuentas, por su valor de mercado, que paulatinamente ascendía sin límite. 

[...] Después de que la vanguardia proscribiera y eliminara paso a paso la belleza como criterio, el arte se declara hoy día en su mayor parte incompetente en asuntos de belleza. Así y todo —y, una vez más, se enfrentan los extremos sin término medio—, la belleza (o, al menos, una determinada forma de belleza) se ha convertido en culto en la cultura de consumo tardocapitalista. La belleza sin mácula o, mejor dicho, beauty, es omnipresente aquí, no solo como término de contrastre, sino también como modelo para la optimización de uno mismo. Esta, empero, es una forma específica de belleza, a saber, una «estética de la lisura», como la llama Byung-Chul Han. «Lo liso», dice Han, es «la seña de identidad de la época actual». Es lo que emparenta «las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación brasileña». Pero esa belleza pura y lisa no es bella. Requiere la fractura: «En lugar de contraponer lo sublime a lo bello, se trata de devolver a lo bello una sublimidad que no quepa interiorizarla, una sublimidad desubjetivizante».

[...] ¿Cómo, si no, un arte que ha acabado por perder toda norma, y no conoce ya criterios que permitan distinguir el arte de lo que no lo es, podría justificarse como arte? Esto todavía lo hace, en primer lugar, aferrándose al pathos de progreso de las viejas vanguardias. El criterio de «innovatividad» hace tiempo que sustituyó al mucho más ambiguo criterio de calidad. Con todo, el arte seguramente ha sobrepasado entretanto ese «punto de modernización» en el que —según Greenberg, importante promotor de la vanguardia— «tiene que dejar de abolir las convenciones transmitidas si quiere seguir siendo capaz de existir como arte». Puesto que ahora ya no es posible abolir nada, solo quedan, o el camino a la superficialidad consumible en forma de cultura pop, la cual puede captar por unos pocos segundos la atención del espectador, o la provocación mediante lo monstruoso, «pues lo monstruoso, como si fuera por costumbre, se deja interpretar como credencial de un espíritu radical, es más, de un espíritu de vanguardia».  Porque, al fin y al cabo, «la glorificación de las rupturas con lo convencional y de los atentados contra el buen gusto forma parte de la mentalidad de una modernidad obsesionada con la pureza y la revolución», como dice Ullrich en su libro [El arte de los vencedores]. Un agradable efecto secundario de esta obsesión por el pathos de progreso consistente, en que se siga pudiendo rechazar cualquier crítica, por justificada que esté, como incultura ultraconservadora, sin tener uno mismo que aducir argumentos sustantivos. Una segunda razón justificativa estriba en la ya mencionada prestación de acciones que, en calidad de arte, sirven para que se pueda declarar la relevancia social del arte en su conjunto.

[...] El arte de vencedores no es tampoco un arte que cultive un sentimiento de humanidad, pues «cuanto más perversa, brutal y obscena sea la obra, tanto mejor puede el coleccionista presentarse como soberano». Dicho en otras palabras, el arte de vencedores es aocial, del mismo modo que se ha vuelto aocial nuestra edificación urbana en manos de un capitalismo devenido en totalitario. En Berlín y en Stuttgart se ha dejado pasar la ocasión de hacer surgir, en el entorno de las estaciones centrales de tren, espacios urbanos que las personas puedan encontrar bellos, en los que se sientan bien, paseen y se relajen, en los que puedan encontrarse y tener trato unas con otras. En lugar de esto, se condena la superficie con bloques rectangulares de sociedades de inversión.

Sin duda es correcto echar la culpa principal de estos desarrollos a las estructuras capitalistas. Pero, igual que para todo asesino hay un asesinado, también aquí al búnker de inversores le corresponde una población que acepta que su ciudad se vea abarrotada de edificios con semejante arquitectura. Pero lo encaja, porque dicha arquitectura se propaga como la única que estaría a la altura de los tiempos. Solo que, como ya no hay estilo a la altura de los tiempos que sea bello, a no ser la belleza «lisa» diagnosticada por Han, la belleza ya no sirve como criterio. Lo cual es aceptado, a su vez, porque la belleza es una cosa ambigua; pues, si bien es cierto que muchos son sensibles a ella, justamente no todos los son. Es difícil indicar criterios objetivos de belleza. Así que, prescindamos de la belleza y, con ella, de su potencial utópico. Ahora bien: la añoranza de un mundo más humano, más social, más diverso, más habitable. Pero esta utopía de la belleza parece haber fenecido. 

