Jonathan Crary (24/7) El capitalismo al asalto del sueño

Desde mi perspectiva, el sueño moderno incluye el intervalo antes de dormir, ese estar acostado y despierto en la semioscuridad esperando de forma indefinida que llegue la deseada pérdida de la conciencia. Durante este tiempo suspendido, hay una recuperación de las capacidades perceptuales que están inhabilitadas o dejadas de lado durante el día. De modo involuntario, uno reclama cierta sensibilidad o capacidad de respuesta, tanto a las sensaciones internas como externas dentro de una duración no métrica. Uno escucha el ruido del tráfico, un perro ladrando, el zumbido de una máquina, las sirenas de la policía, el crujido de las tuberías o siente la contracción de las propias extremidades, el fluir de la sangre en la sien, y ve, con los ojos cerrados, las fluctuaciones granulares de la luminosidad retiniana. Uno sigue una sucesión de percepciones sin sentido, de focalizaciones y alertas cambiantes, así como una oleada de acontecimientos hipnagógicos. El sueño coincide con la metabolización de lo que se ingiere durante el día: drogas, alcohol, el detritus de la interacción con pantallas luminosas y, también, corrientes de ansiedad, temor, duda, deseo, fantasías de éxito o miedos al fracaso. Esta es la monotonía del sueño y del insomnio que se repite noche tras noche. Con su repetición y su evidencia es uno de los restos inexpugnables de lo cotidiano.

Una de las muchas razones por las que las culturas humanas han asociado durante mucho tiempo el sueño con la muerte es que ambos demuestran la continuidad del mundo en nuestra ausencia. Sin embargo, la ausencia temporal del durmiente contiene siempre un vínculo con el futuro, con la posibilidad de renovación y por lo tanto, de libertad. Es un intervalo en el que ciertos pantallazos de una vida no vivida o de una vida demorada bordean la conciencia. La esperanza de alcanzar, cada noche, ese estado insensible de sueño profundo es, al mismo tiempo, una anticipación de un despertar que tal vez contenga algo imprevisto. En Europa, después de 1815, durante varias décadas de contrarrevoluciones, reveses y descarrilamientos de toda esperanza, hubo artistas y poetas que intuyeron que el sueño era otra forma de tiempo histórico, y que su retirada y aparente pasividad también abarcaba el descontento y la inquietud acerca del devenir que resulta esencial para la emergencia de un futuro más justo e igualitario. Ahora, en el siglo XXI, la inquietud del sueño tiene una relación más problemática con el futuro. Ubicado en algún lugar de la frontera entre lo social y lo natural, el sueño asegura la presencia en el mundo de patrones cíclicos y periódicos que son esenciales para la vida y también incompatibles con el capitalismo. La persistencia anómala del sueño tiene que ser entendida en relación con la destrucción continua de los procesos que sustentan la existencia en el planeta. Como el capitalismo no puede autolimitarse, la idea de preservación y conservación es una imposibilidad estructural. En este contexto, la inercia restauradora del sueño contrarresta lo mortificante de toda acumulación, mercantilización y demás desperdicios que han devastado todo lo que alguna vez se compartía. Ahora hay, en realidad, solo un sueño que supera todos los demás: el de un mundo compartido, cuyo destino no sea terminal, un mundo sin multimillonarios, que tenga un futuro que no sea la barbarie o lo poshumano y en el que la historia pueda tomar otra forma que no sea la de las pesadillas reificadas de la catástrofe. Es posible que en muchos lugares distintos, en muchos estados diferentes, incluyendo la fantasía y el ensueño, imaginar un futuro sin capitalismo comience como el sueño de alguien que está durmiendo. Sería un indicio del sueño como una interrupción radical, como un rechazo al peso implacable de nuestro presente global; sería un indicio de que el sueño, en el nivel más mundano de la experiencia cotidiana, siempre puede trazar las líneas generales de lo que podría ser una regeneración o un comienzo más significativo.                                                                                       

Byung-Chul Han (El aroma del tiempo) Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse

La palabra «industria» proviene originalmente de la expresión latina industria, que significa «laboriosidad». El término inglés industry sigue manteniendo hoy en día el significado de «laboriosidad y actividad». Industrial School, significa, más o menos, «correccional». La industrialización no solo supone la maquinación del mundo, sino también la disciplinación del hombre. No solo instala máquinas, sino también dispositivos que intentan optimizar los comportamientos humanos, incluso corporales, a nivel temporal y económico-laboral. Resulta significativo que un tratado de Philipp Peter Guden, del año 1768, lleve el título de Polizey der Industrie, oder Abhandlung von den Mitteln, den Fleiss der Einwohner zu ermuntern [Policía de la industria o tratado para animar los medios y la laboriosidad de los ciudadanos]. La industralización como maquinación acerca el tiempo humano al tiempo de las máquinas. El dispositivo industrial es un imperativo económico-temporal, que forma al hombre de acuerdo al ritmo de las máquinas. Iguala la vida humana al proceso de trabajo y al funcionamiento de las máquinas. La vida guiada por el trabajo es una vita activa, que está absolutamente apartada de la vita contemplativa. Si el hombre pierde toda capacidad contemplativa se rebaja a animal laborans. La vida que se equipara al proceso de trabajo de las máquinas solo conoce pausas, entretiempos libres de trabajo que sirven para recuperarse del mismo, para poder ponerse otra vez a disposición del proceso de trabajo. De ahí que la «relajación» o «desconexión» no supongan ningún contrapeso al trabajo. También están involucradas en el proceso de trabajo, puesto que, ante todo, sirven para recuperar la capacidad laboral.

