Hannah Arendt (En el presente) Ensayos políticos

LAS SECUELAS DEL RÉGIMEN NAZI:
UN REPORTAJE DESDE ALEMANIA 
(1950)

[...] Las mentiras de la propaganda totalitaria se diferencian de las mentiras habituales de los regímenes no totalitarios en momentos de emergencia por su constante negación de la importancia de los hechos en general: todos los hechos pueden ser cambiados, y todas las mentiras pueden convertirse en verdad. El sello nazi en la mente alemana consiste fundamentalmente en este adiestramiento, a causa del cual la realidad ha dejado de ser la suma total de los crudos y ineludibles hechos, y se ha convertido en un conglomerado de sucesos y eslóganes siempre cambiantes en el que la misma cosa puede ser hoy verdadera y mañana falsa. De hecho, este adiestramiento podría ser una de la razones de las escasas huellas del adoctrinamiento nazi (algo que resulta sorprendente), así como la falta de interés (también sorprendente) por refutar las doctrinas nazis. Lo que tenemos ante nosotros no es el adoctrinamiento, sino la incapacidad o falta de voluntad de distinguir entre hechos y opiniones. Una discusión sobre los acontecimientos de la Guerra Civil española discurriría en el mismo plano que una discusión teórica sobre las virtudes y los defectos de la democracia. 

[...] Con el derrumbe del nazismo, los alemanes se encontraron expuestos de nuevo a los hechos y la realidad. Pero la experiencia del totalitarismo les había privado de toda capacidad espontánea de expresión y de comprensión, de forma que ahora, a falta de toda línea oficial que lo guíe, se han quedado, por así decirlo, sin palabras, incapaces de articular pensamientos y de expresar de forma adecuada sus sentimientos. La atmósfera intelectual está cargada de vagas e inútiles generalizaciones, de opiniones formadas mucho antes de que ocurriesen los hechos a los que se supone que deben ajustarse. Una se siente oprimida por una especie de ubicua estupidez pública, de la que no puede esperarse que juzgue correctamente ni siquiera los sucesos más elementales, y que hace posible, por ejemplo, que un periódico se lamente de que «una vez más el mundo nos abandona». Se trata de una afirmación que, en su ciego egocentrismo, es comparable al comentario recogido por Ernst Jünger en sus diarios de guerra —Strahlungen [Radiaciones], 1949—, un comentario que el autor oyó en una conversación a propósito de prisioneros rusos destinados a trabajos forzados cerca de Hannover, que obviamente estaban famélicos: «Parece que entre ellos hay canallas, pues roban la comida a los perros—. Como Jünger observa,  «a menudo se tiene la impresión de que las clases medias alemanas están poseídas por el diablo». 


DESOBEDIENCIA CIVIL
(1972)

[...] La desobediencia a la ley, civil y penal, se ha convertido en un fenómeno de masas durante los últimos años, no solo en América sino también en muchas otras partes del mundo. Este fenómeno mundial del desafío a la autoridad establecida, religiosa y secular, social y política, quizá sea considerada algún día como el acontecimiento primordial de la última década. Sin duda, «las leyes parecen haber perdido su poder». Visto el fenómeno desde el exterior y con perspectiva histórica, es difícil imaginar una señal más clara y explícita de la inestabilidad interna y la vulnerabilidad de los gobiernos y los sistemas legales actuales. Si la historia nos enseña algo sobre las causas de la revolución —no enseña mucho, pero desde luego bastante más que las teorías de las ciencias sociales—, es que la desintegración de los sistemas políticos precede a las revoluciones, que el síntoma revelador de la desintegración consiste en la progresiva erosión de la autoridad gubernamental y que esta erosión es causada por la incapacidad del gobierno para funcionar adecuadamente, incapacidad de la que brotan las dudas de los ciudadanos acerca de la legitimidad de dicho gobierno. Esto es lo que los marxistas solían llamar una «situación revolucionaria» —la cual, desde luego, en la mayoría de los casos no da lugar a una revolución. 

