Michel Onfray (Sabiduría)

    La dulzura cínica de Luciano

Luciano de Samósata, hoy Samsat, en Turquía, es quien concibe la idea de que filosofar es en verdad burlarse de la filosofía. No burlarse en términos absolutos, todo el tiempo, haga lo que haga y diga lo que diga, sino cuando propone tareas imposibles de realizar y hace que el filósofo sea el bufón de su propia disciplina.

Parte del principio de que nadie está obligado a adoptar el modo de vida de los cínicos, los estoicos, los pirronianos o los epicúreos, sino que, una vez elegido el Cinosargo en lugar del Pórtico o el Jardín, uno debe vivir según el orden que haya escogido. Cuestión de coherencia, de congruencia y de credibilidad.

Los profesores y los investigadores, los universitarios y los doctores a quienes les encanta etiquetar y meter en cajones bien ordenados a los filósofos no lo tienen nada fácil con él. ¿Es sofista? No, puesto que no cobra. ¿Es platónico? No, puesto que no se conforma con las palabras y las bellas ideas. ¿Es aristotélico? No, puesto que en él no hay ni rastro de enciclopedia. ¿Es estoico? No, puesto que no propone tragarse un carbón ardiente sin pestañear. ¿Es epicúreo? No, puesto que no quiere ser el discípulo de una escuela, aunque sí trata de encontrar placer en las pequeñas felicidades, en las cosas sencillas y modestas que la vida a veces nos ofrece. ¿Es pitagórico? No, privarse de carnes y de habas, vestirse con lino y creer que quizás su ancestro fue un chacal es poco para él. ¿Es escéptico? No, la duda no forma parte de sus certidumbres. ¿Es cínico? No, si ello exige adherirse a los principios del Cinosargo, pero sin duda es por este lado por donde hay que buscar para encontrar el traje que mejor le sienta. 

En su vida no hay excesos al modo de Diógenes y sus discípulos: no se masturba en el ágora, no se tira pedos en público, no copula con mujeres en la calle, no trata a sus discípulos a bastonazos, no vive en un ánfora, no insulta al emperador, no exhibe un manto mugriento como signo vanidoso de su humildad, no despluma a un pollo para demostrar que Platón se equivoca al definir al hombre como un bípedo sin plumas, no pide lecciones de sabiduría al pez que se masturba, no come carne humana, no desea abandonar su cadáver a los perros y a las aves de presa.

Pero comparte con los cínicos la simple franqueza y el gusto por la verdad, el rechazo de las concesiones y la ironía desenfrenada, el humor grueso y la línea clara del moralista, no la del que da lecciones de moral, sino de quien ha sondeado el corazón de los hombres y describe la escoria que hay en él.

He aquí por qué, en qué y cómo es un filósofo. No como hombre de secta, como discípulo de un maestro o como devoto de una causa, sino como francotirador que, al modo de Diógenes y Aristipo, ha aprendido de Sócrates que la tarea del filósofo es, para emplear una expresión nietzscheana, «incomodar a los estúpidos».

No llevó una vida filosófica porque vio demasiado bien lo poco que la llevaban los filósofos oficiales... Se rio de los bellos sistemas de hermosas ideas y de grandes y generosos proyectos enseñados por gente que se las daban de filósofos pero vivían una vida en las antípodas de lo que profesaban.  Fue un espectador de los sectarios y concluyó que toda escuela es una cárcel y que la filosofía no puede ser un dogma ni un catecismo, sino un arte de reírse de los desplantes y las falsas apariencias, de los mitos y las fábulas, de las leyendas y las ficciones, de los dioses y las religiones.

Luciano nació probablemente en Siria en el siglo II después de Cristo. Toda su vida conservó un acento que lo identificaba como oriundo de esas tierras. Su familia, muy modesta, pudo ofrecerle sin embargo los medios para ascender socialmente. A los catorce años, sus padres deciden que adopte la profesión de escultor. Podrá aprender el oficio en casa de su tío materno y así ganarse rápidamente la vida. El primer día, Luciano rompe accidentalmente una placa de mármol y huye para evitar el castigo. Vuelve a casa de sus padres; su progenitor lo consuela y se va a la cama.

Sueña que dos mujeres se disputan su destino: una, la Escultura, tiene un aspecto rudo y sucio; la otra, la Educación, le parece elegante y bien vestida. A continuación se produce un intercambio de argumentos entre las dos mujeres para obtener la conformidad del hombre dormido. La Educación se muestra más convincente. Luciano entra entonces en la carrera intelectual y vuelve la espalda al destino de una profesión manual, que es el que le habían asignado.

Parte a Jonia con la intención de aprender retórica en la escuela de lo sofistas, donde se enseña el arte de hablar, un arte con el cual tanto se puede iniciar una carrera política como descubrir nuestra vocación para la filosofía. Al comienzo, las disciplinas no estaban netamente separadas.

De momento, su formación lo conduce al oficio de abogado. Tiene unos veintiocho años y no es particularmente brillante en el pretorio. Antioquía, la ciudad donde ejerce, es en esa época un importante centro cultural en el que conviven cristianos y paganos. El mundo antiguo, que aún no se sabe que pronto será caduco, convive con el nuevo, que ignora que lo será. 

Es muy probable que fuese el derecho, y no el arte de hablar, lo que no era lo suyo, pues al abandonar el oficio Luciano no deja de ejercer el magisterio de la palabra. De hecho, se convierte en conferenciante. Viaja entonces a la Galia Cisalpina y a Italia. Obtiene cierta fama y gana dinero. En la Galia, se hace con una cátedra municipal muy bien pagada en la que enseña retórica. Su arte oratoria es contenida y se inscribe en lo que se denomina «segunda sofística», un aticismo sobrio frente a los excesos del asianismo.

En Roma, según escribe en su Filosofía de Nigrino, conoce al filósofo platónico de dicho nombre. En la casa de un oculista, dice. Recordemos que la anécdota no es necesariamente cierta desde el punto de vista histórico, pero que siempre lo es desde un punto de vista alegórico y simbólico. Hay que entender de ese encuentro, que no forzosamente tuvo lugar en la residencia de un auténtico oftalmólogo, que Luciano estaba afectado por una patología metafórica que le impedía ver lo que había que ver, y que el encuentro le abrió los ojos sobre lo que había que ver y cómo había que verlo...

¿Qué produjo esa conversión? Nigrino le habló de aquello de lo que hay que liberarse para alcanzar la felicidad: los honores, el dinero, el poder, el lujo y la molicie. Le presenta Grecia como el lugar de la virtud y la vida honesta, de la coincidencia entre las palabras y los actos; en cambio, abomina de Roma, a la que describe como el lugar de los vicios, de la corrupción, de la calumnia, del orgullo, los festines, la adulación, los asesinatos y la falsa amistad. 

Luciano se instala entonces en Atenas, a la que admira por su vida intelectual. Rompe así con su antigua vida y se convierte a la filosofía. Se pasa allí unos veinte años.

En el año 165, en Olimpia, asiste al suicidio del filósofo Peregrino de Pario, Dedica un diálogo a este acontecimiento. Peregrino había decidido convertir su suicidio en un espectáculo: escogió la celebración de los Juegos Olímpicos para arrojarse a una hoguera preparada al efecto. Luciano se burla de la pretensión de convertirse en espectáculo de ese hombre que fue pagano, luego cristiano, luego cínico y luego nada, o tal vez algo vagamente emparentado con el brahmanismo. 

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