Carlos Peña (Por qué importa la filosofía)

LA CULTURA Y LA PREGUNTA POR EL SENTIDO

[...] Si un hombre pudiera escribir un libro sobre ética que de veras fuera un libro sobre ética, ese libro destruiría, con una explosión, todos los otros libros en el mundo.*

Y es que un libro sobre ética que lo fuera de veras velaría el misterio de la maravilla del mundo y luego de eso nada más importaría. ¿Por qué? Lo que ocurriría es que un vez que la pregunta final (¿por qué hay ser y no más bien nada?) tuviera respuesta cabal, todos nuestros acercamientos a lo que existe, las formas de concebirlo, los debates acerca de su verdadera fisonomía, perderían sentido: el secreto final habría sido develado. No sabemos si Heidegger estaría de acuerdo con esa extraordinaria afirmación de Wittgenstein, pero lo más probable es que sí. Si la respuesta por el ser tuviera una única respuesta, una respuesta final que no pudiera ser revocada ni matizada con una ulterior interpretación, entonces la cultura entera y la propia historia dejarían de tener sentido, puesto que su sentido es la búsqueda de sentido. Pero si el sentido fuera de una vez por todas esclarecido, si alguien pudiera clavar la rueda de la fortuna (la fortuna era una diosa que distribuía azarosamente los bienes y os días), entonces la historia dejaría de ser tal y pasaría a ser un páramo quiescente y fijo, sin sorpresas y sin tiempo. 

Por supuesto que esa forma de concebir el trabajo de la filosofía —dilucidando nuestra capacidad de formular preguntas finales, pero sin que le sea dado decirnos cuál es la respuesta— no está a la altura de las expectativas de sentido que la cultura humana parece anhelar.

En efecto, la cultura humana, los seres humanos y los esfuerzos que hacen por discernir su destino, parecen anhelar una respuesta final, un sentido, un baremo o regla que les permita medir la calidad de nuestras respuestas y el rumbo que la existencia debe tomar. Y de hecho, la cultura entera, como muestra la sociología, se orienta por ese tipo de preguntas, por la pregunta por el sentido, y sus costumbres, sus prácticas, sus ritos, su esfuerzo por separar lo sagrado de lo profano, son el esfuerzo por coagular esas respuestas en el tiempo, por proveer la ilusión de eternidad; una ilusión, porque la posteridad de cada cultura mira hacia atrás y solo ve, como advirtió Hegel, ruinas:

    Pero aun cuando consideremos la historia como el ara ante la cual han sido sacrificados la dicha de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos, siempre surge al pensamiento necesariamente la pregunta: ¿a quién, a qué fin último ha sido ofrecido este enorme sacrificio?

Y en la propia literatura filosófica (y en el propio Heidegger) es posible encontrar también esa búsqueda del sentido final, como si la condición humana a la que la filosofía permite asomarse, tuviera posibilidad de atrapar ese sentido mediante algunos de sus quehaceres.

Hay quienes, por ejemplo, sugieren que Heidegger habría arribado a un callejón sin salida porque luego de haber detectado que la pregunta por el ser estaba a la base de nuestra cultura (de toda la cultura occidental, nada menos), nunca logró discernir un criterio de sentido que nos permitiera saber cuál era la respuesta que esa pregunta merecía. Esa acusación, esa acusación de fracaso, por llamarla así, se ha dirigido también contra Wittgenstein, que luego de haber mostrado que todos nuestros esfuerzos estaban orientados por la construcción de sentido (este era el motivo, como vimos, de por qué le parecía que Frazer había malentendido otras culturas empeñadas en el mismo quehacer que nosotros), no fue capaz de señalar de qué forma, sin embargo, ese sentido podía ser alcanzado.

Pero podemos dejar pendiente la cuestión de si acaso necesitamos que la pregunta heideggeriana tenga alguna respuesta o si la sola pregunta es suficientemente iluminadora. Volveremos a ella una vez que nos asomemos a la manera en que Heidegger y Weber caracterizan la modernidad y la falta que en ella detectan.

Para ello conviene asomarse, siquiera, preliminarmente, a lo que significa «mundo».
_______________________________________

UNA JAULA DE HIERRO

LA RACIONALIZACIÓN DEL MUNDO

El concepto de racionalización del mundo aparece especialmente en los estudios de sociología de la religión de Max Weber, quien lo anuncia, al modo casi de un acertijo, en la introducción a esos estudios que, en la versión inglesa que se debe a Talcott Parsons, suele ir como introducción a su famosa La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Pues bien, en esa introducción, Max Weber observa un conjunto de fenómenos culturales que se verifican, com o repite una y otra vez como si se tratara de una letanía, «en Occidente y solo en Occidente».  

Detenerse en el análisis de Weber ayuda a entender qué se quiere decir cuando se afirma que la nuestra es una época esencialmente técnica. Lo que Weber identifica como rasgo fundamental de esa época, la racionalización, coincide en muchos aspectos con lo que Heidegger, en sus estudios sobre la técnica, llamará pensar calculante, esa tendencia a concebir el mundo como una suma de recursos a disposición.

En todas las culturas, anota Weber, ha habido observaciones regulares y registros acerca del curso de la naturaleza, pero solo en Occidente esas observaciones se han matematizado en la forma de la ciencia; en todas partes han existido consejos acerca del modo de mantener el poder, pero solo en Occidente existió un Maquiavelo capaz de sistematizar su íntimo mecanismo; todas las estructuras sociales han poseído reglas, pero es solo en Occidente donde apareció el derecho tal y como hoy los conocemos, recogido en reglas a cargo de un cuerpo profesional que las administra en base a una disciplina; el arte tipográfico se constata en casi todas las culturas, y desde luego en China, pero la literatura impresa y la mediatización de la cultura es un fenómeno estrictamente occidental; todas las culturas han poseído comercio, intercambios y ánimo de lucro, pero solo en Occidente se observa una disciplina del lucro, un cierto ascetismo regulado en base a lo que hoy conocemos como contabilidad; y, en fin, en todos los sitios ha habido arquitectura, pero solo en Occidente se desarrolló la bóveda gótica y la perspectiva como ocurre con la pintura del Renacimiento. ¿Qué explica que en Occidente y solo en Occidente hayan aparecido ese conjunto de fenómenos? La respuesta a esa pregunta permite comprender buena parte de lo que hoy llamamos modernidad; pero al mismo tiempo ayuda a entender las condiciones, a menudo incómodas y difíciles, en medio de las que debe desenvolverse la filosofía y ayuda, al mismo tiempo, a comprender el sentido profundo de la inutilidad que ella, según hemos visto, parece poseer [...]