La llamada sociedad del tiempo libre y del consumo no comporta, en relación al trabajo, ningún cambio sustancial. No es ajena al imperativo del trabajo. El impulso ya no procede de las necesidades de la vida, sino del propio trabajo.

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Vita contemplativa o de la vida reflexiva

Todos vosotros que amáis el trabajo salvaje y lo rápido,
nuevo, extraño –os soportáis mal a vosotros mismos, 
vuestra diligencia es huida y voluntad de olvidarse a sí
mismo. Si creyeseis más en la vida, os lanzaríais menos
al instante. ¡Pero no tenéis en vosotros bastante conte-
nido para la espera—y ni siquiera para la pereza!

Friedrich Nietzsche


El pensamiento siempre ha sido, tal y como apunta Arendt en La condición humana, un privilegio de nos pocos. Pero precisamente por ello, el número de estos pocos no se ha reducido aún más en la actualidad. Esta suposición no acaba de ser acertada. Quizá sea un rasgo distintivo del presente que los pensadores, ya de por sí escasos, sean todavía menos hoy en día. Quizá haya perjudicado mucho al pensamiento que la vita contemplativa haya quedado marginada cada vez más en beneficio de una vita activa, que la inquietud hiperactiva, la agitación y el desasosiego actuales no casen bien con el pensamiento, que este, como consecuencia de una presión temporal cada vez mayor, no haga más que reproducir lo mismo. Nietzsche ya denunció que su época era pobre en grandes pensadores. Achacaba esta pobreza a «una relegación y una ocasional subestimación de la vita contemplativa», «el trabajo y el celo —antaño parte del séquito de la gran diosa Salud—parecen a veces causar estragos como una enfermedad». Puesto que falta tiempo para pensar y tranquilidad en el pensar, se rehuyen las posiciones divergentes. Se empieza a odiar. La inquietud generalizada no permite que el pensamiento profundice, que se aleje, que llegue a algo verdaderamente otro. El pensamiento ya no dicta el tiempo, sino que el tiempo dicta el pensamiento. De ahí que sea temporal y efímero. Ya no se comunica con lo duradero. Nietzsche cree, sin embargo, que esta queja enmudecerá cuando «regrese pujante el genio de la meditación».

El pensar en sentido profundo no se deja acelerar a la ligera, En eso se diferencia del calculo (Rechmen) o de la mera comprensión. A menudo resulta enrevesado. De ahí que Kant denominara a la sensibilidad y la sagacidad «una especie de lujo de la cabeza». La comprensión solo conoce el deber y la necesidad, pero no el lujo, que presenta un alejamiento de la necesidad y la unidireccionalidad. El pensamiento que se eleva por encima del cálculo posee una temporalidad y una espacialidad particular. El pensamiento es precisamente libre porque su tiempo y espacio no se pueden calcular. Suele transcurrir discontinuamente. El cálculo, en cambio, sigue un recorrido lineal. Por eso se puede localizar con exactitud y se deja acelerar a voluntad. No vuelve la vista atrás. No tiene ningún sentido dar un rodeo o retroceder un paso, puesto que solo postergan el cálculo, que es una mera fase del trabajo. Hoy pensar se iguala al trabajo. El animal laborans, sin embargo, es incapaz de pensar. Pensar, pensar que tiene sentido requiere algo que no es un trabajo. Originalmente, pensar (sinnanm en antiguo alto alemán) significaba viajar (reisen). Su itinerario es incalculable o discontinuo. El pensamiento calculador nunca está en camino

Sin tranquilidad no puede haber un acceso a lo reposado (das Ruhende). La absolutización de la vita activa expulsa de la vida todo aquello que no sea un acto, una actividad. La presión temporal generalizada aniquila el desvío y lo indirecto. Cada forma, cada figura, es un rodeo. Solo la amorfia desnuda es directa. Cuando uno toma lo indirecto de la lengua, esta se acerca al grito o a la orden. También la amabilidad y la cortesía remiten al rodeo y lo indirecto. La violencia, en cambio, remite a lo directo. Si andar carece de vacilaciones e interrupciones, queda entumecido en una marcha. Bajo la presión del tiempo también desaparecen la ambivalencia, lo indistinguible, lo discreto, lo irresoluble, lo indeterminado, lo complejo o lo aporético de una nitidez brusca. Nietzsche destaca que desaparecen el oído y la vista para la melodía de los movimientos. La propia melodía es un rodeo. Solo lo monótono es directo. El pensamiento también se distingue por una melodía. El pensamiento que carece de todo rodeo se reduce a un calcular.