Según el fundamentalismo de la Modernidad clásica, en asuntos de arte y de belleza parece haber cumplido la indiferencia. Aunque estén en auge los museos, la gente ya no mira. Los visitantes pasan solo once segundos de promedio delante de una obra de arte, como constatan Saehrendt y Kittl. Por mucho que el arte se exponga hoy en «rutilantes templos museísticos» abarrotados de gente, prosiguen estos autores, el arte «no deja de ser un componente de la cultura popular cuyo fin es la acumulación de experiencias». 

Maxime Rovere (Qué hacemos con los idiotas) Para no ser uno de ellos

Por qué los idiotas prefieren destruir

—¿Pueden ponerme patatas fritas de acompañamiento?
—No, señor, viene con ensalada y judías verdes.
—Pero si el otro plato viene con patatas, a lo mejor el acompañamiento se puede cambiar?
—Pues no.
—¿Y por qué no? ¿Acaso es un problema?
—Sí. Porque este plato viene con judías.
—Pero...¿usted cree que sería muy complicado para la cocina?
—No, no es por eso.
—Entonces... quizá puedo pagar un suplemento.
—No, no aquí no hay suplementos.
—Entonces, ¿por qué no se puede cambiar?

Donde se reflexiona sobre las relaciones de fuerza y sobre la guerra, lo cual permite descubrir un método de supervivencia para las comidas en familia. 

Al despertar esta mañana he pensado que la última frase del capítulo anterior podía provocar una objeción muy seria. He escrito: «imponer tus normas es el medio más seguro de estropear lo que puedan tener de compartible». Esta frase no era fruto de una inspiración momentánea. Me ha costado casi quince años de estudios, de enseñanza y de experiencias en varios lugares del mundo. Mi dirás: ¡y todo para eso! Pero mientras pensaba en qué lugar del cuerpo me la podría tatuar, me entró la siguiente duda: ¿acaso aceptando la existencia de nuestras tendencias normativas (lo cual explica que pensemos, con razón, que los idiotas existen) y rechazando imponerlas por la fuerza (es decir, que no podemos destruir a los idiotas, ni siquiera en un ideal moral) no estaré convirtiéndome en apóstol de una manipulación suave). En otras palabras, ¿no estaré aconsejándote que no te enfrentes a los idiotas, sino que los manipules, aunque eso conlleve el peligro de que ellos te asfixien a su vez aunque sea suavemente?

Pues bien, he aquí mi respuesta. Cuando he dicho que tus normas eran compartibles he querido fomentar un trabajo de negociación que fuera el ejercicio de un poder común y recíproco, de modo que no veo razón para considerar esa ética interaccional como una forma enmascarada de dominación. Al final del diálogo, podría ser que las normas quedaran modificadas e incluso que pudieran sufrir variaciones, quizá hasta el infinito. Si me dices que entonces dejarían de ser normas es que lo has entendido: sin contrariar la convicción subjetivamente estruturante, de que todo el mundo debería compartir tu sistema de valores, puedes sin embargo neutralizar los efectos negativos d esa tendencia; en otras palabras, sin dejar de ser fiel a ti mismo, puedes renunciar a ser el idiota de los demás. Ya es un engorro que ellos sean idiotas para ti.

Además, considera la hipótesis inversa. El estudio primero del sermón, luego de los principios del derecho y finalmente de la autoridad moral nos ha hecho comprender: fuera de la negociación, solamente existen relaciones de fuerza, y esa fuerza no es ni una imagen ni una metáfora. Si quieres recordar que la violencia siempre está al alcance de la mano, podremos proponer un nuevo elemento de definición: por principio y por definición, los idiotas son partidarios de la guerra.

Claro que si dices: «Yo soy partidario de la paz» tendrás a todos tus interlocutores y sobre todo los más idiotas, de tu parte. Pero la verdad es que muchas de nuestras posturas cotidianas están orientadas al conflicto y a la destrucción, aunque no nos demos cuenta. Realmente, siempre que ponemos condiciones previas al diálogo —unas condiciones que suponen que el otro no sea el otro— la idiotez se inmiscuye inconscientemente. La idea de que para que el otro tenga derecho a hablar primero hay que destruirlo es una postura estúpida, pero más frecuente de lo que creemos.

De forma excepcional, lo ilustraré con una frase de un gran hombre que, desde que emprendí la elaboración de este libro, no ha dejado de obsesionarme, precisamente porque ese hombre, llamado Catón el Viejo, estaba obsesionado a su vez por el pensamiento de sus enemigo. Tras la segunda guerra púnica entre Roma y Cartago, esa gran senador y héroe de la historia romana repetía sin cesar la misma frase al final de sus discursos. Cualquiera que fuese el tema de debate, Catón siempre terminaba diciendo: antes de sentarse: Ceterum censeo Carthaginem esse delendam («Y, además, creo que Cartago debe ser destruida»).