EL DESENCANTAMIENTO DEL MUNDO

[...] Pero ¿cómo pudo ocurrir que la realidad social racionalizada al extremo de tecnificarse y, como diría el propio Weber, encerrar al ser humano en una jaula de hierro, condenándolo a vivir en una «época ignorante de Dios y para la cual los profetas son desconocido»?

[...] Los tres y densos volúmenes de la Sociología de la religión pueden ser leídos como el esfuerzo por comprender el origen de la racionalización occidental, encontrar una respuesta a la pregunta de por qué «en Occidente y solo en Occidente» la vida había llegado a ser un quehacer previsible, planificado, formalmente racionalizado, donde todo se somete al cálculo de la eficiencia o de la producción, al extremo de que, como muestra la moderna burocracia, o la universidad moderna como veremos más adelante, ella parecía haberse despojado de cualquier chispa de sorpresa y de misterio. 

Y aunque suene sorprendente para quien no se ha asomado a la sociología, la opinión de Weber es que esa particular forma de encarnar la existencia —eso que había llegado a ser un páramo puramente técnico— había surgido, al menos en parte, de la religión.

Algunas creencias, en particular el judaísmo y el cristianismo, dos de las religiones mundiales, habrían dado origen a una «imagen del mundo» sistemática y habrían estimulado una toma de posición práctica inspirada por ella. 

[...] Había, observado Weber, una cierta «afinidad electiva» que él estimula, por una parte, y el moderno capitalismo, cuyo espíritu se habría expandido así al compás de ese racionalismo específicamente religioso, por otra.

¿Cómo fue, entonces, que acabó transformándose en el moderno racionalismo formal de la democracia y el mercado? ¿Cómo fue que ese anhelo de comprender la totalidad acabó en ese mundo de reglas y procedimientos desprovisto de misterios y de preguntas finales, este mundo técnico, donde la filosofía parece no tener nada, o muy poco, que hacer?

Para comprender el fenómeno hay que recordar que Weber no está intentando probar una hipótesis causal mostrando que las ideas religiosas modelan la cultura. Como él mismo insistió una y otra vez, se trata de mostrar las «afinidades electivas» entre la ética económica del protestantismo, él aludia a la forma en que el protestantismo orientaba, como un guardagujas, como una señal vital, la acción económica. Esa ética fortaleció, por decirlo así, la que traía el propio capitalismo, contribuyendo de esa forma a racionalizar la vida, a hacer del quehacer mundano algo racional, planificado, previsible. Pero esa orientación de la acción, religiosamente inspirada, que convergía con el capitalismo, acabó siendo atrapada por este. Richard Baxter, un escritor puritano inglés, había dicho que la preocupación por los bienes exteriores que la orientación profesional permitía acumular, no era más que «un liviano manto que se puede arrojar en cualquier instante». No resultó así. El liviano manto se transformó, en palabras de Weber, en una jaula de hierro, en un envoltorio férreo pero vacío de sentido, en una simple «petrificación mecanizada». Los bienes exteriores alcanzaron un «poder irresistible sobre los hombres, un poder que no ha tenido semejante en la historia». Así, esa ética habría contribuido a conformar el poderosos cosmos del orden económico moderno que, amarrado a la producción técnica, determina el

    estilo de vida de todos quienes nacen dentro de sus engranajes (no solo de los que participan directamente en la actividad económica), y lo seguirá determinando quizás mientras quede por consumir la última tonelada de combustible fósil. 

Wittgenstein

Fernando Díaz Villanueva (La contra historia del comunismo) La gran utopía del siglo XX en 35 episodios

 Prólogo

¿Es el comunismo una <<secta criminal>>?

Hace unos años, la izquierda local de un ayuntamiento de la Comunidad de Madrid montó una sonora campaña contra Jesús Gómez, un concejal del Partido Popular que, una década antes, había escrito un artículo sobre los límites que el Estado nunca debe sobrepasar. El concejal, que cuando escribió el citado artículo ejercía de periodista, argumentaba que bajo ningún concepto el Estado puede arrogarse la facultad de retirar la patria potestad a los ciudadanos por motivos ideológicos.

La polémica había surgido a raíz de una secta de cristianos fundamentalistas que, en los años noventa, vio cómo sus hijos les eran arrebatados por los servicios sociales de la Generalitat de Catalunya. Los padres recurrieron a los tribunales de Justicia, que terminaron por darles la razón obligando a la administración regional a devolver a los menores de edad a sus padres. Para apuntalar el argumento, Jesús Gómez puso como ejemplo el comunismo, que, como ideología, ha sido responsable de la muerte de cien millones de seres humanos y que, en ciertos momentos y lugares, adquirió la categoría de auténtica secta destructiva. ¿Tiene derecho el Estado a retirar la patria potestad a los padres comunistas?, se preguntó Gómez para, a continuación, responder que no, que en ese caso regía idéntico principio que con la secta cristiana.

La izquierda de ese ayuntamiento, formada a la sazón por el Partido Socialista y la coalición comunista Izquierda Unida, acusó al concejal conservador de defender justo lo contrario de lo que decía amputando y descontextualizando una frase. La izquierda, una vez más, utilizaba la mentira como arma revolucionaria. La cuestión en aquel momento no era tanto lo que había dicho el concejal como organizar un escándalo político, airearlo en los medios y luego pedir su dimisión.

El caso de Jesús Gómez llegó a los periódicos y murió pronto porque la mentira era tan grosera que no se pudo sostener durante mucho tiempo más. A cambio se abrió un pequeño debate que, como era de esperar, vino acompañado de una formidable polémica. El debate se resumía en una sola pregunta: a la luz de los hechos, de un siglo de barbarie en nombre del ideal, ¿debía o no debía el comunismo ser considerado una secta criminal?