[...] De todos los medios que los desobedientes civiles pueden emplear en el curso de la persuasión y la dramatización, el único que justifica que se les llame «rebeldes» es el de la violencia. De ahí que la segunda característica, generalmente aceptada como necesaria, de la desobediencia civil sea la no violencia, y de ahí que la [«desobediencia civil no equivale a la revolución»]. A diferencia del revolucionario, el desobediente civil acepta el marco de la autoridad establecida y la legitimidad general del sistema de leyes. 

[...] «Las cosas de este mundo se hallan en tal constante fluir que nada permanece largo tiempo en el mismo estado».  Si esta sentencia, escrita por Locke hace trescientos años, fuese formulada ahora, parecería un eufemismo de nuestro siglo. En cualquier caso, nos recuerda que el cambio no es un fenómeno moderno, sino algo inherente a un mundo habitado y establecido por seres humanos, que al nacer vienen a él como forasteros y recién llegados (vέol, los nuevos, como los griego solían llamar a los jóvenes) y que parten de él justo cuando han adquirido la experiencia y la familiaridad que, en ciertos casos contados, hacen que uno se convierta en «sabio», que conozca los caminos del mundo. Los «hombres sabios» han desempeñado papeles diversos, y a veces significativos en los asuntos humanos, pero la cuestión es que siempre han sido hombres viejos, a punto de desaparecer del mundo. Su sabiduría, adquirida en la proximidad de la partida, no puede gobernar un mundo expuesto a la constante arremetida de la inexperiencia y la «estupidez» de los recién llegados, y es probable que sin esta interrelación de la natalidad y la mortalidad, que garantiza el cambio e imposibilita el gobierno de la sabiduría, la raza humana se habría extinguido hace ya tiempo debido a un insoportable aburrimiento.

Terry Eagleton (Materialismo)

PREFACIO

Este es, entre otras cosas, un libro acerca del cuerpo, pero no (al menos así lo espero fervientemente) de la clase de cuerpo hoy en boga en el ámbito de los estudios culturales y que, como tema de debate, ha llegado a resultar limitado, exclusivista y repetitivo hasta el tedio. Así pues, existe cierto subtexto polémico en el presente estudio en la medida en que busca examinar unos modos de «criaturidad» humana que la ortodoxia posmoderna ha marginado en gran medida, pero que se dan en todos los cuerpos independientemente de, digamos, el género y la etnia. Estoy convencido de que ese descarado universalismo habrá de resultar bastante escandaloso para los comisarios del discurso cultural contemporáneo.

Pareciera que aquellos alumnos de posgrado de todo el mundo que en estos tiempos no se dedican al estudio de vampiros y novelas gráficas se ocupan del cuerpo, pero de manera que excluyen ciertos planteamientos productivos respecto al tema. Como de costumbre, quienes cantan las excelencias de la inclusividad se muestran notablemente ignorantes de lo mucho que deja fuera la propia jerga por la que ellos mismos optan. Los estudios culturales tratan sobre todo del cuerpo étnico, genérico, queer, hambriento, construido, perecedero, decorado, discapacitado, cibernético, biopolítico; del cuerpo como objeto de la mirada sexual, sede de placer y de dolor, dotado de poder, disciplina y deseo. En cambio, el cuerpo humano del que se ocupa este libro es de un tipo más rudimentario. Para empezar, no se trata de una construcción cultural. Lo que se predica de él vale tanto en Camboya como en Chentelham, tanto para la mujer belga como para el hombre de Sri Lanka. Si se da en el caso de Hillary Clinton, también se dio en Cicerón. Es probable que solo aquellos dogmáticos posmodernos para los cuales, por asombroso que parezca, toda pretensión de universalidad es opresiva (a excepción de su pretensión concreta) se sientan escandalizados por semejante planteamiento [...]

