La noción filosófica de <<libre albedrío>>
El concepto de «libertad» está posiblemente sometido a una serie de ambigüedades semánticas más graves aún que las que rodean a los otros conceptos sobre la mente con los que nos hemos encontrado en los capítulos anteriores («espíritu», «pensamiento», «inteligencia», etcétera). Es convenientes, por lo tanto, que dediquemos algo de espacio a aclarar en la medida de lo posible a qué nos vemos a referir en las próximas páginas cuando hablemos de «libertad» o de comportamientos o seres «libres». Y primer lugar, vamos a reflexionar sobre el uso cotidiano de esta expresión. Decaíamos al principio del libro que la principal función biológica de los sistemas nerviosos en general, y de los cerebros en particular, es permitir que los organismos desarrollen conductas más y más complejas. En este sentido, podemos usar la palabra «libertad» para afirmar que algunos animales son más libres que otros, es decir, pueden elaborar comportamientos más variados y sofisticados. Un animal puede a veces ser más libre y a veces serlo menos: así, podemos encerrarlo en una jaula, o podemos observar cómo vive «en libertad» (algo que quizá no diríamos sobre un árbol, por ejemplo). No tendemos a llamar «libres», de todas formas, a todos los comportamientos a los que da lugar el sistema nervioso de un animal o una persona, sino solo a aquellos en los que se da una elección consciente, es decir, a los actos que son voluntarios y no meramente reflejos. La capacidad de actuar de modo voluntario no es exclusiva, por supuesto, de los seres humanos, sino que seguramente la compartimos con muchísimas otras especies animales, si no la mayoría. Así que podemos decir que un ser vivo es tanto más libre cuanto mayor y más variado sea el conjunto de las acciones que puede realizar voluntariamente. Según esto, los monos son más libres que las abejas, y los seres humanos más libres que los monos, aunque un mono encerrado en una jaula o u ser humano atado a un árbol son menos libres que otros congéneres suyos no sometidos a esas limitaciones. Este sentido del concepto de «libertad», creo que bastante próximo al que utilizamos en el lenguaje ordinario cuando decimos que una persona o un animal son más o menos «libres», no está sujeto a ninguna dificultad importante de entre las que veremos en el resto de este capítulo, y que se refieren, en cambio, a la idea de «libertad» que suele ser habitual en las discusiones filosóficas, y que ha solido recibir un nombre más sofisticado, como les gusta a los filósofos. Me refiero, claro está, a la noción de libre albedrío. La diferencia principal entre ambas nociones es que el concepto filosófico añade algo más al único requisito (el de la voluntariedad) que establecía la definición que hemos dado arriba. Este «algo más», consiste en los dos principios siguientes:
1. Una acción es libre solo si habría sido posible que el sujeto hubiera actuado de otra manera (principio de existencia de alternativas)
2. Una acción es libre solo si el sujeto que la realiza es el causante último de la acción (principio del control último)
Nótese que, al contrario que la voluntariedad o involuntariedad de una acción, que es algo relativamente fácil de determinar (no solo para el propio individuo que actúa y decide, sino incluso para un observador externo: pensemos en el árbitro que tiene que juzgar si un futbolista ha tocado el balón con la mano de forma voluntaria o involuntaria), los puntos 1 y 2 que acabamos de citar son cualquier cosa menos obvios: ¿cómo puedes averiguar si el universo contenía la posibilidad física de que hubieras decidido hacer algo distinto a los que decidiste hacer?, ¿cómo puedes identificar todas y cada una de las causas que te han llevado a hacer lo que has hecho, para estar seguro de que no ha habido ninguna que te haya «forzado» a hacerlo? Por muy «de sentido común» que nos puedan parecer las ideas de que tú «tenías más de una alternativa» al elegir como has elegido y de que tú eres «la persona responsable última» de haber decidido hacer lo que has hecho, a poco que lo pienses verás que te resultaría muy difícil demostrarlo.
Los filósofos de la Antigüedad no se preocuparon excesivamente por esta noción, digamos, moderna, de «libre albedrío». La libertad era para ellos, más bien, un concepto que hoy llamaríamos <<jurídico>>: aquello que distingue una persona libre de una persona esclava. Y aunque algunos autores parece que estaban preocupados por la relación entre la idea de libertad y la cuestión del «destino» o «hado» (fatum), no parece que fuese un tema al que se dedicase mucha atención. Quizá los únicos ejemplos de filósofos griegos a los que la compatibilidad entre el halo y la libertad les pareció un problema importante fueron los estoicos y los epicúreos. Los primeros lo intentaron resolver considerando que lo importante no es si nuestras acciones son evitables o inevitables (pues los estoicos pensaban que esas acciones son inevitables, ya que según ellos todo lo que ocurre está predestinado mediante un encadenamiento racional de causas y efectos), sino si una acción está forzada por causas <<externas>> o si, por el contrario, surge de la propia naturaleza «interna» de cada persona, y ellos pensaban que la voluntad era, precisamente, ese tipo de causa «interna». Los segundos optaron por la solución contraria: negar que todo estuviera predestinado, y admitir que los átomos (que según ellos eran el componente último del universo) pueden de vez en cuando moverse al azar. Epicuro sería, así, el padre del indeterminismo, un concepto que analizaremos con más detalle en el apartado siguiente.
El problema del libre albedrío se hizo más acuciante para los filósofos cristianos, pues una libertad humana racional parecía difícilmente compatible con la omnisciencia y omnipotencia divinas: Si Dios sabe desde antes del principio de los tiempos a qué partido votarás en las próximas elecciones, ¿cómo puede ser tu decisión realmente libre? Y si nada puede ocurrir en contra de Su voluntad, ¿cómo puedes tú tomar una decisión diferente de la que Él quiere que tomes? Pero, por otro lado, el libre albedrío parecía también necesario como fundamento de la responsabilidad moral: ¿cómo podía una acción ser un pecado, si quien la comete no podría haber evitado de ninguna manera cometerla? También era importante mantener la creencia en la libertad humana para justificar que Dios no era el responsable de los males que hay en el mundo, sino que se debían a nuestra propia perversidad. Estos debates teológicos son apasionantes, pero nos alejarían demasiado de nuestra tema. Indiquemos solamente que la solución más razonable que dieron los teólogos a esta pregunta fue la del jesuita español del siglo XVI, Luis de Molina, una tesis conocida por ello como molinismo: Dios sabe desde el principio de los tiempos qué es lo que tú vas a decidir libremente en cada ocasión, más o menos (podemos imaginar que añadiría el bueno de don Luis guiñándonos el ojo) como lo sabe tu madre.
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