Desde el punto de vista teórico, evidentemente, no. No delinquen las ideas sino las personas. Decir, por ejemplo, que la burguesía debe de ser borrada de la faz de la Tierra guerra de clases mediante no es ni debería ser delictivo bajo ningún orden político que se autodenomine libre. Las palabras pueden herir la sensibilidad pero nunca han matado a nadie. Desde este punto de vista alguien que se defina como comunista y haga profesión de fe de marxismo-leninismo no es ni de lejos un delincuente, lo sería si decide aplicar por su cuenta y riesgo el manual revolucionario y tomar al asalto la casa de un burgués para después <<socializar>> toda esa riqueza incautada. 

Si la ideología comunista en sí no es ni puede ser delictiva, ¿de dónde viene la fama criminal que arrastra el comunismo, especialmente en los países que han padecido sus excesos ideológicos en carne propia? De la experiencia, obviamente. Si al liberalismo lo caracteriza el intercambio libre y voluntario de bienes y servicios entre individuos, al comunismo lo hace la revolución, objetivo máximo que se deriva inevitablemente de la teoría. En todo tiempo y lugar donde se ha impuesto o ha tratado de imponerse un régimen comunista se han cometido multitud de crímenes, algunos especialmente aberrantes como los de las tiranías de Stalin, Mao o Pol Pot. Esto es un hecho histórico, no una opinión.

Estos crímenes venían dictados por la ideología. El ideal comunista, que sobre el papel es inocuo, se convierte siempre en la práctica en una pesadilla totalitaria. Ejemplos históricos sobran. Desde la primera revolución típicamente socialista -la bolchevique- hasta su epígono más reciente -la Venezuela bolivariana-, la praxis revolucionaria se ha cobrado la vida de unos 100 millones de personas en todo el mundo y en menos de un siglo. Eso siendo conservador con los números, porque puede que sean mucho más. Los responsable de todas estas muertes son quienes las infringieron, pero, y aquí está el quid de la cuestión, con toda seguridad sin el componente ideológicos que motivaba a los verdugos esos asesinatos jamás se hubiesen cometido. 

¿Hay, por lo tanto, que proscribir en las leyes la ideología comunista? No y mil veces no. El comunismo ruso, fue prácticamente inofensivo hasta que llegó al poder en 1917 y se redujo a idéntica condición tras la caída de la URSS en 1991. Lo mismo podría decirse de los comunistas españoles, muchos de los cuales cometieron verdaderas atrocidades durante la Guerra Civil y luego, cuarenta años después, contribuyeron de mejor o peor gana a la transición democrática. Algunos dicen que esto fue así porque entonces se sentían débiles. Tal vez sea cierto. Es una constante histórica que cuando las organizaciones comunistas se ven mermadas de apoyos piden un diálogo que luego niegan a sus adversarios cuando se han reforzado.

Sea como fuere, el hecho es que las ideas de Marx, Engels, Lenin, Mao o Enver Hoxa son intelectualmente erróneas, pero perfectamente inocuas si no salen del papel. Abimael Guzmán sembró el terror en Perú con una banda de asesinos conocida como Sendero Luminoso. Estos asesinos justificaban sus crímenes en la idea, pero, al cabo, eran ellos mismos los culpables, no la idea, que por lo demás sigue ahí, rodando de cabeza en cabeza sin que hayamos tenido que lamentar más muertes desde la detención del carnicero Guzmán en 1992 y la desarticulación de la banda.

Si la experiencia, es decir, la Historia, nos enseña que el comunismo solo tiene un modo, necesariamente violento, de alcanzar y conservar el poder, la teoría nos advierte de los riesgos que se corren al adoptar como propias ciertas ideas que recategorizan los seres humanos entre buenos y salvables, y malos y condenables. El comunismo debería ser, por consiguiente, una ideología poco atractiva y con un fuerte estigma social como lo son otras de corte parecido como el nazismo o el fascismo, ambas nacidas de la matriz socialista en los años veinte del siglo pasado.

El comunismo, sin embargo, mantiene una suerte de bula justificada en algo tan simple como las intenciones. La intención del comunismo es construir una sociedad más justa. Punto. Eso les ha salvado de la quema, bueno, eso y la ventaja de disponer de una técnica propagandística depuradísima y un transformismo político digno de encomio. Ese es el secreto de que la momia siga vivaqueando.

Esto en lo que toca a la parte <<criminal>> de la ideología. Para la sectaria echemos mano nuevamente de la Historia. Si algo ha caracterizado a los partidos comunistas de todo el mundo es que se han comportado como sectas, en el sentido de organizaciones muy cerradas en sí mismas, en tensión con el resto de la sociedad y poseedoras de una verdad revelada y sotética que solo los iniciados -la vanguardia- conoce. Es escritor Arthur Koestler, que fue un devoto comunista durante una parte de su vida, definía en estos términos su afiliación al Partido:

    Decir que uno había visto la luz es una pobre descripción del éxtasis mental que solo el converso conoce. La nueva luz parece brotar desde todas las direcciones del cráneo; todo el universo encaja en un patrón, como piezas aisladas de un rompecabezas, unidas de golpe por la magia. Ahora hay una respuesta para todas las preguntas, las dudas y los conflictos son cosa del pasado. A partir de este momento nada puede perturbar la paz interior y la serenidad del converso, excepto el temor ocasional de volver a perder la fe, perdiendo de este modo lo único por lo que vale la pena vivir, y cayendo de nuevo en la oscuridad exterior.

Si esto no es lo más parecido a una secta, que baje Dios y lo vea.

Los comunistas siempre han sido una minoría. El propio Lenin, fundador del primer partido-secta de la historia, el Bolchevique, tomó precisamente ese nombre para transformar la realidad mediante el uso de las palabras. 

