Rafael Poch-de-Feliu (Entender la Rusia de Putin) De la humillación al restablecimiento

 HUMILLACIÓN

La Rusia postsoviética y el particular régimen del presidente Putin, su nacionalismo, su crítico desdén y desconfianza hacia Occidente y su cínico escepticismo hacia los valores reclamados como «occidentales», así como el considerable consenso que todo ello tiene en la sociedad rusa, no se comprenden sin entender a los años noventa, al periodo de Yeltsin (desde la disolución de la URSS hasta la llegada al poder de Putin, a partir de 1999) y al rasgo central que esa década imprimió en la conciencia social y nacional de los rusos: la humillación. 

Esta humillación tuvo dos vectores, uno interior y otro exterior.

En en ámbito interior, la aplicación del llamado Consenso de Washington —es decir, las recetas económicas del capitalismo neoliberal del momento (privatización, desregulación estatal, liberación de los precios) pensadas para economías de mercado— tuvo un efecto particularmente devastador en Rusia, cuyo sistema económico burocrático-administrativo, plagado de acuerdos informales y subterráneos entre sus sujetos, y ajeno a procedimientos legalmente definidos, no era una economía de mercado, sino otra cosa muy diferente.

No voy a entrar en detalles sino sólo en las consecuencias: un desastre social para la mayoría y unas oportunidades inauditas de enriquecimiento para los sectores dirigentes del antiguo régimen, sumados a otros grupos de la sociedad soviética reconvertidos: delincuentes y hombres de negocios de la economía sumergida, militares, deportistas, agentes de los servicios de seguridad, etcétera.

El desastre social fue consecuencia del derrumbe general de la economía; la producción cayó un 20%, la inflación fue del 2.500% en 1992 (1.000% en 19993, 315% en 1994...) Todo eso volatizó los ahorros de 118 millones de personas en las cajas de ahorro. La liberación de los precios y la retirada de subvenciones arruinaron el sector agrario y la industria. El dólar, que en 1990 se cotizaba a 6 rublos, pasó a 120 rublos en mayo de 1992 y a 500 en enero de 1993. Los sueldos y las pensiones se volvieron ridículos.

El académico Georgi Arbatov, un respetado profesor de Relaciones Internaciones, explicaba que sus ahorros, que en 1991 alcanzaban para un retiro holgado, pasaron de un día a otro a valer el equivalente al precio de un par de zapatos. 

Muchas empresas, arruinadas por el desbarajuste, dejaron de pagar parte de los salarios a sus empleados; en 1993, los trabajadores de la industria sólo recibieron (como medida) el 58% de sus salarios, los de la construcción el 74% y los de la agricultura el 67%. El consumo medio de los principales alimentos básicos cayó entre un 30% y un 40% desde 1990  hasta 1994. Y eso en un contexto en el que se acabó con el panorama de tiendas vacías y mal abastecidas, lo que introducía una nueva ansiedad: ahora había de todo en las tiendas. La barrera era el dinero. La sociedad soviética, que pese a su precariedad en muchos aspectos gozaba de una nivelación social comparable a la de los países (escandinavos) más avanzados de Europa Occidental, se convirtió en una de las más desiguales del mundo en cuanto a ingresos (a niveles latinoamericanos).

Lo que este derrumbe significó para la autoestima de las personas, su papel en la vida y en la sociedad, su identidad (profesional, familiar), prestigio, estatus, sus valores, etc, es algo difícil de imaginar para quien no lo haya vivido en su propia piel, algo que las cifras no revelan.

Un respetado pensionista excombatiente condecorado, un profesor de universidad o un obrero cualificado se convertían en marginados sociales, mientras a su lado el jovencito espabilado que trapicheaba comprando y vendiendo productos de exportación o el facineroso con buenos contactos comerciales progresaban.

Mi propia secretaria, que ganaba 200 dólares al mes haciendo trabajos banales (concertar citas, buscar documentación, transcribir cintas de entrevistas o cosas así), vio cómo su sueldo cambiado a rublos superaba casi cien veces el de su marido, profesor de Física en la mejor universidad moscovita. Todo eso creaba crisis familiares, multitud de divorcios, crisis de identidad, suicidios y caídas, fundamentalmente masculinas, en el alcoholismo (porque el precio del vodka fue de los pocos que bajaron)... En las calles había multitud de ancianos vendiendo sus pertenencias, hasta sus condecoraciones de guerra, para comprar lo más básico.