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Razonar es algo que está entretejido en nuestros proyectos prácticos, pero dichos proyectos, en sí mismo, no son asuntos puramente racionales. La meta final de toda actividad humana son la felicidad y el bienestar. Pero, aunque la fatigosa tarea de aprender a alcanzarlos implica la razón, no puede reducirse a ella. Y no porque la racionalidad sea una cuestión clínica y desapasionada: razonar es esforzarse por ver una situación tal y como es en realidad, una empresa agotadora que implica elevar la mirada por encima de nuestro narcisismo endémico y nuestro propio interés. También exige paciencia, persistencia, habilidad, honestidad, humildad y valentía para admitir que uno se ha equivocado, predisposición a confiar en los demás, prevención ante las fantasías tranquilizadoras y las ilusiones beneficiosas, aceptación de lo que puede ir en contra de los propios intereses, etcétera. En este sentido, la objetividad es una cuestión moral. No tiene nada que ver con una imparcialidad desapasionada. Todo lo contrario: nos interesa ser racionales. Puede incluso se una cuestión de supervivencia. Mostrarnos abiertos a la realidad de una situación es manifestar una preocupación desinteresada por ella, y la preocupación desinteresada por lo que se encuentra más allá del bullicioso ego se conoce tradicionalmente como amor. En este sentido, el amor y el conocimiento son aliados, afinidad más que obvia cuando se trata del conocimiento de otras personas. Solo podemos conocer a los demás si se prestan a ello voluntariamente, lo que a su vez implica confianza, lo que a su vez es, en sí mismo, una especie de amor. 

Los sentimientos, como los pensamientos, pueden ser tanto racionales como irracionales. Pueden ser adecuados a la naturaleza del objeto, o pueden resultar desproporcionados con respecto a esta, como ocurre en el caso del sentimentalismo. Es racional llorar la muerte de un ser querido, pero irracional tirarse por un precipicio cuando tu hámster exhala su último suspiro. 

[...] Una racionalidad no fundamentada en la existencia práctica, sensorial, no es solo defectuosa, sino que en realidad no es racional. Una razón descolgada de los sentidos es una forma de locura, como descubre el rey Lear. Un nombre para lo que podríamos denominar razonamiento sensual es la estética, que en un primer momento ve la luz no como discurso sobre el arte, sino como discurso sobre el cuerpo. Representa un intento por parte de una forma notablemente fría de la razón ilustrada de incorporar lo que podría llamarse la lógica de los sentidos. La estética moderna inicia su andadura como intento de devolver el cuerpo a una forma de racionalidad que corre el peligro de librarse de ella por considerarla exceso de equipaje. Es en la obra de arte, sobre todo, donde la labor racional y la sensorial conspiran de manera fructífera. Sin embargo, lo estético no es solo un suplemento de la razón, tal como la ilustración tendía a creer. Sin reconocer que su fuente está en la vida sensorial, la razón no pude, de entrada, ser auténticamente racional. Una racionalidad distintivamente humana es la que responde a las necesidades y los confines de la carne.

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Eagleton, Terry (Humor) 

Fernando Savater (Nihilismo y acción)

