José R. Ayllón (Ética Actualizada)

Posverdad y fake news

Nuestro tiempo posmoderno —tan bien descrito por Bauman y Lipovetsky— es relativista, declaró superada la verdad y se instala en la posverdad. En 2016, posverdad fue elegida palabra del año por el Oxford English Dictionary, donde leemos que se trata de una predisposición a poner los sentimientos y las convicciones personales por encima de los hechos. Eso fue lo que determinó, según parece, la controvertida victoria de Donald Trump y del Brexit. Orwell, profético en su novela distópica 1984, describe el clima de posverdad cuando el término todavía no se había acuñado. Darío Villanueva, director de la Real Academia Española entre 2014 y 2019, la aborda con clarividencia en el artículo 174 de Nueva Revista:

La post-truth se nutre básicamente de las llamadas fake news, falsedades difundidas a propósito para desinformar a la ciudadanía con el designio de obtener réditos económicos o políticos. Eso es lo que con una precisión y economía lingüística admirables nuestra lengua denomina bulo: "Noticia falsa propalada con algún fin", según reza el diccionario.

Una falacia posmoderna —pensar que todas las opiniones son igual de respetables y valiosas— ha facilitado el auge de la posverdad. Esa falacia arraiga y crece fácilmente en un mundo donde la sobredosis de información hace que todo nos parezca confuso, profuso y difuso. La posverdad proporciona una tabla de salvación en medio de ese caos, nos brinda un mecanismo psicológico de defensa, la ilusión de saber a qué atenernos. Por eso aparece en cuestiones tan abiertas como el cambio climático, el feminismo o la inmigración, donde la ideología ayuda a tomar postura ante problemas que se nos escapan. Pero la ideología simplifica, distorsiona y barre para casa. Ya lo había dicho Nietzsche: no hay verdades; solo interpretaciones.

La situación descrita parece tan vieja como la humanidad. Tucídides observó que la primera víctima de toda guerra es la verdad. Maquiavelo no tiene empacho en afirmar que un gobernante prudente no puede ni debe mantener la palabra dada, cuando tal cumplimiento redunda en perjuicio propio y cuando han desaparecido ya los motivos que le obligaron a darla. Según Hannah Arendt, el "estar en guerra con la verdad" va implícito en la naturaleza de la política, definida en su día por Disraeli como "el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño".

Cervantes, por boca de don Quijote, nos previene contra la legión de encantadores que constantemente nos engañan. Sin duda habría aplaudido el magnífico libro Imperiofobia y Leyenda Negra, de María Elvira Roca. Entre sus innumerables ejemplos de manipulación, relativos a cinco siglos de historia de Occidente, encontramos el conocido casus belli que acabó con las últimas posesiones de España en América. 

Víctima de guerra, la verdad es también la primera víctima en la era digital, donde comprobamos a diario la proliferación de fake news, y se nos hace patente que los seres humanos somos "animales pirateables", pues las redes sociales adaptan y personalizan sus mensajes gracias a la información que nosotros mismos facilitamos. 

Decíamos que nada es nuevo bajo el sol. El el diario El País, en 2017, Julio Llamazares afirmaba con desparpajo que "la posverdad no es una forma de verdad, es la mentira de toda la vida". Pero es preciso añadir que la situación actual presenta dos preocupantes novedades: la amplia aceptación social de la mentira y el porcentaje creciente de los que mienten, pues convierten los casos puntuales en epidemia. 


La eutanasia

La opinión pública admite de buen grado que el primer derecho humano es el respeto a la vida. Al mismo tiempo cuestiona o niega ese derecho cuando se trata de enfermos incurables, deficientes mentales, minusválidos o embriones. A diferencia de la opinión pública, los profesionales de la salud suelen ser contrarios a las excepciones. El Código Español de Ética y Deontología Médica, en su artículo 28.1, es muy claro:

El médico nunca provocará intencionalmente la muerte de un paciente ni por propia decisión, ni cuando el enfermo o sus allegados lo soliciten, ni por ninguna otra exigencia. La eutanasia u homicidio por compasión es contraria a la ética médica. 