La obsesión que tenía Catón por la destrucción de su enemigo —y el hecho de que dos mil años más tarde aún nos acordemos de él y de su frase ciertamente monstruosa— recuerda que la lógica de la guerra sigue siendo un magma siempre incandescente, siempre subyacente, bajo la costra de todos los debates. Por desgracia, al contrario que Catón, los idiotas no se dan cuenta de que no tenemos alternativa: o aceptamos acomodados los unos a los otros o sobreentendemos que al final valdría más que nos destruyéramos. Y, con una ingenuidad que siempre nos sorprende, los idiotas se inclinan siempre por la guerra. Olvidan que detrás de las palabras hay verdaderos conflictos y que en el año 146 a. J.C Cartago fue efectivamente destruida, aunque para entonces Catón ya había muerto.

Entre la idiotez corriente de tu cuñada o del taxista, que sostienen no sé qué cosa sobre el islam o el judiocristianismo, sobre los progres, sobre los fachas o sobre los profes, y los bombardeos trágicos que se producen más o menos lejos de aquí, debemos aceptar al fin y al cabo una relación más o menos lejana y vaporosa, pero real. No se trata por supuesto de una relación de causa.-efecto, y menos aún de una responsabilidad moral: se trata simplemente de una lógica de guerra. Los idiotas quieren la guerra sin tener idea de lo que es, incluso sin ningunas ganas de hacerla. Pero el principio de la guerra, que adopta la forma de dejar al otro fuera de toda palabra (y, en el fondo, de toda existencia), les proporciona lo que la postura del que está en su derecho expresaba veladamente: el placer —que en general no pasa de ser vago, tácito y simbólico— de ejercer un poder de destrucción. 

He aquí por qué, de forma paradójica, los idiotas disfrutan prefiriendo la guerra. Disfrutan del placer de destruir, al menos mentalmente, y ese placer pone a todo el mundo en peligro, incluso en la práctica. Te preguntarás tal vez de dónde viene ese goce tan particular que experimentan destruyendo. Pues bien, para empezar, los idiotas no son más que gigantes tontos que se asombran de su propia fuerza y que la ejercen sin lograr salir de su incredulidad. Como si fueran lactantes, quieren poner a prueba el poder que tienen sobre cualquiera, cueste lo que cueste, sobre todo porque para ellos la fuerza sigue siendo problemática. Animados en sus dudas por otros idiotas que los dominan, dudan constantemente de sí mismos, de modo que unos se tranquilizan sobre todo dominando y otros, sometiéndose. Sin embargo, durante un mismo día, su idiotez proteiforme oscila de una metáfora a la otra, entre dominación, sumisión y destrucción.

Diego Fusaro (Pensar diferente) Filosofía del disenso

[...] Para transformar el mundo en una superficie lisa donde las mercancías y los flujos financieros puedan circular libremente, el fanatismo económico aniquila toda trascendencia, toda contraposición entre arriba y abajo, toda ulterioridad frente a la inminencia teológica del mercado, todo antagonismo u oposición. Destruye la idea de naturaleza humana con el fin de imponer la del individuo aislado e ilimitadamente manipulable. Suprime el derecho natural y promueve el nihilismo relativista, de manera que nunca se puedan cuestionar racionalmente la inmaturalidad y la insensatez del fundamentalismo de mercado. Promueve el desencantamiento hacia cualquier religión para que se refuerce el encantamiento a favor de la forma mercancía y no pueda otro Dios fuera del dinero. Favorece totalmente el nihilismo que Nietzsche, en las páginas de La gaya ciencia, anuncia por boca del «hombre loco» en ese lugar nada neutral que es el mercado. La muerte de Dios está relacionada con los procesos de cosificación mercantil denunciados por Marx.

LA DERECHA DEL DINERO Y LA IZQUIERDA
DE LA COSTUMBRE: LAS DOS ALAS DEL PODER

«El dilema de las salidas de caverna es que desde dentro de una caverna no se puede saber qué es una caverna». 
H. Blumenberg, Salidas de caverna

El consenso de masas y el conformismo total del nuevo orden mundial están asegurados y, al mismo tiempo, ocultados por la proliferación hipertrófica de dicotomías estériles. Su única función es la de multiplicar el pensamiento único de manera prismática, dejando que parezca plural y multifacético. El cautiverio simbólico de estas dicotomías engañosas desvía continuamente el disentimiento hacia otras direcciones respecto a la contradicción principal, el nexo clasista de la economía de mercado y la enajenación que le es propia: por eso mismo, neutraliza previamente la posibilidad de que se forme un auténtico pensamiento divergente.