La vita activa, que desde la modernidad gana en intensidad en detrimento de la vita contemplativa, tiene una participación esencial en la compulsión a la aceleración moderna. También la degradación del hombre a animal laborans es una consecuencia de este nuevo desarrollo. Tanto la intensidad del trabajo como la de la acción remiten a la primacía de la vita activa en la modernidad. 

Joan F. Mira (Los Borja)

INTRODUCCIÓN

Acercarse a la familia Borja y a su tiempo, levantar el velo de la distancia y del mito -conocer un poco mejor quiénes eran realmente y qué clase de vida vivieron- equivale, casi inevitablemente, a sentir los efectos de un poder de atracción muy especial. Porque familias como aquella, en un época como aquella, ha habido muy pocas en la historia de Europa. Cada periodo histórico, cada época, es rigurosamente singular, como es singular cada país, cada ciudad o cada linaje más o menos ilustre. Así pues, y teniendo eso presente, no es ninguna osadía añadir que el papado, y la Italia y la Roma renacentistas, y los Borja en aquella Roma, en aquella Italia y en aquel papado, presentan una singularidad muy especial. Para empezar, pocos precedentes había, si había alguno, de un linaje venido de fuera de Italia, salido de la nada, que en cincuenta años diera dos papas y una docena larga de cardenales, que se instalara durante medio siglo completo en el centro mismo de un poder turbulento, y que al llegar al punto más alto desapareciese de golpe para caer inmediatamente en la leyenda negra, en la infamia y en la destrucción de la memoria.

Que un hombre salido de la nada llegara a la sede de San Pedro, como el papa Calixto III, no suponía ninguna novedad. Que el sobrino de este papa fuera papa a su vez, podía pasar alguna vez, pero no era tan frecuente. Ahora bien, que este segundo papa de la familia culminara su ascenso casando a cuatro hijos con las familias soberanas, eso no había pasado nunca, ni ha vuelto a pasar. Si añadimos que los años de pontificado de un valenciano tan singular como Alejandro VI fueron decisivos para establecer los cimientos militares y políticos del nuevo poder papal, y si añadimos, además, que dos de sus hijos, Lucrecia y César, se convirtieron con o sin motivo en una especie de encarnación o arquetipo permanente en las <<virtudes>> y de los <<vicios>> de su tiempo, entonces la materia borgiana ya no es solamente una peripecia interesante: es una materia irrepetible y única. Es una peripecia vital y familiar tejida con materiales tan fuera de lo común que, si no hubiera sucedido como sucedió, seguramente ni la imaginación, más fértil y atrevida podría fabricar de forma creíble una historia como aquella. ¿Quién podría haber imaginado, en efecto, la historia de una familia que empieza con un simple clérigo de un país marginal, que llega a papa con cerca de ochenta años y organiza la defensa de Belgrado contra los turcos, aspira a colocar un sobrino suyo en el trono de Nápoles y deja a otro como jefe de la administración de la Iglesia Romana; y que éste a su vez, con siete u ocho hijos a su cargo, llega también a papa, destruye el poder inmemorial de los barones romanos, proyecta fundar nuevos estados para su estirpe, casa a sus hijos con las más altas casas reinantes de Europa, y en el momento de su muerte cae denigrado por un aprobio más negro que ningún otro de sus antecesores?. ¿Quién habría sido capaz de sumar tanta fantasía, y de añadir todavía que, cien años después del primer protagonista, el <<ciclo dramático>> se cerraría con un actor como Francisco de Borja, santo insigne y puntual de una Iglesia Romana que convertiría definitivamente en impensable una historia como la de sus antepasados?

Un viajero que visite Roma con un poco de detenimiento, comprobará que las huellas de aquella historia están todavía bien presentes. Para empezar, en el mismo Vaticano, en el que una torre Borgia, unos appartamenti Borgia y un cortile Borgia forman una especie de núcleo central del complejo de los palacios apostólicos. Miles de turistas atraviesan cada día, sin saber por dónde pasan, las salas donde vivieron y murieron aquellos personajes de leyenda. Miles de valencianos deben de pasar también, cada año, sin saber que aquel es el espacio íntimo y real de sus compatriotas más ilustres: lo ignoran, pasando de largo y a toda prisa hacia las estancias de Rafael y de la Capilla Sixtina. ¿Cuánta gente se para a contemplar el magnífico retrato del gran papa de Xátiva arrodillado al lado del santo sepulcro vació?, o cuántos de sus paisanos se detienen ante una hermosa chimenea de mármol en la que está escrito Alexander Papa VI Borja Valentinus? Muy poca gente sabe también (y seguro que los guías tampoco suelen explicarlo a los visitantes valencianos) que aquel gran escudo sobre el tambor del Castillo Sant`Angelo, encima de la puerta d entrada, es el escudo del papa Alejando Borja. O que el techo de la basílica de Santa María la Mayor está cubierto de artesonados en los que sobresale el toro heráldico de la casa y de las armas del linaje de Xátiva.