Bolshevik en ruso significa <<mayoría>>, aunque el grupo de Lenin no era más que una minúscula escisión del Partido Socialdemócrata ruso. Esa minoría estaba formada por pocos militantes, pero, en palabras de Lenin, <<obedientes, mentalizados y disciplinados>>. Esta vanguardia se encargaría de guiar a las masas para que se materializasen las tesis marxistas. Para ello cualquier abuso estaba permitido. Así, mediante la conversión del partido en secta, una ideología que propugnaba la violencia terminó cristalizando en crímenes reales con muertos de verdad.

Partidos como el que fundó Lenin o el del citado Abimael Guzmán sí que eran sectas criminales a fuer de comunistas. Otros, que se autodenominaban comunistas, no son ni una cosa ni la otra. El comunismo pues, solo es secta y solo es criminal cuando sigue al pie de la letra los dictados de Marx y Lenin. Y no es una opinión, es un hecho.

Noelle Mering (El dogma Woke) Una respuesta cristiana ante la ideología de moda

 TOLERANCIA REPRESIVA

En su influyente ensayo La tolerancia represiva, Marcuse rechaza los ideales de la libertad de expresión y mutua tolerancia y, en contraposición diserta sobre el imperativo de discriminar a cualquiera que esté en la lado equivocado de la revolución. «La estructura jerárquica de la sociedad es inherentemente violenta contra el progreso de la sociedad. Por tanto, cualquier violencia que introduzcan los oprimidos en nombre del progreso no supone violencia, sino que es justa reacción a un sistema violento».
No solo está justificada la intolerancia contra los enemigos de la revolución; es necesaria, e incluso justa.

Como Marcuse agregaría, no se puede defender por igual la tolerancia, pues funciona en beneficio de los poderosos y exhorta a los oprimidos a sentirse en un falso nivel de igualdad. Aunque esto pueda parecer justo en la práctica. Marcuse les aseguraba a aquellos a quienes estaban radicalizando que era necesario en aras del progreso histórico. Prosigue: «¿Desde cuándo la historia se hace conforme a baremos éticos? Comenzar a aplicarlos en este momento en que los oprimidos se rebelan contra los opresores, los desposeídos contra los acaudalados, es ponerse al servicio de la causa de la verdadera violencia, puesto que socava la protesta contra esta misma violencia opresora».

La influencia de Marcuse y la Escuela de Fráncfort sigue viva y coleando dentro del movimiento woke contemporáneo. Al orientar en el modo en que se debe llevar a cabo la justicia social en las escuelas, las consejeras raciales Özlem Sensoy y DiAngelo ponen un ejemplo acerca de cómo emplear tácticas de tolerancia represiva mientras se imparten en el aula sesiones contra el acoso escolar relativo a las identidades sexuales. Al concluir una sesión, se plantea una situación hipotética a modo de ejemplo sobre cómo aplicar la discriminación en aras de la ideología. Ante ese caso hipotético, una estudiante levanta la mano y plantea que tiene un desacuerdo moral con una determinada opción de estilo de vida sexual y cree que no se le debe pedir que exprese su aceptación. El instructor le permite terminar y le agradece el haber compartido su punto de vista, y luego da paso al siguiente alumno que tenga algo que comentar. Según Özlem Sensoy y DiAngelo, esta es una manera incorrecta de manejar la situación, ya que permite que el aula esté sujeta a narrativas opresoras dominantes y microagresiones. Por el contrario, hay que silenciar la voz dominante que expresa normas sexuales tradicionales:

    Cuando , en nombre de la «equidad» o el «juego limpio» los instructores conceden el mismo tiempo a las narrativas dominantes, reforzamos los efectos discursivos problemáticos, al legitimar la idea de que la conversación se iguala solo cuando también se incluye a voces dominantes. Por eso hemos llegado a negar el mismo tiempo a todas las narrativas en nuestra aula. Nuestra intención, al proceder de esta manera, consiste en corregir los desequilibrios de poder existentes bajando el volumen de narrativas dominantes; permitir espacio a las narrativas dominantes, para ser «ecuánimes», es tanto como asumir que estos desequilibrios ya no existen o que la igualdad de tiempo en el turno de palabra es todo cuanto se necesita para corregirlos. Debido a esto, pensamos que restringir las narrativas dominantes es, en realidad, más igualitario. 

Un libre intercambio de ideas nunca ha sido una meta woke. Una aplicación de criterios de justicia nunca ha sido lo que han pretendido. Así es como los radicales, Marcuse incluido, dieron su visto bueno a las tácticas terroristas y atentados de la organización Weather Underground. Es fácil observar la mera como esta mecánica conecta con nuestra actual «cultura de la cancelación», al igual que el vandalismo y los disturbios, que se consideran incuestionables cuando los realizan miembros de un grupo oprimido. Como escribe Ibram X. Kendi: «El único remedio para la discriminación en el pasado es la discriminación en el presente».

Comprender la táctica de la tolerancia represiva ayuda a conocer el sentido de artículos como el de The Washington Post titulado «Por qué no podemos odiar a los hombres?» Su autora se dirige a los hombres y les dice que, debido a su biología, «no os postuléis para un cargo público, no ejerzáis cargo alguno, manteneos lejos del poder. Esto es lo que tenemos. Y tened muy presente que vuestras lágrimas de cocodrilo ya no os las vamos a seguir enjugando. Tenemos todo el derecho a odiaros. Nos habéis tratado mal. #PorculpadelPatriarcado. Ya es hora de jugar duro para el Equipo Femenino. Y ganar».

Este es también el motivo por el que la jefa de Black Lives Matter en Toronto se sintió perfectamente en sus cabales al escribir una diatriba racista, empleando un género alternativo de género neutro para «humano» («humanx», como otros recurren al «human@») en una anotación online que ahora está borrada. «La blancura no es humanx. En realidad, la piel blanca es sub-humanx. Todos los fenotipos existen dentro de la familia negra y [gente] blanca es un defecto genético de la negritud».  

El objetivo no es una igualdad humanizadora común y a los ojos de la ley, sino una subversión del poder. 