La palabra eutanasia está compuesta de dos términos griego: eu (buena) y thánatos (muerte). Significa causar directamente la muerte, sin dolor, a un enfermo incurable, a personas minusválidas o ancianas. Si se lleva a cabo mediante intervención médica, de ordinario administrando un fármaco, se llama eutanasia positiva. Existe también la eutanasia negativa, que consiste en la omisión de los medios ordinarios para mantener la vida del enfermo. Si la eutanasia es provocada por el propio sujeto se califica de suicida, y si busca eliminar de la sociedad a personas con una vida "sin valor", estamos ante una eutanasia eugenésica, como la practicada por los nazis con el fin de "purificar" la raza aria. 

Media docena de países (2019) han despenalizado la eutanasia. En otros se discute su posibilidad, a pesar de que en ninguno es percibida como prioridad por los ciudadanos. Sin demanda social, parece que estamos ante un caso de agenda ideológica. Tampoco la demanda justificaría la despenalización, pues el respeto a la vida es una cuestión prepolítica que debe estar blindada, no sujeta a votación. Cualquier marino sabe que una pequeña grieta en el casco puede acabar en hundimiento.

La tradición hipocrática en la que hunde sus raíces la medicina ha rechazado siempre, de forma taxativa, la utilización de la ciencia médica para causar la muerte. El artículo citado condena sin atenuantes ni excepciones la eutanasia, por ser objetivamente un homicidio, aunque subjetivamente se haya ejecutado por compasión. Y es que ningún sentimiento, por bueno y comprensible que sea, nos autoriza a eliminar una vida humana. Se debe legislar con buenas razones, no con buenos sentimientos. Y las leyes regulan conductas comunes que pueden ser tipificables. Los casos límite, particularmente dolorosos, en los que se dispensa la muerte no necesitan una ley despenalizadora, pues un juicio justo contemplará las circunstancias atenuantes o eximentes. 

Al código penal le atañe toda muerte producida a una persona por la mano de otra. De lo contrario, la supuesta compasión sería la más eficaz de las coartadas. No puede quedar fuera del código penal ningún tipo de homicidio, y la eutanasia los es.

Con frecuencia se plantea la cuestión como un dilema: sufrimiento o eutanasi. Pero el dilema deja de existir si somos capaces de aplicar unos cuidados paliativos que minimicen los padecimientos del enfermo hasta su muerte natural. Suprimir la vida en condiciones desesperadas es una reacción de huida comprensible, pero de huida al fin y al cabo. En cambio, luchar para evitar esas condiciones es un deber moral. 

Elettra Stimilli (Deuda y culpa)

ENTRE TEOLOGÍA POLÍTICA Y TEOLOGÍA ECONÓMICA

Más allá de los límites de la ciencia económica 

El predominio de la economía en todos los ámbitos de la vida política y social al que hemos asistido en los últimos treinta años lleva a reflexionar sobre la inédita relación que este proceder ha instaurado entre las modalidades de existencia de los individuos y la gestión económica global. No es que esta relación no existiera también en el pasado; la economía capitalista ha instituido siempre un íntimo vínculo con la vida individual, antes basado fundamentalmente en la explotación de capacidades específicas en forma de trabajo. Lo que hoy ha cambiado sustancialmente es el hecho de que entran en consideración no solo, y no únicamente, prestaciones específicas, sino la vida entera y la misma capacidad humana de dar valor a la vida. Este fenómeno es particularmente evidente en el actual proceso de financiarización de la economía.

Como sostiene el sociólogo Luciano Gallino, en los últimos tiempos hemos asistido al desarrollo de una «megamáquina» construida con «el objetivo de maximizar y acumular, en forma de capital y a la vez de poder, el valor extraíble del mayor número posible de seres humanos». El aspecto inédito de esta nueva forma de «extracción de valor» es el hecho de que «tiende a abarcar cada momento y cada aspecto de la existencia». Su fuerza y su éxito no se deben «a una economía que con sus innovaciones ha transformado la política, sino una política que ha identificado sus propios fines con los de la economía financiera».