Lo políticamente correcto hoy impone dicotomías como derecha e izquierda, ateos y creyentes, cristianos y musulmanes, fascistas y antifascistas, extranjeros y nativos, ocultando la contradicción —el nexo de fuerza capitalista— y asumiendo el estatus de recurso ideológico y simbólico para subyugar a la opinión publica sometiéndola al perfil cultural de la teología de la desigualdad social, es decir: la economía de mercado actual.

[...] Dentro de las falsas dicotomías a través de las cuales el orden dominante se consolida a sí mismo fragmentando y manipulando el disenso, también cabe destacar la vieja oposición topológica entre izquierda y derecha. El pensamiento único de la oligarquías financieras transnacionales es de derechas en la economía (el poder del dinero), de centro en la política (el poder del consenso) y de izquierdas en la cultura (el poder innovador de la costumbre). El desmantelamiento progresista y de izquierda de los estilos de vida burgueses y proletarios, siempre en nombre de la modernidad, sirve para ampliar el mercado y, a la vez, el poder de la derecha del dinero.

La izquierda y la derecha, después de haber recorrido gran parte de la modernidad transmitiendo dos distintas visiones del mundo y alimentado un enfrentamiento agonal entre ideologías diferentes y mutuamente excluyentes, ahora pueden considerarse intercambiables. Convierten al neoliberalismo en un águila de doble envergadura. La anticomunista y globalista «derecha del dinero» dicta las normas económico-financieras y tutela los intereses de la apátrida global class posburguesa. La «izquierda de la costumbre» impone los patrones y estilos de vida necesarios para reproducir el sistema del fundamentalismo de mercado (goce individualista, relativismo, nihilismo, laicismo absoluto, abandono del anticapitalismo y del antiimperialismo, etcétera. 

La derecha del dinero establece la estructura, la izquierda de la costumbre la superestructura. La derecha del dinero necesita fisiológicamente del perfil antropológico del átomo consumidor que, despojado constantemente de las pasiones utópicas y antiadaptativas, no cree en nada, excepto en el mercado. La izquierda de la costumbre, en cambio, se encarga de difundir la cultura del nihilismo y del desencantamiento, favoreciendo el tránsito de una concepción de la emancipación como revolución social y política a una libertad entendida como propiedad del individuo aislado y portador de derechos civiles, que se realiza a sí mismo modelando de manera narcisista su propio yo aislado y disfrutando sin inhibiciones.

La derecha del dinero aspira a propagar sin límites ni obstáculos las mercancías y el código del valor de cambio. La izquierda de la costumbre, por su parte, difunde el programa nihilista de supresión de los valores tradicionales (la nietzscheana «transvaloración de todos los valores»); el propio fundamentalismo de mercado persigue este programa com miras a romper todos los límites éticos y religiosos— que puedan impedir, o incluso frenar, la aceleración cada vez más apremiante del hiperhedonismo de la mencantilización universal. Si la derecha del dinero, con la desregularización laboral, procura que los jóvenes sean precarios hasta los setenta años o, peor todavía, desempleados, y les impide formar una familia, la izquierda de la costumbre justifica a nivel superestructural estos procesos deslegitimando a la familia como institución burguesa y obsoleta, y glorificando la precariedad como estilo de vida, sin limitaciones éticas de matriz burguesa. 

[...] Si la derecha del dinero afirma que la religión es un obstáculo para la difusión de la forma mercancía y que es preciso deshacerse de ella para convertirse al monoteísmo del mercado como única teología legítimamente reconocida, entonces la izquierda de la costumbre justificará todo eso defendiendo compulsivamente las formas litúrgicas del ateísmo religioso enemigas de toda divinidad que no sea la economía. 

Si la derecha del dinero decide que «la sociedad no existe», y que existe solo el individuo consumidor, entonces la izquierda de la costumbre quitará legitimidad a todas las formas de comunidad, santificando el átomo individual portador de los derechos civiles y fomentando de todas las maneras posibles la cultura del narcisismo.

Pero, además de esto, si la derecha del dinero aspira a rebajar a la humanidad a un polvillo mónadas sin identidad ni profundidad cultural, infinitamente manipulables por la publicidad y el circuito de la sociedad de consumo; la izquierda de la costumbre deslegitimará la idea misma de naturaleza humana como ab intrinseco autoritaria y acallará, acusándolo de homófobo y sexista, a todo aquel que piense que, por naturaleza, hay hombres y mujeres, padres y madres.

Desde una perspectiva diferente, la izquierda de la costumbre hoy administra el disenso contra todo lo que pueda restringir o limitar la derecha del dinero, la mencantilización integral y la economía global de todo lo existente. El acto de disentir, sobre cuyas bases descansa y educa la izquierda de la costumbre, se plantea como el fundamento imprescindible para lograr el consenso de la sociedad clasista y la enajenación planetaria. 