Bernard Maris (Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles)

  ¿Qué hace Dios aquí metido?

La economía es un anestésico del mismo tipo que el latín en la Iglesia, y sin duda ha ganado mucho allí donde la religión ha perdido mucho. Hay una dimensión de trance en la oración común, que se encuentra en la alabanza económica a la Confianza, cantada en canon en las reuniones del G7 y en otras.

Toda persona de mínima apertura espiritual comprendía que el comunismo era una <<perversión de la redención de los humildes>>, una herejía tal vez, pero una religión de todos modos. No hace falta ser clérigo para ver una utopía en la economía ortodoxa, la ley de la oferta y la demanda y el liberalismo idealizado, como en el comunismo; y con él, una religión con sus fieles, sus papas, sus inquisidores, sus sectas, su ritual, su latín (las matemáticas), sus apóstatas y quizás un día su Pascal y su Chateaubriand.

La <<mano invisible>>, astucia hegeliana de la razón, razón que domina a la razón de los hombres, es un avatar del Espíritu Santo. Ídem el mercado, (su otro nombre) omnipotente, omnipresente y ubicuo, ser de razón superior, sustancia inmanente y principio de los seres -sólo sois razonamiento coste-beneficios-, causa trascendente que crea el mundo, y que tiene todos los atributos de la divinidad, incluido el destino: nadie puede eludir el mercado. Existía antes y existirá después. Por ello es imposible pensar el después-de-la-economía. Por eso, el fin de la historia, la new-economics (el fin de los ciclos, viejo refrito en salsa liberal de las creencias en el crecimiento óptimo, en vigor después de la guerra) no disociables del liberalismo. El fin de la historia conviene a muchos a los que ejercen el poder. La eternidad del mercado, que justifica el dominio de algunas decenas de millonarios cuya fortuna equivale al PIB acumulado de los cincuenta países más pobres, depende del principio de derecho divino. El derecho de los mercados es el derecho del más fuerte. Los dictadores siempre han intentado justificarse democráticamente, mediante un noventa y ocho por ciento de los votos.

Si la economía es una religión, lo que creen finalmente muchos economistas que tienen sus lugares asegurados en los coloquios o su sillón en el consejo del príncipe (<<La economía es la religión de nuestro tiempo>>; <<La economía política es la religión del capitalismo>>), es que indiscutiblemente el mercado, su divinidad, tiene cierta prestancia: contiene la Razón, el Progreso, la Felicidad, la Democracia y otros candidatos muy aceptables a la esencia eterna.

El problema de las religiones es que engendran fanatismos, sectas (en los salones de Luis XV se hablaba, con razón, de la <<secta de los fisiócratas>>, personajes que se distinguían por su arrogancia y la complejidad de sus discursos), heterodoxias, Papas, gurús. La Escuela de Chicago es una secta, limitada a comer heno, pero peligrosa y convincente como todas las sectas. Los libertarios son una secta, apenas más sectaria que la anterior. También los chartistas. La sociedad Mont Pelerin es una secta con sus ritos y sus corbatas adornadas con el rostro de un aduanero. Los microeconomistas son una secta. Los teóricos de la economía industrial son una secta, cuyo oscurantismo y fanatismo dan escalofríos. No es difícil descubrir un talibán bajo el experto, y el loco de Dios bajo el loco de la incitación.

Hay también una manera rigorista y desenfadada de practicar esta religión, engañando a la gente y yendo a confesarse. Hay predicadores y convertidos. Los liberales más fanáticos suelen venir del marxismo, es decir, han cambiado de religión. Se ven abades cortesanos. Talleyrands que cojean y cantantes gregorianos de las bellezas y bondades del mercado. Pero el problema de la religión, cuando se ha sido formado en ella, es la extrema dificultad para pensar fuera de ella.

La contaminación, por ejemplo. Este asunto es dramático, y no ya por estar destruyendo, tras un golpe de pala mecánica en la nuca, los pocos trozos de tierra que aún sobreviven a vientos pestilentes y mareas negras, sino por nuestra incapacidad para pensar en la contaminación por una vía diferente de la económica: así los desperdicios (el envés de la mercadería, de la riqueza, su negativo) se convierten, gracias a la <<ciencia económica >> en un bien, un producto. El pensamiento económico es el único capaz de transformar el mal en bien. El desperdicio, residuo de un cálculo costes/beneficios (de un cálculo de ganancias), sólo se puede considerar, a su vez, como costes/beneficios. Estrictamente trágico. No hay más opciones en el pensamiento económico ortodoxo, que resulta entonces totalitario. Lo cual caracteriza sin duda a cualquier religión en la que todo, la lucha de clases o el cálculo económico, se explica por Dios.