COMPORTAMIENTO SECTARIO

Si bien el gentío y la turba es el hábitat natural de los woke, el movimiento adopta las tácticas psicológicas de una secta. Es cierto que mucha gente de izquierdas sigue siendo razonable y capaz de ver las cosas desde otros puntos de vista, pero, cuanto más se adentra uno en la ideología, más antiliberal y cerrado de mente tiende a volverse. Hay comparaciones muy trilladas entre lo woke y las religiones fundamentalistas: rechazo del pensamiento crítico, exigencia de adhesión total de los dogmas, avergonzamiento ritualista y rechazo de los transgresores. Los seres humanos tenemos instinto de religiosidad, y en el vacío que deja nuestro alejamiento de Dios, tendemos a erigirnos falsos e inclementes dioses de nosotros mismo. 

Queremos ser parte de un gran drama o de una gran narrativa que dé sentido a nuestra vida, a nuestros sufrimientos, a nuestros esfuerzos diarios. La cultura woke posmoderna nos despoja de las grandes narrativas y despedaza cada relato en una preferencia personal sin conexión con un significado último. Tenemos narrativas, pero son narrativas fútiles. Quien observa esto con honestidad suele caer en la cuenta de que el nihilismo es demasiado difícil de soportar. Otros se distraen con el pan y circo, y no se percatan de la falta de sentido. Otros labran una especie de religión a partir de sus ideas políticas, pero no es una religión cohesionada en torno a un gran narrativa sino a un enemigo común. Es la búsqueda y denuncia cíclica de un chivo expiatorio sin llegar jamás a la Víctima Inocente. 

Los woke no se tomarán a la ligera que se los defina como una religión y, mucho menos, como una secta. Pero el adoctrinamiento en su ideología a menudo adopta tácticas propias de una secta en su proselitismo. Ahora vamos a tomar consideración algunas características de las sectas y hasta qué punto están incorporadas en los woke.

Dogmas incuestionables

Se desaconseja el pensamiento crítico. La sustitución del pensamiento crítico por la teoría crítica deja de asumir como algo positivo cualquier cuestionamiento de sus postulados y expresa hostilidad hacia la razón, el debate y el pensamiento libre. Impera un dogma imposible de desmentir e indiscutible.

Los adeptos nunca pueden ser lo suficientemente buenos

Debes confesar tu privilegio, formarte en las doctrinas woke a través de la reeducación y comprometerte de por vida en esforzarte para resististe a tu pecado original de blancura (una tarea imposible, a fin de cuentas). El ensayista James Lindsay afirma: «Debes ser un aliado, pero acepta que tu alianza siempre será precaria».

Aislamiento de la gente ajena al grupo, incluyendo familiares y amigos

No hay rasgo más clásicamente liberal que la libertad de pensamiento y de debate. El seguidor de una secta rechaza tal modo de debatir y, si se siente amenazado por ideas adversas, substituye el debate por denuncias y «llamamientos». La oposición a los dogmas woke se consideran hirientes y dañina, y una señal de maldad por parte del otro. Las fisuras en las familias y viejas amistades surgen y se calcifican. Es algo que se ha ido corroborando en un abundante número de artículos que relatan cómo se han roto las amistades e incluso matrimonios porque la parte woke ya no podía aceptar seguir manteniendo relación con un partidario de Trump. 

El mal comportamiento moral está justificado para algunos, pero resulta intolerable en otros

Esta quizá sea una de las características más notables durante la transición hacia un comportamiento similar al de una casta. No se trata, simplemente, de que haya corrupción moral entre los adeptos, lo que puede ocurrir y ocurre en cualquier grupo; se trata, más bien, de que la creencia en la ideología es el principio que justifica y exonera conductas que, de otro modo, se considerarían repugnantes. El saque, el vandalismo y la violencia contra los transgresores de la secta se excusan o justifican si se llevan a cabo por el bien de la ideología. 

Ataca, rehúye y deslegitima a quienes se apartan del dogma

Es algo evidente en la <<cultura de cancelación>>. Despertar -ser woke- consiste en ver cómo el mal está omnipresente en cada una de las facetas del mundo. Todo cuanto se desvíe de la doctrina woke -despertada- es algo problemático. La evangelización woke requiere avergonzar al nuevo adepto.

Manía persecutoria y pensamientos catastrofistas

La base de esta ideología consiste en que la persecución y la opresión se hallan por todas partes, incluso en pequeños detalles y aspectos inopinados, como las microagresiones, y tales microagresiones constituyen un tipo de violencia. Esto fomenta  la paranoia y la hiperreactividad. 

Consignas para evitar la reflexión rigurosa o el cuestionamiento

El pensamiento crítico, según la tradición clásica, es la actividad del hombre auténticamente libre. La teoría crítica, según la tradición neomarxista, es la actividad del hombre controlado y controlador. Las creencias a las que llegamos por medio de un análisis libre y ponderado las poseemos en profundidad. Si el pensamiento no se deriva de procesos internos de este tipo, entonces debe imponerse desde fuera. Despojada de un concepto significativo y consistente de la naturaleza, la razón y la persona humana, la ideología woke es un castillo de naipes que demanda lealtad por medio de la intimidación y el poder. Como descubrió Hannah Arendt durante el juicio de Eichmann, el ideólogo se caracteriza por la curiosa incapacidad de pensar. Una vez adoctrinado, el pensamiento es reemplazado por clichés sectarios, propaganda y consignas.

La ideología woke es como un filtro cosido al ojo de la mente por medio del cual se tamiza todo el conocimiento y cada dinámica humana. No deja de ser una perversión de aquello que decía C.S. Lewis: <<Creo en el cristianismo igual que creo que el sol acaba de salir: no solo porque lo veo, sino porque, gracias a él, veo todo lo demás>>. Gracias a Cristo, comenzamos a ver todo en este mundo como signos y sombras de su perfecta bondad. Por medio de la ideología woke, comenzamos a ver todo como signos y sombras de opresión.

Manuel Santirso (La revolución francesa y Napoleón) El fin del Antiguo Régimen y el inicio de la Edad Contemporánea

 La fase napoleónica 1799-1815

Desde el golpe del 18 de Brumario hasta la derrota de Waterloo, , transcurrió un largo periodo que se suele separar con la cesura de la coronación imperial de Napoleón en 1804. Sin embargo, la división entre Consulado e Imperio separa de modo institucional y formalista un periodo con un carácter conjunto muy claro, que combinó algunos elementos heredados del Directorio y otros nuevos. La mezcla evolucionó durante esos quince años siguiendo su propia lógica y la de un contexto cambiante, pero siempre mantuvo algunos rasgos básicos. 