Como máquina social, el capitalismo financiero ha superado todas las formas anteriores [...], debido a su extensión planetaria y a su penetración capilar en todos los subsistemas sociales y en todos los estratos de la sociedad, de la naturaleza y de la persona.

Por un lado, las operaciones económicas han alcanzado hoy un grado extremo de abstracción y son cada vez más dependientes de transacciones financieras que determinan el curso del mundo de una manera aparentemente autónoma con respecto a la economía real y las existencias individuales. Pero, por otro lado, invertir en la vida de los individuos es el objetivo central de las nuevas formas de espíritu emprendedor, que han caracterizado el giro neoliberal y el proceso de financiarización de la economía.

Lo que ha permitido a esta «megamáquina» funcionar de manera tan ramificada es justamente la estrecha relación instaurada con las vida de las personas. Condición imprescindible de este fenómeno es que la empresa —la empresa capitalista— ocupe el centro de todas las relaciones sociales, individualizándose en la forma de «empresa de sí mismos». Los individuos han sido inmersos en el proceso de extracción de valor, que es el punto de partida de la máquina capitalista, mediante una inversión sobre su misma existencia. A pesar del nivel extremo de abstracción alcanzado por las operaciones económicas que determinan la economía mundial y paralelamente con el vínculo cada vez más estrecho que se ha instaurado entre empresas y mercado financiero, la creciente incidencia de las finanzas en los mercados se conecta profundamente con el ritmo de la vida de las personas concebidas como «capital humano» y «empresa de sí mismas». La distinción entre economía real y economía financiera, en la que se basa gran parte de los estudios en este terreno, parece hoy muy problemática. Pero sobre todo pasan a primer plano elementos antes subvalorados o en todo caso considerados secundarios en el desarrollo de los procesos económicos. 

[...] El predominio de los mercados financieros sobre los gobiernos estatales es particularmente evidente en las políticas neoliberales relativas a la financiarización de las deudas soberanas. Fenómeno particularmente evidente en la actualidad en la Unión Europea, donde el proceso de financiarización de las deudas públicas de cada uno de los Estados se ha sancionado a menudo con tratados. Después del tratado de Maastricht de 1992, por ejemplo, los bancos centrales no pueden financiar directamente a los miembros de la Unión, que han de encontrar así en los mercados quién los financie. 

En este sentido, para los regulacionistas, el problema no es propiamente el relativo a la cuantía de la deuda pública, porque los Estados, en efecto, no pueden no endeudarse para ofrecer servicios y favorecer el desarrollo; la cuestión está, según ellos, en que con el predominio de los mercados financieros promovidos por las políticas neoliberales se debilita el papel regulador de los Estados nacionales. Estos pasan a ser sujetos económicos entre otros muchos, agentes económicos constantemente en déficit. Como se lee en el manifiesto de los economistas aterrorizados, «los Estados, por naturaleza supuestamente derrochadores», se han sometido «a la disciplina de los mercados financieros por naturaleza implícitamente eficientes y omniscientes». 

La perspectiva de los regulacionistas, aunque convincente en muchos puntos, quizá no tiene en cuenta de modo suficiente el papel activo desempeñado por los Estados en el giro neoliberal, su transformación en Estados generenciales y su participación directa en la implicación de las «empresas capitalistas» en los mercados financieros, de manera que en los últimos años hemos asistido prácticamente a una fusión entre empresas y finanzas con la participación de las mismas instituciones estatales.

Otro asunto que tal vez se subestima en la escuela de la regularización concierne al predominio de la deuda privada —origen del colapso de Estados Unidos en 2008 y de la propagación de la crisis por todo el planeta—, que ha precedido al problema de la deuda pública en los países miembros de la Unión Europea, distorsionando de alguna manera el sentido de este último o pasando tal vez definitivamente a un primer plano el papel en la vida económica. Para intentar reflexionar sobre estos puntos y profundizar en la cuestión sobre la relación entre economía y religión, de donde hemos partido, es particularmente útil una confrontación con los estudios de la Escuela de Regulación especialmente dedicados a la deuda.

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