Nuestro tiempo posmoderno —tan bien descrito por
Bauman y
Lipovetsky— es relativista, declaró superada la verdad y se instala en la posverdad. En 2016,
posverdad fue elegida palabra del año por el
Oxford English Dictionary, donde leemos que se trata de una predisposición a poner los sentimientos y las convicciones personales por encima de los hechos. Eso fue lo que determinó, según parece, la controvertida victoria de
Donald Trump y del Brexit.
Orwell, profético en su novela distópica
1984, describe el clima de
posverdad cuando el término todavía no se había acuñado.
Darío Villanueva, director de la Real Academia Española entre 2014 y 2019, la aborda con clarividencia en el artículo 174 de Nueva Revista:
La post-truth se nutre básicamente de las llamadas fake news, falsedades difundidas a propósito para desinformar a la ciudadanía con el designio de obtener réditos económicos o políticos. Eso es lo que con una precisión y economía lingüística admirables nuestra lengua denomina bulo: "Noticia falsa propalada con algún fin", según reza el diccionario.
Una falacia posmoderna —pensar que todas las opiniones son igual de respetables y valiosas— ha facilitado el auge de la posverdad. Esa falacia arraiga y crece fácilmente en un mundo donde la sobredosis de información hace que todo nos parezca confuso, profuso y difuso. La posverdad proporciona una tabla de salvación en medio de ese caos, nos brinda un mecanismo psicológico de defensa, la ilusión de saber a qué atenernos. Por eso aparece en cuestiones tan abiertas como el cambio climático, el feminismo o la inmigración, donde la ideología ayuda a tomar postura ante problemas que se nos escapan. Pero la ideología simplifica, distorsiona y barre para casa. Ya lo había dicho Nietzsche: no hay verdades; solo interpretaciones.
La situación descrita parece tan vieja como la humanidad.
Tucídides observó que la primera víctima de toda guerra es la verdad.
Maquiavelo no tiene empacho en afirmar que un gobernante prudente no puede ni debe mantener la palabra dada, cuando tal cumplimiento redunda en perjuicio propio y cuando han desaparecido ya los motivos que le obligaron a darla. Según
Hannah Arendt, el "estar en guerra con la verdad" va implícito en la naturaleza de la política, definida en su día por Disraeli como "el arte de gobernar a la humanidad mediante el engaño".
Cervantes, por boca de don Quijote, nos previene contra la legión de encantadores que constantemente nos engañan. Sin duda habría aplaudido el magnífico libro Imperiofobia y Leyenda Negra, de María Elvira Roca. Entre sus innumerables ejemplos de manipulación, relativos a cinco siglos de historia de Occidente, encontramos el conocido casus belli que acabó con las últimas posesiones de España en América.
Víctima de guerra, la verdad es también la primera víctima en la era digital, donde comprobamos a diario la proliferación de fake news, y se nos hace patente que los seres humanos somos "animales pirateables", pues las redes sociales adaptan y personalizan sus mensajes gracias a la información que nosotros mismos facilitamos.
Decíamos que nada es nuevo bajo el sol. El el diario El País, en 2017, Julio Llamazares afirmaba con desparpajo que "la posverdad no es una forma de verdad, es la mentira de toda la vida". Pero es preciso añadir que la situación actual presenta dos preocupantes novedades: la amplia aceptación social de la mentira y el porcentaje creciente de los que mienten, pues convierten los casos puntuales en epidemia.
La eutanasia
La opinión pública admite de buen grado que el primer derecho humano es el respeto a la vida. Al mismo tiempo cuestiona o niega ese derecho cuando se trata de enfermos incurables, deficientes mentales, minusválidos o embriones. A diferencia de la opinión pública, los profesionales de la salud suelen ser contrarios a las excepciones. El Código Español de Ética y Deontología Médica, en su artículo 28.1, es muy claro:
El médico nunca provocará intencionalmente la muerte de un paciente ni por propia decisión, ni cuando el enfermo o sus allegados lo soliciten, ni por ninguna otra exigencia. La eutanasia u homicidio por compasión es contraria a la ética médica.
La palabra eutanasia está compuesta de dos términos griego: eu (buena) y thánatos (muerte). Significa causar directamente la muerte, sin dolor, a un enfermo incurable, a personas minusválidas o ancianas. Si se lleva a cabo mediante intervención médica, de ordinario administrando un fármaco, se llama eutanasia positiva. Existe también la eutanasia negativa, que consiste en la omisión de los medios ordinarios para mantener la vida del enfermo. Si la eutanasia es provocada por el propio sujeto se califica de suicida, y si busca eliminar de la sociedad a personas con una vida "sin valor", estamos ante una eutanasia eugenésica, como la practicada por los nazis con el fin de "purificar" la raza aria.
Media docena de países (2019) han despenalizado la eutanasia. En otros se discute su posibilidad, a pesar de que en ninguno es percibida como prioridad por los ciudadanos. Sin demanda social, parece que estamos ante un caso de agenda ideológica. Tampoco la demanda justificaría la despenalización, pues el respeto a la vida es una cuestión prepolítica que debe estar blindada, no sujeta a votación. Cualquier marino sabe que una pequeña grieta en el casco puede acabar en hundimiento.
La tradición hipocrática en la que hunde sus raíces la medicina ha rechazado siempre, de forma taxativa, la utilización de la ciencia médica para causar la muerte. El artículo citado condena sin atenuantes ni excepciones la eutanasia, por ser objetivamente un homicidio, aunque subjetivamente se haya ejecutado por compasión. Y es que ningún sentimiento, por bueno y comprensible que sea, nos autoriza a eliminar una vida humana. Se debe legislar con buenas razones, no con buenos sentimientos. Y las leyes regulan conductas comunes que pueden ser tipificables. Los casos límite, particularmente dolorosos, en los que se dispensa la muerte no necesitan una ley despenalizadora, pues un juicio justo contemplará las circunstancias atenuantes o eximentes.
Al código penal le atañe toda muerte producida a una persona por la mano de otra. De lo contrario, la supuesta compasión sería la más eficaz de las coartadas. No puede quedar fuera del código penal ningún tipo de homicidio, y la eutanasia los es.
Con frecuencia se plantea la cuestión como un dilema: sufrimiento o eutanasi. Pero el dilema deja de existir si somos capaces de aplicar unos cuidados paliativos que minimicen los padecimientos del enfermo hasta su muerte natural. Suprimir la vida en condiciones desesperadas es una reacción de huida comprensible, pero de huida al fin y al cabo. En cambio, luchar para evitar esas condiciones es un deber moral.