* Bernard Maris (Houellebecq economista)

Juan Gérvas y Mercedes Pérez-Fernández (La expropiación de la salud)

La desigualdad social «produce» mala salud. De hecho, la equidad es un determinante de salud. Y, como hemos señalado previamente, también produce mala salud la falta de democracia, o el vivir en democracias «imperfectas» con poca participación social («vota y calla»). Ya citamos la importancia de la existencia de un sistema sanitario público de cobertura universal. O la importancia de la educación formal del máximo nivel según capacidad, que sólo llega a todas las clases sociales cuando hay un soporte público a la enseñanza y cuando se fomenta el ascenso social por méritos propios, no de familia, ni de riqueza previa.

Las políticas que no dependen del sector sanitario producen tanta salud como la propia actividad del sistema sanitario. En todo caso, la mejora de los determinantes sociales lograrán mayor equidad en la salud y en la enfermedad, pero conviene recordar que un perfecto Estado de bienestar no podría evitar ni el sufrimiento, ni la enfermedad ni la muerte, compañeros del humano vivir.

La salud es un «producto social» que generamos entre todos y que todos disfrutamos. En los países desarrollados la salud se convierte en un bien que puede ser consumido individualmente (de los que tienen capacidad de compra y consumo), lo que lleva a ignorar los componentes sociales, comunitarios y políticos de la salud y a olvidar las necesidades de los que no tienen acceso al sistema sanitario. A ello contribuye la expropiación de la salud, la enfermedad y la muerte, pues los médicos pueden «comerciar» con el miedo a enfermar y a morir y hacer creer que «salvan vidas» y que la salud es un derecho, de forma que los individuos y las poblaciones exijan el consumo innecesario de servicios y productos sanitarios.

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«La salud no tiene precio», se repite como un mantra, y con tal dicho se expresa el inmenso caudal de disfrute de la vida que conlleva el tener salud. Lamentablemente, si se pretende una salud «perfecta», y se refrena el uso de la salud que se tiene, se destruye en mucho el propio disfrute de la salud. Como hemos comentado, la paradoja de San Petersburgo aplicada a la salud predice que «jugar con la salud» añade un beneficio creciente según se consigue con las actividades sanitarias dependen del nivel previo de salud del jugador, y quienes tienen salud hacen mal en jugar con ella.

El «culto a la salud» es la nueva religión que ha rellenado el vacío dejado por otras formas de religión y de cultura abandonadas fundamentalmente por la clase media. Los creyentes de esta nueva religión tienen a su propia salud por diosa, a los médicos por sacerdotes, y los productos que les «venden» los expertos y las industrias a través de los médicos son las ofrendas que logran calmar a la diosa y les permiten la común unión con otros acólitos. Como diosa, la salud es celosa y exigente, siempre ansiosa, insatisfecha e intransigente.

¿De qué sirve la salud si no es para disfrutar de la vida?

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La «soberanía del consumidor» es la filosofía que anima a participar en el festín sanitario, de forma que se adquieren y consumen bienes y servicios según la capacidad de compra, no según la necesidad. Esta filosofía va contra la equidad, contra el viejo y básico principio de los sistemas sanitarios solidarios de financiación pública y de cobertura universal, el «hoy por ti, mañana por mí» que se transforma en «hoy, mañana y siempre para mí, que puedo pagarlo». Se genera, así, un narcisismo sanitario que busca la imposible perfección individual, un egoísmo ególatra que encuentra satisfacción y superioridad moral en los resultados positivos de las pruebas y análisis «de salud». Con ello el consumo de bienes y servicios sanitarios no depende de la necesidad, sino de la capacidad de pago, y se contribuye a que se cumpla con mayor rigor la ya comentada Ley de los Cuidados Inversos (quien necesita más servicios médicos es el que recibe menos, y esto se cumple con mayor intensidad cuando más se orienta a lo privado el sistema sanitario). 

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La actividad y el coste del sistema sanitario en Estados Unidos son realmente sorprendentes, ya que cuenta con casi el 25% de la población sin ninguna cobertura sanitaria y, a pesar de este «vacío, gasta anualmente 8.750 dólares per cápita (el gasto «ajustado por paridad», comparable, es en Japón 3.650 y en España 2.900). 