Philipp Blom (Lo que está en juego)

En el siglo XX y, sobre todo, bajo la impresión del Holocausto, filósofos como Theodor W. Adorno, Mx Horkheimer, Michael Foucault y Jacques Derrida formularon una crítica muy distinta —y en cierto sentido, inmanente al sistema— de la Ilustración que ha repercutido también en el sueño liberal. Se trata de un análisis mucho más incisivo que el de los primeros contrailustrados, cuyos reproches y batidas en retirada pecaron de escasa combatividad. Los nuevos críticos afirmaban, nada más y nada menos, que la tan liberadora Ilustración ya llevaba en sí el germen del totalitarismo y los asesinatos masivos, que el relato del progreso y la razón no era otra cosa que una máscara del poder, necesaria para controlar, oprimir y explotar a grupos menos privilegiados y, en caso necesario, aniquilarlos; todo ello, naturalmente, al servicio del bien común.

Ese aspecto brutal y mecanicista que la Ilustración también legó al sueño liberal se manifiesta muy claramente en un proyecto de finales del siglo XVIII que más tarde analizó Foucault, a saber, el panóptico de Jeremy Bentham, un profesor y filósofo inglés de buena posición económica que llevó al extremo el racionalismo ilustrado. En el panóptico, una cárcel redonda en la que todas las celdas podían verse desde una torre de vigilancia central, de modo tal que todos los reclusos se sentirían continuamente observados, debía alojarse no solo presos, que trabajarían por su propia manutención; según su inventor, el proyecto era útil también para orfanatos y hospitales, para escuelas y otros centros de enseñanza, es decir, para todas las instituciones que querían optimizar tanto la vigilancia de los internos como se valor económico. Así, una élite podría también educar a hordas irracionales e instintivas y mantenerlas controladas.

Bentham no fue el único filósofo de la Ilustración que, aun representando el racionalismo, desconfiaba profundamente de la democracia. Por tanto, es correcto afirmar que solo una minoría de ilustrados fueron demócratas en el sentido que hoy damos al término. También un erudito tan cercano al anarquismo como Denis Diderot, apoyaba a la monarquía constitucional (aunque con la condición de que el pueblo pudiera ejecutar al soberano si este no trabajaba por el bien común). Es posible que las actitudes de esos hombres se comprenda un poco mejor si tenemos en cuenta que en su tiempo solo un 10% de todos los europeos sabían leer y escribir, y que eran muy pocos lo que sabían algo sobre el mundo. En consecuencia, la democracia se presentaba como una atractiva utopía por la que había que trabajar, pero que, dadas las circunstancias de entonces, no dejaba de ser un imposible. «La democracia se detiene en los suburbios,», dijo Diderot; «más allá, la gente no tiene más remedio que trabajar duro y tiene demasiado poco que comer.»

Este punto nos lleva a hacer otra observación sobre la volveremos más adelante. Lo que para los filósofos del siglo XVIII era el gobierno de la élite ilustrada, la única que podía decidir cómo sería feliz el pueblo, hoy es, en muchos Estados desarrollados, el gobierno de los expertos y de los cálculos, el dominio del liberalismo tecnocrático que no quiere ni tolera contraargumento porque sus análisis, basados en datos, no se equivoca. Ahora se podría empezar a debatir métodos estadísticos, modelos complejos, sistemas de recogida de datos, suposiciones y cuestionamientos; sin embargo, se puede contestar, con Churchill: «Solo creo en las estadísticas que yo mismo he manipulado.»

Cierto que los recelos de Adorno respecto del potencial violento de la Ilustración —que trazó un camino intelectual directo del estudio de Kant a las puertas de Auschwitz— se dejaba llevar quizá demasiado por la impresión que habían causado los asesinatos masivos, pero tampoco cabe duda de que Foucault, cuando intentó desenmascarar los argumentos de los filósofos ilustrados como mero discurso hegemónico, se centró en un aspecto importante, aunque cínico, de esa corriente de pensamiento. Pese a todo, el eje de empuje de esta crítica ha sido sumamente fructífero; sorprende ver cuántos ilustrados tenían, en el fondo, una imagen más bien pesimista del hombre, más cercana a Edward Bernays, el gurú neoyorquino de las relaciones públicas, que a Kant, y comprobar, por ejemplo, que también Thomas Hobbes y Voltaire, como Bernays y sus colegas, estaban convencidos de que había que dirigir y manipular a las masas por su propio bien. 