En síntesis, la época napoleónica puede describirse como la confluencia de tres líneas de fuerza, más complementarias que contrapuestas. En primer lugar, se trató de un régimen autocrático y autoritario. Como tal, desplegó una represión sobre la disidencia política o la simple asociación paras la que también aprovechó el legado de fases anteriores. Como en ellas, golpeó indistintamente a derecha e izquierda, contra la oposición monárquica —realista o constitucional— y la república, que aspiraban a la conquista de un poder que se presentaba como apartidista. Las cárceles siguieron pobladas y la guillotina continuó funcionando: el atentado contra Napoleón de 1800 organizado por el vendeano Georges Cadoudal y la gran conspiración monárquica de 1804 también urdida por él, el duque de Enghien y el general Pichegru dieron argumentos para mantener el artefacto engrasado. 

Las captura de esos enemigos políticos no se confió a un organismo separado, como el Comité de Salvación Pública, ni se hizo participar en ella a ciudadanos fervientes, como los que habían nutrido los comités de vigilancia: najo Napoleón, el Estado tuvo siempre el control de la represión, que ejerció de forma selectiva y con ayuda de instrumentos propios. El principal de ellos fue una policía que, como muchos otros aspectos del periodo napoleónico, había surgido bajo el Directorio. ¿Y quién podía haber mejor para dirigirla que el antiguo «terrorista» Fouché. Fue él quien se encargaría de la policía hasta 1811, con un breve paréntesis entre 1802 y 1804, dedicado a demostrar la filiación realista del atentado de 1800. 

No obstante, y al igual que otros regímenes autoritarios que le seguirían y la copiarían, la autocracia napoleónica no se sostuvo tan solo sobre la represión. Se basó asimismo en un consentimiento social muy amplio, que casi hasta el fin del régimen valoró el orden, la estabilidad económica y la claridad legal que había propiciado, sin que importase demasiado un carácter violento y expansivo que, al fin y al cabo, abría mercados cada vez mayores. El Consulado y el Imperio contaron siempre con el beneplácito de los propietarios, urbanos y esta vez también rurales, que formarían la columna vertebral de la Francia burguesa durante un siglo y medio. 


Los ficheros de Fouché

Cuando se dice de alguien que le han fichado, se está rindiendo un homenaje inadvertido a Joseph Fouché (1759-1820), uno de los personajes más interesantes que produjo la Revolución francesa. Convencional regicida, fue enviado por el Comité de Salvación Pública como representante en misión a diversos destinos, donde hizo gala de codicia y crueldad. Cayó en desgracia ante Robespierre, de quien se vengó conspirando para el golpe de Temidor. Después se asoció a Baboeuf y hubo de esconderse durante un tiempo, hasta que se benefició de la amnistía de 1796. El Directorio lo empleó en la recién creada policía, que pasó a dirigir gracias a Barras en julio de 1799.

Por policía se entendía el espionaje interior, para el que la información resultaba esencial. Fouché había estudiado en el seminario de los oratorianos donde, a pesar de su incapacidad para hablar en público, dio clases de matemáticas y física durante diez años. Aplicó el espíritu científico a su nueva tarea, que continuaría bajo Napoleón: organizar la información que le traían sus espías mediante fichas personales, una versión rudimentaria de lo que hoy llamamos una base de datos que fue creciendo entre 1804 y 1810. Sus principales fuentes de información estaban en las timbas y prostíbulos; él y sus agentes las extorsionaban para sus fondos reservados y para beneficio propio.

Fouché ordenó la destrucción de las fichas como venganza cuando Napoleón lo destituyó y lo mando de embajador a Roma. Sin embargo, se decía que había confeccionado dos ficheros, el conocido por sus agentes y ahora utilizados, y otro secreto, al que solo él tenía acceso.

Su vital información le fue de gran utilidad para sobrevivir a la primera caída del emperador, reconciliarse con él en los Cien Días, presidir su gabinete y después pasarse con armas y bagajes a la Restauración de Luis XVIII. Ninguno de los gobernantes de esta época conocía a ciencia cierta qué sabía de él Fouché.

Jacques Maritain (El hombre y el Estado)

Comunidad y sociedad

Se hace necesaria una distinción preliminar: la distinción entre comunidad y sociedad. Es lícito, sin duda, emplear estos dos términos cono sinónimos y yo mismo lo he hecho muchas veces. Pero es lícito tambien —y fundado en la razón—aplicarlos a dos clases de agrupaciones sociales de índole profundamente distinta. Esta distinción (por gravemente que haya podido abusar de ella los teóricos de la superioridad de la «vida» sobre la razón) es en sí misma un hecho sociológico reconocido. La comunidad y la sociedad son, una y otra, realidades ético-sociales verdaderamente humanas y no solo biológicas. Pero una comunidad es ante todo obra de la naturaleza y se encuentra más estrechamente ligada al orden biológico; en cambio, una sociedad es sobre todo obra de la razón y se encuentra más estrechamente vinculada a las aptitudes intelectuales y espirituales del hombre. Su naturaleza social y sus caracteres intrínsecos no coinciden, como tampoco sus esferas de realización. 

El Estado

[...] El Estado no es la suprema encarnación de la Idea, como decía Hegel. No es una especie de superhombre colectivo. El Estado no es más que un órgano habilitado para hacer uso del poder y la coerción y compuesto de expertos o especialistas en el orden y el bienestar públicos; es un instrumento al servicio del hombre. Poner al hombre al servicio de este instrumento es una perversión política. La persona humana en cuanto a individuo es para el cuerpo político, y el cuerpo político es para la persona humana en cuanto persona. Pero el hombre no es en modo alguno para el Estado. El Estado es para el hombre.