Algo del exceso del coste se explica por el gasto administrativo de un sistema fragmentado de provisión privada, pero en su mayor parte se debe al excesivo uso de la tecnología médica y de los medicamentos (que además son muy caros en sí mismos y por la remuneración de los médicos que los prescriben). El gasto sanitario es creciente, como demuestra el impacto de la introducción del cribado de cáncer de mama de la mamografía digital (la radiación no se registra en película fotográfica sino que se informatiza, lo que permite el diagnóstico asistido por ordenador, por ejemplo). La mamografía digital cubre ya en Estados Unidos el 94% del total de la actividad de cribado. El coste es mayor, y por ejemplo en el sistema Medicare ha elevado el gasto desde 666 millones de dólares en 2001 a 962 en 2009. Lo lamentable es que tal incremento del gasto no se ha «convertido» en mejora de la salud, pues el diagnóstico de cáncer de mama pasó de 2,4 a 2,6 por 1.000 mujeres al año. De hecho, se calcula que en Estados Unidos se emplean anualmente unos 200.000 millones de dólares en tratamientos innecesarios (En España se calcula un despilfarro anual en torno a 13.000 millones de dólares, que para unos 44 millones de habitantes, frente a los 314 de Estados Unidos, significa aproximadamente la mitad del derroche).

Sin control, la salud es un negocio peligroso que expropia y lesiona al sano y al enfermo. Así, en Estados Unidos la esperanza de vida de las mujeres jóvenes es cinco años menor que la de sus madres, en parte por los excesos de consumo de bienes y servicios médicos y en parte por la desigualdad social (la más afectadas son las mujeres de clase baja, con pocos años de educación formal y de las regiones pobres).

Rafael Palacios (Ingeniería social para destruir el amor) De la violencia de género al terrorismo machista

¿A quien se le ocurrió?

El movimiento feminista es hijo del marxismo y de una sencilla evolución ideológica de la lucha de clases a la guerra de sexos. En todo momento, sus ideólogos han evitado citar como el mal planetario a la Dinastía Rothschild y el poder emisor del dinero a través de la usura como primera causa de los males del mundo. Tal vez porque los mismos Rothschild financiaron la revolución comunista y al propio Karl Marx (hijo de un rabino judío) o tal vez porque Trotsky fue sacado de la cárcel en Estados Unidos por la familia Rothschild, que le dio un cheque con el que iniciar la revolución comunista, o tal vez porque Lenin recibió un precioso oro en Suiza que le sirvió para pagar a los traidores al régimen zarista que levantarían ese experimento de ingeniería social llamado «comunismo» en el que el libre albedrío quedaba en las manos de unos psicópatas imbuidos de las mismas ideas que estamos describiendo. Y que triunfaron en el mundo capitalista de la mano de la socialdemocracia, como veremos.

La francesa Simone de Beauvoir, pareja del filósofo existencialista Jean Paul-Sartre, una de las madres del feminismo, era también marxista, como la mayor parte de las feministas. De ella dice la pensadora, Prado Esteban, «Beauvoir es el paradigma del feminismo como ideología misógina, que considera a la mujer un ser inferior biológica y esencialmente y deplora la feminidad en todas sus facetas, pero especialmente en la maternal. Sus ideas han servido para enviar a millones de mujeres a las ergástulas del trabajo asalariado».

Aunque en la mayor parte de su obra, Marx y Engels pusieron en énfasis en la guerra de clases, al final de su vida Friedrich Engels dejó abierta la puerta para anunciar la guerra de sexo.

Una corriente de pensamiento feminista tomó así de Frederich Engels su análisis de los orígenes de la familia, que fue otra de las instituciones que quisieron destruir. En 1984, Engels había escrito: «La primera lucha de clases coincide en la Historia con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en el ámbito del matrimonio monógamo, y la primera sumisión de clase es la del sexo femenino por parte del masculino». Es paradigmático que fueran hombres quienes primero teorizaran sobre el feminismo, porque también el filósofo Augusto Comte, padre del positivismo, dio algunas directrices en este sentido en su libro «Sistemas de Política Positiva» (1828); «la mujer ha de dejar de ser la hembra del hombre (...) dispensada de toda función materna», y sugería seguidamente que las funciones de la maternidad fueran sustituidas por «la aplicación a la casta esposa de una fuerza latente». En otras palabras: la fecundación artificial. Comte, mucho antes que Engels, estaba vislumbrando una sociedad en la que el amor hombre-mujer, con los peligrosísimos sentimientos, sería reemplazada por una sociedad fría, mecánica, en la que el individuo sería un simple artilugio dentro de la máquina.

Todo ese tipo de pensamiento tiene mucho que ver con el decálogo que Lenin dictó en 1913 y cuyos tres primeros puntos nos ayudan a comprender quién gestó todo esto:

1. Corrompa a la juventud y exacerbe la libertad sexual.
2. Infiltre y después controle todos los medios de comunicación masivos.
3. Divida a la población en grupos antagónicos, incitando a la discusión sobre asuntos sociales.

Años después, la escuela marxista de sociología de Frankfurt (patria de la dinastía Rothschild, qué casualidad) dictó otro decálogo para extender la revolución cultural y demoler la moral tradicional.