El sueño liberal hizo suyas esas ideas. Son muchos los que se definirían como liberales y, aunque parezca asombroso, muchos escritores y formadores de opinión expresan, ya en privado, ya en público, sus dudas respecto de su i una parte de la ciudadanía está i intelectualmente capacitada y lo bastante informada para votar. En los círculos liberales, la respuesta a esta pregunta era el fiat de los expertos, y esta solución, aunque sorprenda, con frecuencia ha funcionado. La unión Europea de hoy, inmersa en tantas crisis, es un ejemplo clásico de este proyecto de las élites que ha sido útil para tantas personas. 

No cabe duda de que la Unión Europea tiene muchos aspectos importantes que cabe criticar de forma legítima, pero solo sus adversarios más doctrinarios niegan que ha fomentado la paz y el desarrollo económico europeo aún cuando no se fundara por decisión popular ni por voluntad de los votantes, sino como iniciativa de un puñado de políticos visionarios. Puede que ahora un motivo para la desafección ciudadana resida en que la UE nunca se haya adaptado a unas circunstancias cambiantes y haya descuidado demasiado la cuestión de convertirse en una realidad vivible que atrajera a los europeos del mismo modo en que sus respectivas sociedades formaron a los estadounidenses, los alemanes y los griegos. A pesar de todo, la existencia de la UE sigue siendo una conquista histórica.

En este punto se plantea una larga serie de preguntas. Si, como se ha demostrado, la política de las élites liberales ha arrojado resultados tan buenos ¿significa eso que la política no es sino la suma de dos negocios, a saber, la decisiones tecnocráticas y la venta mediática de dichas decisiones? ¿Es eso democrático? ¿Y es inevitable en las sociedades complejas? ¿Resulta la imagen racionalista del hombre propia de la Ilustración, condición previa para el éxito del sueño liberal, demasiado esquemática y optimista: está demasiado impregnada por su herencia cristiana, y es, en consecuencia, deudora de una absurda historia sagrada que ahora llamamos progreso? ¿No tenían quizá razón los ilustrados cuando consideraron que muchos de sus contemporáneos no eran capaces de tomar decisiones importantes para su sociedad? Y, de ser así, ¿cómo deberían concebirse las sociedades futuras para no dilapidar su herencia liberal?

La gran ilusión

Uno de los ataques contemporáneos más interesantes a la Ilustración se debe al filósofo inglés John Gray, que opina que el relato ilustrado del progreso —en cierto modo, el motor que sigue propulsando a la Ilustración— no es más que una ilusión, una mentira, propaganda de autores demasiado optimistas o demasiado delirantes que llegaron a perder todo contacto con la realidad. En última instancia, Gray describe el mundo y la existencia humana como trágicos, y califica de ingenuos y condenados al fracaso todos los empeños por mejorarlo objetivamente, pues hace caso omiso voluntariamente de la verdadera naturaleza del hombre, un ser codicioso, miope, cruel y estúpido.

La idea de progreso —escribe Gray— descansa en la creencia de que más conocimiento y avance de la especie van de la mano... si no ahora, entonces a la larga. El mito bíblico de la caída contiene la verdad prohibida. El conocimiento no nos hace libres. Nos deja tal como siempre hemos estado, a merced de toda clase de locura. En la mitología griega encontramos la misma verdad. El castigo de Prometeo, encadenado a una roca por robar el fuego de los dioses, no fue una injusticia.

La pesimista visión de Gray tiene a su favor algunos argumentos de peso, y el principal remite a la naturaleza. Cuanto más de cerca observar los zoólogos el comportamiento social de otros mamíferos y, en especial, de los primates, tanto más claro queda que somos una parte no desdeñable de ese animal y lo mucho que nuestras prioridades —los candidatos más seguros a la trinidad de las motivaciones básicas son el sexo, el miedo y el reconocimiento— apenas se distinguen de las de esos animales y que, si bien somos más racionales y más aptos para el pensamiento simbólico, nuestros impulso, nuestros instintos y nuestros reflejo sociales nos siguen anclando en lo hondo de las sabanas de África y en una época en que la vida todavía era corta, brutal y muy sencilla. Somos primates que han aprendido a sobreestimarse exageradamente. 

* Philipp Blom (El gran teatro del mundo)

Lorenzo Marsili (Tu patria es el mundo entero)

La pretensión del neoliberalismo es que cada persona compita en el mercado con todas las demás, mientras es prácticamente imposible sustraerse a este comercio porque nuestra misma vida social —como cualquier usuario de Facebook sabe bien— se ha convertido en mercancía. El neoliberalismo toma el anarquismo y lo monetiza. La verdad es que los hombres y las mujeres del mundo global están trágicamente solos, a merced de fuerzas, esas sí, anárquicas en el sentido estricto de la palabra, es decir, sin gobierno ni mando, y federadas en su voluntaria extensión mundial. Son poderes frente a los cuales los individuos, privados de toda protección colectiva dotada de una fuerza igual, se transforman en bienes de intercambio devaluado. La libertad que de ello resulta es solo la del abandono, la del dejarse llevar como cuerpos inermes hacia un mar tempestuoso.