La única manera de no colaborar con el daño del ser parece consistir en abstenerse de actuar; pues de nada servirá el obrar movido por las mejores intenciones, ya que los efectos malignos inherentes a la acción escapan a nuestros propósitos, en el caso improbable de que nuestras intenciones fuesen realmente buenas, hipótesis que la introspección no hipócrita rara vez confirma. «Descubro en mí tanto mal como en cualquier otro, pero, execrando la acción, madre de todos los vicios, no soy causa de sufrimientos de nadie». No podemos evitar el ser malos, en la medida en que formamos parte del concierto universal, pero sí podemos rechazar la tentación de hacer el mal o, sencillamente, de hacer. Los Fraticelli del siglo XIV, herejes y revolucionarios, se reconocían saludándose «en nombre de aquel a quien fue hecha injusticia» y consideraban a Satán como un aliado. Pero la vieja injusticia no puede ser reparada por el obrar, pues toda acción perpetúa la herida y ningún acto nos aproxima un paso al jardín perdido. «Avanzamos hacia el infierno a medida que nos alejamos de la vida vegetativa, cuya pasividad debería constituir la llave de todo, la respuesta suprema a todas nuestras interrogaciones». Querer arreglar el mundo y corregir la injusticia triunfante es la definitiva perpetuación de la injusticia, y el más mínimo gesto pretendidamente justiciero consolida la corrupción que se extiende bajo la apariencia de la vida. Ya varios siglos antes de Cristo, en una entrevista tan célebre como probablemente mitológica, Lao Zi contestaba a Confucio cuando éste le proponía como principios básicos de la filosofía la búsqueda de la justicia y la humanidad: «Buscar la Humanidad y la justicia es como perseguir a golpes de tambor a un fugitivo que se nos escapa». Para Lao Zi no es que deba renunciarse a la búsqueda de esos ideales por considerarlos imposibles de conseguir y utópicos, sino que el único medio de alcanzar justicia y humanidad es renunciar a las acciones que supuestamente nos acercarían a ellas. La creencia en cualquier actividad libertaria presupone que somos dueños de nuestras obras, que podemos prever y controlar sus consecuencias y sus efectos: toda la experiencia histórica descalifica tal creencia. Nuestra época ve la agonía, no siempre plácida, de las utopías revolucionarias de los dos últimos siglos, de Jefferson a Marx y Bakunin, mientras asiste al cumplimiento de todas las profecías pesimistas de Swift y Orwell y Huxley. El mentís dado por el tiempo a las esperanzas de liberación es patético pero absoluto: «Ellos anunciaron la era del individuo: el individuo se acerca a su fin; el eclipse del Estado: jamás ha sido más fuerte y más opresor; la edad de la igualdad: es la edad del terror la que ha venido». Olfateamos la descomposición de los ideales como el leproso huele la purulencia de sus llagas. Lo conseguido caricaturiza sañudamente con su mediocridad la perfección de lo que quiso lograrse: se habla sin sonrojo ni conciencia de la contradicción de «Estados revolucionarios» y de «partidos de la revolución instituida» mientras la soñada liberación de nuestro forzoso confinamiento en la tierra tiene su remedio en el supercirco suministrado por la NASA. ¿Qué postura nos queda? «En este mundo nada está en su sitio, empezando por el mundo mismo. No hay que asombrarse, pues, en absoluto, del espectáculo de la injusticia humana. Es igualmente vano rehusar o aceptar el orden social: nos es forzoso sufrir los cambios con un conformismo desesperado, sean para peor o para mejor, como sufrimos el nacimiento, el amor, el clima o la muerte»*

Nada es más odioso que esta inmovilidad conformista a quienes todavía creen en las virtudes revolucionarias de las acciones. El discurso marxista no ve en esta postura una violenta forma de reacción que disfraza, so capa de razonada desesperanza, un cerrado conservadurismo, fomentado por la decadencia de los valores occidentales y el individualismo pequeñoburgués. La biografía de Schopenhauer proporciona con excesiva facilidad el retrato, que Lukács no desdeñó, del pesimista predicando el rechazo del mundo ante una mesa bien servida o hablando de suicidio mientras cobra del banco las elevadas rentas de las que vive. Por su parte, el psicoanálisis resumirá la negación del mundo como una entrega a la pulsión de muerte tan patológica como a fin de cuentas insatisfactoria para quien la practique. Y los repudios que la doctrina de la no acción recibe de parte del sentido común, la reinante moral del trabajo y el provecho, etc., no son para contarlos. Nada más natural: Aceptad un yugo, nos repiten todos, y seréis felices; sed algo y seréis liberados de vuestras penas». Nada encuentra más intransigencia que la indeterminación. El máximo reproche inventado por esa sabiduría que consiste en la interiorización del dominio, o sea, el sentido común, consiste en decir de alguien que es un «don nadie» o que «no es nada». Quien no ha llegado a algo, quien parece no ser nada ni nadie, pierde su derecho a la benevolencia de la sociedad que, como los dioses más terribles de la Antigüedad, muestra su favor ignorando a quien es propicia y sólo presta atención al individuo cuando va a destruirlo. «Desde que la sociedad se ha constituido, los que quisieron sustraerse fueron perseguidos y pisoteados. Se os persona todo con tal de que tengáis un oficio, un subtítulo a vuestro nombre, un sello sobre vuestra nada. Nadie tiene la audacia de gritar: "No quiero hacer nada"; se es más indulgente con un asesino que con un espíritu liberado de los actos». *

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