1. Fomentar la desintegración familiar;
2. Hacer depender a los ciudadanos del Estado o de los beneficios del Estado;
3. Mantener un sistema legal desacreditado, con prejuicios contra las víctimas del delito;
4. Promocionar el vaciamiento de las Iglesias;
5. Promover el consumo excesivo de bebidas alcohólicas;
6. Promover la migración para destruir la identidad;
7. Fomentar la destrucción de la autoridad en los Colegios y Universidades;
8. Suscitar la invención de delitos sociales;
9. El cambio continuo para crear confusión y
10. Fomentar la homosexualidad en los niños.

Gran parte del público desconoce que la Fundación Rockefeller ha estado financiando el feminismo desde sus orígenes, incluso el movimiento sufragista que reclamaba el derecho del voto a la mujer. Más de un siglo después de la extensión del sufragio universal es evidente que esta supuesta conquista social no cambió el estado de esclavitud en el que se encuentran la raza humana sino que fue un completo engaño; así pues, entregar el derecho al voto a la mujer fue solo una zanahoria para atraer a la mujer al mundo del trabajo y de los impuestos: a la esclavitud total. 

Es por tanto muy curioso que los movimientos emancipadores de la mujer… ¡hayan sido ideados por hombres! Y que, en último caso, hayan obligado a la mujer a trabajar más todavía: en casa y fuera del hogar. (por eso Rockefeller lo financió, claro está). ¿Alguien ha reparado en que el Día de la Mujer… es el día de la Mujer Trabajadora? ¡Qué casualidad, verdad?

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La industria de la violencia de género

¿Quiénes pueden ser los mayores garantes de que el dogma de fe se cumpla? Muy sencillo: aquellos que se van a lucrar con la cruzada. Al igual que las ONGs nunca han querido llegar hasta el final del problema sobre el hambre en el mundo (el dinero-deuda y la usura) porque de hacerlo su motivo de existencia desaparecería, el estado pondrá al mando de los servicios sociales generados para «paliar» ese mal creado por ellos mismos, ¡a las propias feministas que lo han creado! ¿Quién mejor que ellas se encargarán de velar por que el secreto se mantenga? ¿Quién mejor que la madrastra que odia el Amor para controlar a Cenicienta y que no lo descubra?

De esta manera, los propios grupos feministas que se ocuparon de generar el problema propagando la ideología del odio recibirán las subvenciones para que impartan los cursos de adoctrinamiento en la guerra de sexos y las casas de acogida donde se refugiarán las mujeres maltratadas. ( por supuesto, no las habrán para los hombres: ellos tendrán que dormir en camionetas o tiendas de campaña, como los refugiados). Tanto es así que, según el citado Juez Serrano, las asociaciones feministas que se ocuparán de gestionar la guerra de sexos (recordemos que en su origen son marxistas) recibirán las subvenciones al más puro estilo capitalista en función de su «productividad». ¡Y cuál puede ser la productividad en un asunto como éste?

Pues muy sencillo: el número de denuncias por malos tratos gestionadas. A más denuncias, más cobran, luego ¿qué harán más que extender la paranoia?

La abogado sevillana Isabel María Martín especialista en este tema afirma en una de sus charlas que la Unión Europea entrega 3.000 euros por cada denuncia tramitada a las asociaciones que manejan este tema: un dinero que se repartirán abogados, psicólogos y casas de acogida. A su vez, la Unión Europea recibe esos fondos del Banco Mundial, por encargo de las Naciones Unidas y las direcciones ideológicas en favor de la «ideología de género» dentro de sus planes de control de la población.

Al calor de todo este nuevo negocio, aparecieron sugestivas noticias que mostraron el nivel de corrupción y la clase de personas que habían tomado parte en esta nueva industria. Dado que una parte de las feministas (llevadas por el odio al varón) se hicieron lesbianas, algunas de esas subvenciones llegaron, precisamente, a quienes propugnaban el alejamiento del hombre y mujer. ¡Quién mejor que los homosexuales para educar en la segregación de los sexos!

Evgueni Zamiátin (Nosotros)

PRÓLOGO
La distopía y Nosotros

El término de distopía funciona como antónimo de utopía y fue acuñado por Stuart Milla a finales del siglo XIX. La utopía, al margen de su significado etimológico de <<idea muy halagüeña, pero irrealizable>>, hace referencia al lugar donde <<todo es como debe ser>>. En contraposición, la distopía o antiutopía designa una sociedad ficticia indeseable en sí misma. Las utopías, como las planteadas por H. G. Wells, no se basan en la sociedad actual y tienen lugar en un tiempo y lugar remotos, mientras que la sociedad distópica o antiutópica discurre en un futuro cercano y está basada en las tendencias sociales de la actualidad, pero llevadas a extremos espeluznantes.