[...] El grupo de asesores de Harvard, patrocinados por la USAID, la agencia de EEUU tradicionalmente enfocada para guiar a los regímenes de la repúblicas bananeras de América Latina, redactaba «centenares de decretos», presidenciales. El vicesecretario del Tesoro de EEUU, Lawrence Summers, impartía instrucciones al jefe de la administración presidencial, Anatoli Chubáis. Jeffrey Sachs, uno de aquellos expertos, que llegó a Rusia tras haber asesorado al Gobierno polaco a finales de los ochenta y al gobierno de Bolivia, confesó, veinte años después de los hechos, su estupefacción al constatar la «cruel negligencia» con la que la Administración norteamericana asesoraba a Rusia:

Necesité veinte años para hacerme un juicio apropiado de lo que ocurrió después de 1991. ¿Por qué Estados Unidos, que se había comportado con tan buen sentido y previsión en Polonia, actuó con tal cruel negligencia en el caso de Rusia? Paso a paso y testimonio tras testimonio, la verdadera historia vio la luz. Occidente había ayudado a Polonia financiera y diplomáticamente porque Polonia debería convertirse en el muro oriental de una expansión la OTAN. Polonia era Occidente y por lo tanto merecía ayuda. Rusia, por el contrario, era vista por los líderes de Estados Unidos aproximadamente de la misma forma en que Lloyd George y Clemenceau habían visto a Alemania en Versalles: como un enemigo merecedor de ser aplastado, no ayudado.

En la clase política rusa la situación dio lugar a una pelea por el poder entre grupos rivales que Yeltsin zanjó, en octubre de 1993, con un sangriento golpe de Estado que disolvió a cañonazos el primer Parlamento plenamente electo de la historia rusa, para imponer un régimen «presidencialista» que convirtió el Parlamento en un adorno y en omnipotente al presidente: un regreso a la ya descrita autocracia moscovita tradicional, que Gorbachov había alterado con el insólito procedimiento de transferir sus poderes absolutos de secretario general del Partido Comunista a las cámaras electas.

Todas esas escenas bananeras fueron aplaudidas con entusiasmo desde Occidente y vendidas por sus medios de comunicación como victorias de la democracia, pero el conjunto de la situación tuvo su humillante correspondencia en el ámbito exterior: Occidente le perdió por completo el respeto a Rusia. Eso era comprensible, teniendo en cuanta no sólo el desbarajuste militar evidenciado en Chechenia, sino sobre todo el espectáculo que los dirigentes rusos ofrecieron mientras se llenaban los bolsillos privatizando, parasitando y esquilmando todo aquello de lo que se podía extraer beneficio. Y eso era mucho. 

Rusia disponía del grueso de las riquezas de la URSS, era una potencia energética, gran productor mundial de oro, diamantes, aluminio, metales raros, etc. Todo eso, más o menos privatizado o comprado a precios interiores de risa, se vendía a precios de mercado en el extranjero alimentando colosales fortunas.

A principios de los noventa, tres toneladas de petróleo costaban en Rusia 2,1 dólares, casi lo mismo que una cajetilla de cigarrillos norteamericanos, mientras que en el extranjero el precio se multiplicaba por 300. Algo parecido pasó con muchos otros recursos, y la repentina y masiva venta de materias primas rusas reventó los precios en los mercados internacionales. 

Otras fuentes de enriquecimiento fueron las especulaciones financieras y la exportación de armas. Todas estas vías precisaban de una condición: pertenecer o tener una conexión directa con el sector social dirigente, administrador de todos estos recursos en el antiguo régimen; altos funcionarios de la política y la economía, autoridades administrativas, expertos, jefes militares o del sector militar-industrial. 

[...] Apareció una nueva categoría de personajes, los «banqueros», que se encargaban de hacer llegar esos dineros al extranjero. Muchas veces esos personajes aprovechaban la situación para quedarse parte del dinero, o simplemente eran testigos de los tejemanejes económicos de los nuevos ricos. Por eso, en calidad de únicos testigos conocedores de la existencia del capital d Fulano o Mengano en tal o cual sede bancaria extranjera, eran eliminados: sólo en 1993 fueron asesinados más de un centenar de «banqueros», frecuentemente a manos de sus propios guardaespaldas...

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