El despliegue mundial de los nuevos poderes acaba en un ahondamiento de la brecha de la unidad de clase entre una élite global y la ciudadanía nacionalizada. Reflejando la fragmentación del sistema-mundo, la recomposición rizomática de la riqueza y de la pobreza conduce a una renovada unidad de las élites. Hay ahora más semejanzas en los hábitos de vida, más comunidad de intereses —¡más «comunidad imaginada», más nación!—entre un profesional de Milán y otro de Johannesburgo que la que hay entre ellos y la franja más periférica de su país. Se trata, en algunos aspectos, de un retorno al concepto de «nación» que hemos visto surgir en la Sorbona medieval, es decir, una nueva parte de mundo que corta horizontalmente la adhesión social y efectiva a los propios Estados. Y mientras que la élites se unen cada vez más conjuntadas en una única tela de araña mundial, en todo el mundo los trabajadores son puestos en contra de otros trabajadores en una eficaz estrategia adecuada para dividir y gobernar. A menudo, los mismos bastiones obreros eligen a gobernantes nacionalistas que estigmatizan a los trabajadores de terceros países como si fueran estos la causa del empobrecimiento de los trabajadores nacionales.

Esta tendencia puede llevar a extremismos cuyo alcance aún se nos escapa: como la modificación biogenética de las personas va siendo cada vez más una perspectiva concreta, podemos imaginar —sin caer en la ciencia ficción—un futuro cercano en el que una parte de la humanidad conseguirá, a través de su riqueza y su posición privilegiada, aumentar sus capacidades mentales y motoras, dejando atrás a gran parte de la humanidad y transformando la diferencia entre clases en algo que se parece mucho a la diferencia entre especies. También esto, de alguna manera, es un retorno posmoderno al pasado: cuando la diferencia entre ricos y pobres era perfectamente identificable por las pronunciadas diferencias en expectativas de vida, apariencia externa y salud. La crisis climática, además, no hará más que dar mayor urgencia a este proceso; desde que hablamos de la crisis, el concepto de «apartheid climático» está entrando rápidamente en el debate público para señalar la gran brecha que se está creando entre aquellos que pueden pagarse su salvación (aunque sea temporal) y aquellos que, en cambio, se ven obligados a enfrentarse inermes a las peores consecuencias del desastre climático.

Este es el verdadero y posible nacionalismo del futuro, aparte del trucado que los vendedores de humo difunden hoy: la nación internacional de los privilegiados. No es pura casualidad que el politólogo búlgaro Iván Krastev identifique en el nacional-populismo una demanda latente de renacionalización de las élites. La demanda de una clase dirigente que recupere la relación orgánica con la nación de la que es parte. Eran —tiempo ha—los lazos de solidaridad nacional lo que garantizaba, aunque de forma limitada, la redistribución nación al de la riqueza y el sentimiento de un interés común por encima de las diferencias de clase. Apple será ciertamente estadounidense, pero no es para ella ningún problema mantener doscientos cincuenta millones de ganancias libres de impuestos fuera de Estados Unidos en paraísos fiscales; Ikea sigue ciertamente siendo sueca y continúa sirviendo salmón y albóndiguillas en sus restaurantes, pero lo cierto es que no contribuye al bienestar nacional eludiendo impuestos con su sede fiscal en Luxemburgo; Fiat, también podrá considerarse un pilar del industrialismo italiano, pero paga sus impuestos en los Países Bajos y gestiona su gobernanza desde Londres. Y lo que vale para las multinacionales vale también para las conocidas élites out of touch, distanciadas, cuya lejanía se manifiesta precisamente en la mirada que supera y va más allá de la comunidad de destino nacional. Nos encontramos hoy en el interior de un cosmopolitismo grotesco reducido a mero cosmos en el que no subsiste ninguna polis

«Este es el fin de la democracia liberal / ¡bienvenidos a la jungla!», grita Iggy Pop en una canción de 2018. Es una jungla inhumana, que hace sentirnos presa fácil y nos empuja al miedo y a la agresividad, al cierre privatístico y a la celebración fetichista de la nación. No sabemos cómo salir de esto. ¿Y si no conseguimos ver el hilo de Ariadna porque nosotros somos precisamente el hilo?