Las narraciones distópicas se presentan como sátiras, de ahí que su planteamiento, como utopía en un caso o distopías en otro, dependa del punto de vista del autor. Aquí en donde Zamiátin brilla antes que nadie en Nosotros. Su fina y matemática ironía, que da no pocos quebraderos de cabeza a quien la traduce de cara a respetar escrupulosamente esa extraña precisión, es la primera y angustiosa denuncia ante los sistemas totalitarios. Inclinado como buen ruso a ofrecer una visión de las cosas tal vez pesimista, este ingeniero naval duda de que el progreso tecnológico satisfaga realmente a los seres humanos. Es la primera idea que ya apuntara otro ruso, Fiódor Dostoievski, en sus Apuntes del Subsuelo (aunque Dostoievski lo hizo de manera explícita, al rechazar el socialismo utópico). En honor a la verdad, una fenomenal pero conocida novela que de Jules Verne escribió en 1879 contiene ya ciertos rasgos utópicos y distópicos. Se trata de Los quinientos millones de la Begun, una interesantísima narración en la que se muestran dos ciudades-Estado creadas a partir del distinto uso que se da a una colosal herencia: la utópica France-ville, preocupada por alargar la vida humana y ofrecer todo tipo de comodidades a sus ciudadanos a través de los avances de la ciencia y la tecnología, y Stahlstad, una ciudad-fortaleza gobernada por un proto-Hitler prusiano de ideas racistas, y dedicada a desarrollar armas de una potencia jamás vista para todo el país que las pueda pagar. Sus habitantes son simples números sin personalidad afanosamente empleados en la industria de la ciudad, la cual se rige por un régimen de terror militar. Como se puede apreciar, el gran visionario francés también supo entrever a años vista el advenimiento del régimen nazi, las armas químicas y, tal vez, la construcción de la utopía social.

George Orwell, el archifamoso autor de 1984 y Rebelión del la granja, reconoció el entusiasmo que le produjo la lectura de Nosotros. Es sabido que se hizo con una edición en francés y se lamentó de no hallar una edición inglesa a mano: «Resulta sorprendente que ningún editor británico haya sido lo bastante emprendedor para reeditarlo». Orwell consideraba que la obra cumbre de Zamiátin era superior a la de Huxley (Un mundo feliz, 1931), y se sorprendía de que la novela hubiera pasado desapercibida (quizá porque la fama de Nosotros se vería impulsada por 1984).  No hay que se un sagaz crítico literario para encontrar en 1984 numerosos elementos absolutamente calcados de Nosotros: el Gran Hermano es el equivalente al Benefactor; la telepantalla deriva de las Tablas de la Ley; la policía del Pensamiento recuerda a los Guardianes, y la habitación 101 (el despacho de Orwell en la BBC durante la II Guerra Mundial) es deudora del autitórium 112 (en realidad, la celda en la que Zamiátin llegó a estar preso en dos ocasiones), etc.

[...] La obra cumbre de Evgeni I. Zamiátin alumbró todo un subgénero literario en el que las narraciones más representativas y anteriormente comentadas devinieron en clásicos de la literatura mundial. No obstante, la novela antiutópica siguió desarrollándose y produciendo títulos importantísimos, tales como Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953), e incluso La naranja mecánica de Anthny Burguess (1962) o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Phillip K. Dick (1968). El gran alcance de los problemas planteados por todas las obras de temática antiutópica lo prueba el hecho de que los textos escritos han transcendido a otras artes y otros soportes, en particular al cine y al celuloide. Curiosamente, la calidad de las adaptaciones cinematográficas no desmerecen en nada a las obras literarias originales, cosa que da una idea del respeto que infunden. La expresionista Metrópolis, del alemán Fritz Lang (1927), es sin duda la película que inaugura el género cinematográfico. Causó una honda impresión en el sociedad de la época y, ochenta años después, sigue impactando a quien la ve por su visión futurista, pero no descabellada. El francés Françoise Truffaut, uno de los más talentosos representantes de la Nouvelle Vague, dibujó magistralmente el 1966 la adaptación cinematográfica homónima de Fahrenheit 451, y Stanley Kubrick hizo lo propio en 1971 con la novela de Burguess: La naranja mecánica. Michael Anderson, quien ya se había hecho cargo en 1956 de la primera adaptación al cine de 1984, vuelve a la carga veinte años más tarde con la sorprendente La fuga de Logan (1976). La descomunal Blade Runner (Ridley Scott, 1982), a juicio de muchos la piedra angular del cine moderno y, como mínimo la película más brillante del género, está basada en la novela de Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas? La lista es extensa y parece no tener fin, como lo atestigua la irrupción a finales del siglo pasado de Matrix (hnos. Wachowsli, 1999), la cual, además, logró captar a un espectro más juvenil de espectadores, pues está inspirada en el cómic, Ghost in the Shell (llevado al cine por el japonés Mamoru Oshii en 1996) [...]

Madrid, enero de 2008
Sergio Hdez.-Ranera

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