Costica Bradatan (Morir por las ideas) La peligrosa vida de los filósofos
Remedios Zafra (El bucle invisible)
—Quiero un seguro de salud.
—De acuerdo, pero su póliza no le cubrirá los servicios ni pruebas médicas relacionadas con hígado ni con pulmones.
—¿Por qué?
—Porque en la base de datos usted aparece como sujeto de riesgo en hígado y pulmones.
—Pero quiero un seguro de salud para cuidar esos problemas y evitar que hígado y pulmones empeoren.
—Lo siento, pero usted es un sujeto de riesgo en hígado y pulmones. El seguro no puede cubrir esos servicios.
—Pagaré más por ello.
—Lo siento, no es posible. Si lo desea, podemos ofrecerle un magnífico seguro dental.
Petra Hincapié, 2020
Nunca había un después. No lo había como momento tranquilo que aplacara el ruido y el tiempo en las salas de espera. Un después como recuperación definida y prolongada liberada de visitas al hospital. No lo había porque el después se había convertido en la nueva cita que se encadenaba a la anterior, fragmentando la atención médica en una prueba aquí, otra allá, una visita al especialista 1, dos pruebas más, una reclamación, otra visita al especialista 6, teléfonos colapsados, colas y salas de espera, cada semana, cada año. En los últimos tiempos no recuerdo un periodo de descanso y disfrute del cuerpo tratado y mejorado, sino una incesante cadena de pruebas en las que los médicos pedían seguir vigilando las partes sin integrar el cuerpo, negándome la posibilidad de vivir con calma de enferma. Vivir en la enfermedad contemporánea es habitar el limbo burocrático del cuerpo funambulista, fragmentado y visto por especialistas de órganos y funciones que encajan en las bases de datos.
Ay, si alguno me propusiera (que yo habría aceptado) facilitar yo misma información sobre mis dolencias en alguna sencilla pero flexible aplicación. Porque si el mal que a una aqueja es «raro», ¿no podría yo ser también suministradora de datos cotidianos y subjetivos, sin miedo a que fueran narrados, más allá de los estándares que siempre me miden como parte de la masa?
En los últimos años he pasado largo tiempo esperando y haciendo colas en distintos especialistas de la Seguridad Social. Allí donde habita un numeroso grupo de «sujetos de riesgo» como ancianos, discapacitados y pobres, mientras se normaliza tener un seguro privado que muchos de ellos no podrán pagar o que por sus enfermedades se les niega. Cuando pasamos por un escáner, imagino que las bases de datos se comunican y que pronto también nos identificarán en nuestros viajes y desplazamientos como enfermos, riesgo de baja, riesgo de morosidad, potencialmente ansioso y conflictivo.
Pienso en la eugenesia como principio de selección de los mejores perfiles biológicos, como por defecto de rechazo de los perfiles que se consideran peores o dañados. Si lo observa, la selección de perfiles es una práctica habitual en la categorización que precisan las bases de datos, en los procesos de ranking y selección de productos que alientan los patrones neoliberales en la actual economía de mercado. Allí donde el producto envasado esconde no solo el valor de llevar una etiqueta de calidad o excelencia, sino de valor de la apariencia.
Bajo las mismas lógicas que priman la selección y clasificación de productos atendiendo a un grado de pureza, calidad y propiedades, también las sociedades clasifican de formas más o menos explícitas o eufemísticas aquellos grupos e individuos a lo que se presupone un comportamiento y una solvencia que los hace llevar el sello de «seres fiables», «pasaportes de primer mundo», «barrio rico» o «gente educada». Así, los lugares donde vivimos, nuestra formación, el género que señalamos, nuestro poder adquisitivo y cada vez más, la edad y el historial médico, forman parte de las distintas clasificaciones identitarias útiles para las bases de datos con las que administraciones y empresas pueden leernos.
En una época que todo lo cataloga, tener ochenta años o padecer un determinado síndrome te clasifica de muchas maneras. La fragilidad que los humanos han experimentado en el tiempo de pandemia ha situado la salud como una categoría primera. Como efecto, la saturación de la sanidad pública ha sido paralela al aumento de la vulnerabilidad de quienes ya hacían un uso habitual de la misma.
Como la conversación que inicia estas reflexiones aludiendo a la imposibilidad de que ayuden a la protagonista con sus pruebas de hígado y pulmones, en este tiempo he vivenciado situaciones muy similares. Una persona con discapacidad visual y auditiva no podrá contratar una póliza privada que cubra sus problemas de visión y oído solicitados acorde al sentido común de que, justamente, requerirá servicios relacionados con ojos y oídos. En el trámite telefónico te preguntan y encasillan en 1, 2 o 3, correspondiendo a la categoría que ellos mismos te ofrecen. Fui paciente para responder, dócil en sus derivas por X preguntas, intenté contestar con brevedad lo que para mí era extenso y matizado. Le aseguro que no noté en el proceso ninguna señal de que estaba siendo evaluada como potencial cliente de riesgo. Al final del camino protocolizado de preguntas recuperé la comunicación con un humano que, según parece, sólo tenía que <<darme la noticia>>, pues la aplicación ya había hecho su trabajo. Dado que usted tiene la enfermedad X, la dolencia Z, una discapacidad 00, no podemos ofrecerle ninguna póliza que cubra pruebas en ojos ni oídos. Y ahí puedes entrar en ese otro bucle de la queja: <<pero si lo necesito y pagaré por ello>>, <<pero no podemos>>, <<pero es injusto>>, <<pero es sujeto de riesgo>>, <<pero, por eso necesito esos servicios>>. Y como un eco entre montañas notas que la voz se va haciendo más lejana, como si la interlocutora se apartara el teléfono blindada en la respuesta automática, hasta que te despides.
[...] Los enfermos y los ancianos son damnificados de los procesos de privatización que normalizan que ante una saturación cronificada de la sanidad pública, vapuleada y precarizada, lo esperable es que todos tengan además un seguro privado. Nadie se escandaliza cuando el cambio ha sido tan lento, progresivo y aceptado.
Se encallece el alma consistiendo la precariedad de la sanidad pública, sucumbiendo a la normalización de que la sanidad es algo que te debes ganar, pagando por ella, más cuanto más viejo y más enfermo, más cuanto más dicen tus datos que puedes enfermar en el futuro. Se encallece el alma aceptando la precariedad de la sanidad pública, más tarde también de la privada. Porque el enriquecimiento no suele ir a los trabajadores, parece quedarse en quienes se lucran de los beneficios que generan estos negocios privados, presentados como luminosos carteles de salas que parecen el paraíso en la tierra, tan blancas e inmaculadas que recuerdan a los lisiados y viejos que en ellas no quedarían bien, serían máculas sobre ese impecable mobiliario minimalista pensado, parece ser, para gente más sana y más joven, es decir, gente que probablemente no las necesita.
Podemos seguir esperando en nuestra lista de espera, porque esperando y tramitando un día u otro no resistiremos la violencia burocrática que conlleva enfrentarse a la gestión y el descarte como daños colaterales o pérdidas a las que empuja la propia selección natural y nos estallará el corazón. Camuflado pero latente, ese nihilismo que ayudará a «caer al débil» se hace fuerte cuando no se protege el suelo social de los servicios público. Por esta razón, entre otras, el protagonismo mediático que la sanidad pública ha adquirido en la pandemia llega ser emocionante, sin achicarse ni una mueca, en cada inversión lograda para mejorar su salud que es la social.
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