Ramón Bau (Wagner contra Nietzsche) Meditaciones sobre dos mundos enfrentados

Nietzsche: La puerta para el arte de la locura

La labor de Nietzsche a favor del nihilismo integral plantea que aquellos principios que se consideraban eternos son históricos, tienen génesis, y que no existe una última interpretación correcta, sino múltiples perspectivas que asumen su historicidad. Esta "fraseología" esconde simplemente que no hay verdades, valores, tradicionales ni errores... todo depende de cada momento (o sea de que se acepte por los que mandan, para hablar claro).

Así como Nietzsche trata de derrumbar el fundamento de la metafísica, Schönberg quiso hacer lo propio con el fundamento de la música tonal, estableciendo lo que él llamaba un nuevo lenguaje atonal, aunque fuera insensible y absurdo, aunque no gustase ni tuviera sentido sensible alguno.

Kandinsky quiso realizar el mismo trabajo que Schönberg en la pintura, "un nuevo lenguaje", o sea destruir el arte y conseguir un conjunto de colores y formas sin sentido elevado alguno.

Schönberg y Kandinsky mantuvieron una amistad basada en mutuos intereses desde 1911 hasta 1923, año en que se produce un alejamiento entre ellos debido a las relaciones de Kandinsky con el antisemitismo, dado que Schönberg era judío.

La ley tonal era considerada "la ley ética de la conciencia musical" y su abandono significa "la muerte de Dios", así interpretan a Nietzsche los destructores del arte.

La descomposición de la tonalidad y sus leyes "nace" al mismo tiempo que la disolución de los objetos y sus formas en la pintura. La característica de estas manifestaciones es que, como paso previo a la aparición de los "nuevos lenguajes", se produjo un largo período de negación y ruptura con los valores anteriores que dio lugar a obras anárquicas, que mostraban, sobre todo, la descomposición de las formas criticadas. Nietzsche es el que que abre la puerta a esa era de ruptura y destrucción de valores.

Para ello los "inventores de la música-ruido usan todo un vocabulario que oculta la realidad, veamos por ejemplo una de esas frases, pero pondré entre paréntesis y cursiva lo que realmente quieren decir: " La respuesta a la crisis (no saben hacerlo, por eso dicen que está en crisis) de las grandes tonalidades ("grandes tonalidades", así llaman los atonales a la música como Arte) sugerida a partir de Nietzsche-Schönberg es la de la posibilidad de la creación de nuevos órdenes (o sea ruidos) que ya no se consideran únicos, sino que reconocen su historicidad y contingencia (no gustan a nadie del pueblo pero se les dice que algún día gustará)".

El nihilismo tomó de Nietzsche una parte de su pensamiento, la destrucción de los valores, y con ello han establecido una doctrina que se basa en que no existen caminos trazados de antemano, estamos ante un desierto sin valores ni referencias, en cada momento nos construimos montajes provisionales, que son los que permiten seguir andando un tiempo.

Construcciones que se asumen como tales, temporales, y que deben ser destruidas a golpes de martillo cuando tienden a estatizarse demasiado, a convertirse en nuevos fundamentos últimos.

El Sentido último no existe, pero para que el caminar por el desierto no transforme en desierto la propia vida, se debe admitir la posibilidad de crear "verdades" provisionales" (votables por ejemplo).

Nietzsche ha sido usado como referencia de una relativismo desvalorizador que arruina todo sentido a cambio de la Utilidad. Los valores solo son aquellos que "son útiles", ¿a quién?, pues al poderoso, al que los impone, al usurero...

Así de un pensamiento elitista, que debía fundamentar al nuevo hombre, sale un conjunto de miserias de utilidad temporal para el poderoso... a eso colaboró Nietzsche sin quererlo.

           ------------------------------------------------------------------

Wagner nos ha dado el camino para una regeneración, que si bien en su tiempo era necesaria ahora es ya imprescindible. El Arte actual es un espectáculo del absurdo, estamos en esa era de la originalidad y el divertimento, hemos perdido no solo todo aquello que ya denunciaba Wagner, sino muchos más.

Si para Wagner le era sorprendente pensar en una Atenas donde treinta mil griegos fueran seriamente a asistir a un Trilogía trágica con aquel espíritu de Pueblo y de Sentimiento, hoy en día eso es un sueño irreal. No treinta mil, sino cien mil van a ver el espectáculo de sexo, ruido y originalidad de cualquier montaje multimillonario, pero en todo ello no hay un gramo de aquel arte que eleva, sino solo toneladas del montaje mercantil que asombra tanto por su absurdo como por su vacío mental y moral.

Estamos en la era en que "ha muerto dios" para la opinión oficial, y por ello el nihilismo y el poder del dinero han ocupado el lugar de los Valores. Solo el camino de Wagner nos podría sacar de este estado, un Arte que elevase el sentimiento, un Arte que nos diera sentido a lo puramente humano.

analytics