[...] El Estado transformado en un absoluto ha revelado su verdadera faz. Nuestra época ha tenido el privilegio de contemplar el totalitarismo estatal de la Raza con el Nazismo germánico, de la Nación con el Fascismo italiano y de la Comunidad económica con el Comunismo ruso.

El punto en el que conviene insistir es el siguiente: para las democracias de hoy el esfuerzo más urgente es el de desarrollar la justicia social y mejorar la organización económica mundial y el defenderse ellas mismas contra las amenazas totalitarias del exterior y contra la expansión totalitaria del mundo. Mas la prosecución de esos objetivos entraña inevitablemente el riesgo de ver demasiadas funciones de la vida social controladas desde arriba por el Estado y nos veremos inevitablemente obligados a aceptar ese riesgo mientras nuestra noción del Estado no haya sido restaurada sobre verdaderos y auténticos fundamentos democráticos y mientras el cuerpo político no haya renovado sus propias estructuras y su conciencia de sí, de tal manera que el pueblo se encuentre preparado de modo más eficaz para la práctica de la libertad y el Estado llegue a ser verdaderamente un instrumento al servicio del bien común de todos.

El pueblo

[...] Acabo de indicar que el pueblo no es soberano en el verdadero sentido de la palabra. Pues, en su sentido auténtico, la noción de soberanía se refiere a un poder y a una independencia que son supremos separadamente y por encima del todo que gobierna el soberano. Y con toda evidencia, el poder y la independencia del pueblo no son supremos separadamente y por encima del pueblo mismo. Del pueblo, como cuerpo político, debemos decir, no en modo alguno que es soberano, sino que tiene un derecho natural a la plena autonomía o a gobernarse a sí mismo. 

El pueblo ejerce ese derecho cuando establece la Constitución, escrita o no escrita, del cuerpo político; o cuando, en un grupo político de dimensiones lo bastante reducidas, se reúne para hacer una ley o tomar una decisión; o cuando elige a sus representantes. Y este derecho permanece siempre en él. Es en virtud de ese derecho como controla al Estado y a sus propios funcionarios administrativos. Es en virtud de ese derecho como trasmite a quienes son designados para cuidar del bien común el derecho de legislar y gobernar, de tal manera que, revistiendo de autoridad a esos hombres particulares, dentro de ciertos límites de duración y poder, el ejercicio mismo del derecho del pueblo al self-government restringe en la misma medida su ejercicio ulterior, mas ni suprime ni disminuye en ningún caso la posesión de este mismo derecho. 

[...] Es la expresión de Lincoln: «El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo». Lo cual quiere decir que el pueblo está gobernado por hombres que él mismo ha escogido y a los que ha confiado el derecho de mandar, para funciones de índole y duración determinadas y de cuya gestión mantiene un control regular, en primerísimo lugar por medio de sus representantes y de las asambleas así constituidas.

La racionalización técnica de la vida política

En el albor de la historia y de la ciencia moderna, Maquiavelo, en su Príncipe, nos propuso una filosofía de la racionalización puramente técnica de la política; en otras palabras, convirtió en sistema racional la manera en que los hombres se comportan de hecho más a menudo y se dedicó a someter ese comportamiento a una forma y a reglas puramente artísticas. Así, la buena política se convertía por definición en una política amoral que tiene éxito: el arte de conquistar y conservar el poder por cualquier medio (incluso bueno, si se presenta la ocasión, rara ocasión), con la única condición de que sea adecuado para conseguir el éxito.

[...] La ilusión propia del maquiavelismo es la ilusión del éxito inmediato. La duración de la vida de un hombre o, mejor, la duración de la actividad del príncipe, del hombre político, delimita el espacio del tiempo máximo requerido por lo que llamo el éxito inmediato. El éxito inmediato es éxito para un hombre, no para un Estado o una nación, de acuerdo con la duración propia de las vicisitudes de los Estados o de las naciones. Cuanto más terrible en intensidad se afirma el poder del mal, menores en duración histórica son los progresos internos y el vigor vital adquirido por el Estado que hace uso de tal poder. 

La racionalización moral de la vida política

Hay otra clase de racionalización de la vida política: racionalización, no artística o técnica, sino moral. Esta se funda en el reconocimiento de los fines esencialmente humanos de la vida política y de sus resortes más profundos: la justicia, la ley y la amistad recíproca. Y significa también un esfuerzo incesante para aplicar las vivas y móviles estructuras del cuerpo político al servicio del bien común, de la dignidad de la persona humana y del sentido del amor fraterno; para someter a la forma y determinaciones de la razón que estimula la libertad humana y el enorme condicionamiento material, a la vez natural y técnico, y el pesado aparato de intereses en conflicto, de poder y coerción inherente a la vida social; y para fundamentar la actividad política, no en lo que en realidad implica una mentalidad infantil —la ambición, los celos, el egoísmo, el orgullo y el engaño, las reivindicaciones de prestigio y de dominación transformadas en reglas sagradas de un juego trágicamente serio—, sino en un conocimiento adulto de las más íntimas necesidades de la vida de la humanidad, de las exigencias reales de la paz y el amor y de las energías morales y espirituales del hombre. 

Los medios de control a disposición del pueblo y el Estado democrático

[...] Consideremos el caso de un Estado democrático. El control del pueblo sobre el Estado, incluso si el Estado, de hecho, intenta escapar de él, se halla inscrito en los principios y en la estructura constitucional del cuerpo político. El pueblo tiene medios regulares y estatutarios de ejercer su control. Escoge periódicamente a sus representantes y, directa o indirectamente, a su personal de gobierno. Si lo desaprueba, no solo desplazará a este último en las siguientes elecciones, sino que, con las asambleas de sus representantes, controla y vigila su gobierno y hace presión sobre él durante el tiempo en que ejerce el poder. 

No pretendo decir que las asambleas tendrían que gobernar en lugar del poder ejecutivo. Más, para vigilar, frenar o modificar la manera en que gobierna éste, emplean los diversos recursos puestos a su disposición por la Constitución, el más apropiado de los cuales, en las democracias europeas, es el de remover al gobierno cuando están descontentas de su política.

[...] Existen asimismo los medios de agitación política —de propaganda, presión o coacción obrada por la población misma—, que, en ciertos momentos críticos, puede poner en práctica un grupo de ciudadanos, considerándose como abanderados del pueblo, y que voy a llamar «medios carnales de combate político. 

[...] Existe, finalmente, una categoría de medios completamente diferentes, a los cuales, a decir verdad, apenas ha atendido nuestra civilización occidental y que ofrece al espíritu humano un campo de hallazgos sin límites: son los medios espirituales sistemáticamente aplicados al dominio temporal, un contundente ejemplo de los cuales ha sido el Satyagraha de Gandhi.  Desearía llamarlos «medios de guerra espiritual».

Es sabido que Satyagraha quiere decir «la fuerza de la verdad». Gandhi ha afirmado constantemente el valor de la «Fuerza del Amor», de la «Fuerza del alma» o de la «Fuerza de la Verdad» como instrumentos o medios de acción política y social. Porque —decía— «la paciencia y el sufrimiento voluntario, la defensa de la verdad que inflige sufrimiento, no al adversario, sino a nosotros mismos» son «las armas de los fuertes entre los fuertes»

El segundo elemento (gnoseológico) de la ley natural

Llegamos así al segundo elemento fundamental que tomar en consideración en la ley natural, quiero decir, a la ley natural en cuanto conocida y como midiendo así efectivamente a la razón práctica humana, que es, a su vez, la medida de los actos humanos.

La ley natural no es una ley escrita. Los hombres la conocen con mayor o menor dificultad, en grados diversos y exponiéndose aquí a error como otras cosas. El único conocimiento práctico que todos los hombres tienen natural y infaliblemente en común, como un principio evidente de por sí e intelectualmente percibido en virtud de los conceptos implicados en él, es que hay que hacer el bien y evitar el mal. Este es el preámbulo y el principio de la ley natural; pero no es la ley natural misma. La ley natural es el conjunto de las cosas que hacer y que no hacer que se siguen de aquí de manera necesaria

[...] Conviene a este respecto insistir en el hecho de que la razón humana no descubre las regulaciones de la ley natural de una manera abstracta y teórica, como una serie de teoremas de geometría. Más aún, no las descubre por el ejercicio conceptual de la inteligencia o por vía de conocimiento racional. Yo creo que hemos de comprender la enseñanza de Tomás de Aquino sobre este punto de una manera más profunda y más precisa de la que se tiene ordinario. Cuando él dice que la razón humana descubre las regulaciones de la ley natural bajo la guía de las inclinaciones de la naturaleza humana, quiere decir que el modo mismo en que la razón humana conoce la ley natural no es el conocimiento racional, sino el del conocimiento por inclinación. Esta clase de conocimiento no es un conocimiento claro por conceptos y juicios conceptuales; es un conocimiento oscuro, no sistemático, vital, que procede por experiencia tendencial o «connaturalidad», y en el que el intelecto, para formar un juicio, escucha y consulta la especie de canto producido en el sujeto por la vibración de sus tendencias interiores.

Los herejes políticos

Hay que reconocer que el cuerpo político tiene herejes como tiene la Iglesia los suyos. Es más: san Pablo nos dice que es preciso que haya herejes, y probablemente son aún más inevitables en el Estado que en la Iglesia. ¿No hemos insistido, acaso, en el hecho de que existe una carta democrática o, más aún, un credo democrático y que hay una «fe» secular democrática? Ahora bien, ahí donde hay una fe, divina o humana, religiosa o secular, hay también herejes que amenazan la unidad de la comunidad, sea religiosa o civil. En la sociedad sacral de la Edad Media el hereje era el que rompía la unidad religiosa. En una sociedad laica de hombres libres el hereje es el que rompe «las creencias y las prácticas democráticas comunes», el que toma postura contra la libertad, contra la igualdad fundamental de los hombres, contra la dignidad y los derechos de la persona humana o contra el poder moral de la ley.

[...] La cuestión de la libertad de expresión, no es una cuestión sencilla. Es hoy tan grande la confusión sobre ella, que vemos ciertos principios de sentido común ignorados en el pasado por los adoradores de una libertad falsa y engañosa utilizados hoy de una manera engañosa y falsa para destruir la verdadera libertad. 

[...] En la discusión de cuanto se refiere a la libertad de expresión hemos de tener en cuenta una diversidad de aspectos. Por una parte, no es verdad que todo pensamiento, por el mero hecho de que haya germinado en un intelecto humano, tenga derecho a difundir en el cuerpo político.

Por otra parte, no solo la censura y los métodos policiales, sino toda restricción directa de la libertad de expresión, son el peor medio de garantizar que los derechos del cuerpo político defiendan la libertad, la carta común y la moralidad común. Porque toda restricción de esta índole viene a oponerse al espíritu mismo de una sociedad democrática: Una sociedad democrática sabe que las energías internas de la subjetividad humana, la razón y la conciencia son los más preciosos resortes de la vida política. Sabe que de nada sirve el combatir a las ideas con cordones de policías y medidas represivas (incluso lo saben los Estados totalitarios; por eso matan simplemente a sus herejes, si bien empleando poderosos medios psicotécnicos para domesticar o corromper a las mismas ideas).

Por lo demás, hemos visto que el consentimiento común que se expresa en la «fe» democrática es de naturaleza, no doctrinal, sino puramente práctica. Por consiguiente, el criterio de toda intervención del Estado en el campo de la expresión del pensamiento debe ser, él también, práctico, no ideológico: cuanto más exterior sea este criterio al contenido mismo del pensamiento, mejor será. Es demasiado para el Estado juzgar, por ejemplo, si una obra de arte presenta una cualidad intrínseca de inmoralidad (entonces condenaría a Baudelaire o a Joyce); es suficiente para él juzgar si un autor o un editor se dedica a ganar dinero vendiendo obscenidades. Es demasiado para el Estado juzgar si una teoría política es herética en relación con los principios democráticos, es suficiente para él juzgar —siempre con las garantías institucionales de la justicia y de la ley—si un hereje político amenaza a la carta democrática con actos tangibles o recibiendo dinero de un Estado extranjero para alimentar una propaganda antidemocrática. 

analytics