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¿Es el comunismo una <<secta criminal>>?
Hace unos años, la izquierda local de un ayuntamiento de la Comunidad de Madrid montó una sonora campaña contra Jesús Gómez, un concejal del Partido Popular que, una década antes, había escrito un artículo sobre los límites que el Estado nunca debe sobrepasar. El concejal, que cuando escribió el citado artículo ejercía de periodista, argumentaba que bajo ningún concepto el Estado puede arrogarse la facultad de retirar la patria potestad a los ciudadanos por motivos ideológicos.
La polémica había surgido a raíz de una secta de cristianos fundamentalistas que, en los años noventa, vio cómo sus hijos les eran arrebatados por los servicios sociales de la Generalitat de Catalunya. Los padres recurrieron a los tribunales de Justicia, que terminaron por darles la razón obligando a la administración regional a devolver a los menores de edad a sus padres. Para apuntalar el argumento, Jesús Gómez puso como ejemplo el comunismo, que, como ideología, ha sido responsable de la muerte de cien millones de seres humanos y que, en ciertos momentos y lugares, adquirió la categoría de auténtica secta destructiva. ¿Tiene derecho el Estado a retirar la patria potestad a los padres comunistas?, se preguntó Gómez para, a continuación, responder que no, que en ese caso regía idéntico principio que con la secta cristiana.
La izquierda de ese ayuntamiento, formada a la sazón por el Partido Socialista y la coalición comunista Izquierda Unida, acusó al concejal conservador de defender justo lo contrario de lo que decía amputando y descontextualizando una frase. La izquierda, una vez más, utilizaba la mentira como arma revolucionaria. La cuestión en aquel momento no era tanto lo que había dicho el concejal como organizar un escándalo político, airearlo en los medios y luego pedir su dimisión.
El caso de Jesús Gómez llegó a los periódicos y murió pronto porque la mentira era tan grosera que no se pudo sostener durante mucho tiempo más. A cambio se abrió un pequeño debate que, como era de esperar, vino acompañado de una formidable polémica. El debate se resumía en una sola pregunta: a la luz de los hechos, de un siglo de barbarie en nombre del ideal, ¿debía o no debía el comunismo ser considerado una secta criminal?
Desde el punto de vista teórico, evidentemente, no. No delinquen las ideas sino las personas. Decir, por ejemplo, que la burguesía debe de ser borrada de la faz de la Tierra guerra de clases mediante no es ni debería ser delictivo bajo ningún orden político que se autodenomine libre. Las palabras pueden herir la sensibilidad pero nunca han matado a nadie. Desde este punto de vista alguien que se defina como comunista y haga profesión de fe de marxismo-leninismo no es ni de lejos un delincuente, lo sería si decide aplicar por su cuenta y riesgo el manual revolucionario y tomar al asalto la casa de un burgués para después <<socializar>> toda esa riqueza incautada.
Si la ideología comunista en sí no es ni puede ser delictiva, ¿de dónde viene la fama criminal que arrastra el comunismo, especialmente en los países que han padecido sus excesos ideológicos en carne propia? De la experiencia, obviamente. Si al liberalismo lo caracteriza el intercambio libre y voluntario de bienes y servicios entre individuos, al comunismo lo hace la revolución, objetivo máximo que se deriva inevitablemente de la teoría. En todo tiempo y lugar donde se ha impuesto o ha tratado de imponerse un régimen comunista se han cometido multitud de crímenes, algunos especialmente aberrantes como los de las tiranías de Stalin, Mao o Pol Pot. Esto es un hecho histórico, no una opinión.
Estos crímenes venían dictados por la ideología. El ideal comunista, que sobre el papel es inocuo, se convierte siempre en la práctica en una pesadilla totalitaria. Ejemplos históricos sobran. Desde la primera revolución típicamente socialista -la bolchevique- hasta su epígono más reciente -la Venezuela bolivariana-, la praxis revolucionaria se ha cobrado la vida de unos 100 millones de personas en todo el mundo y en menos de un siglo. Eso siendo conservador con los números, porque puede que sean mucho más. Los responsable de todas estas muertes son quienes las infringieron, pero, y aquí está el quid de la cuestión, con toda seguridad sin el componente ideológicos que motivaba a los verdugos esos asesinatos jamás se hubiesen cometido.
¿Hay, por lo tanto, que proscribir en las leyes la ideología comunista? No y mil veces no. El comunismo ruso, fue prácticamente inofensivo hasta que llegó al poder en 1917 y se redujo a idéntica condición tras la caída de la URSS en 1991. Lo mismo podría decirse de los comunistas españoles, muchos de los cuales cometieron verdaderas atrocidades durante la Guerra Civil y luego, cuarenta años después, contribuyeron de mejor o peor gana a la transición democrática. Algunos dicen que esto fue así porque entonces se sentían débiles. Tal vez sea cierto. Es una constante histórica que cuando las organizaciones comunistas se ven mermadas de apoyos piden un diálogo que luego niegan a sus adversarios cuando se han reforzado.
Sea como fuere, el hecho es que las ideas de Marx, Engels, Lenin, Mao o Enver Hoxa son intelectualmente erróneas, pero perfectamente inocuas si no salen del papel. Abimael Guzmán sembró el terror en Perú con una banda de asesinos conocida como Sendero Luminoso. Estos asesinos justificaban sus crímenes en la idea, pero, al cabo, eran ellos mismos los culpables, no la idea, que por lo demás sigue ahí, rodando de cabeza en cabeza sin que hayamos tenido que lamentar más muertes desde la detención del carnicero Guzmán en 1992 y la desarticulación de la banda.
Si la experiencia, es decir, la Historia, nos enseña que el comunismo solo tiene un modo, necesariamente violento, de alcanzar y conservar el poder, la teoría nos advierte de los riesgos que se corren al adoptar como propias ciertas ideas que recategorizan los seres humanos entre buenos y salvables, y malos y condenables. El comunismo debería ser, por consiguiente, una ideología poco atractiva y con un fuerte estigma social como lo son otras de corte parecido como el nazismo o el fascismo, ambas nacidas de la matriz socialista en los años veinte del siglo pasado.
El comunismo, sin embargo, mantiene una suerte de bula justificada en algo tan simple como las intenciones. La intención del comunismo es construir una sociedad más justa. Punto. Eso les ha salvado de la quema, bueno, eso y la ventaja de disponer de una técnica propagandística depuradísima y un transformismo político digno de encomio. Ese es el secreto de que la momia siga vivaqueando.
Esto en lo que toca a la parte <<criminal>> de la ideología. Para la sectaria echemos mano nuevamente de la Historia. Si algo ha caracterizado a los partidos comunistas de todo el mundo es que se han comportado como sectas, en el sentido de organizaciones muy cerradas en sí mismas, en tensión con el resto de la sociedad y poseedoras de una verdad revelada y sotética que solo los iniciados -la vanguardia- conoce. Es escritor Arthur Koestler, que fue un devoto comunista durante una parte de su vida, definía en estos términos su afiliación al Partido:
Decir que uno había visto la luz es una pobre descripción del éxtasis mental que solo el converso conoce. La nueva luz parece brotar desde todas las direcciones del cráneo; todo el universo encaja en un patrón, como piezas aisladas de un rompecabezas, unidas de golpe por la magia. Ahora hay una respuesta para todas las preguntas, las dudas y los conflictos son cosa del pasado. A partir de este momento nada puede perturbar la paz interior y la serenidad del converso, excepto el temor ocasional de volver a perder la fe, perdiendo de este modo lo único por lo que vale la pena vivir, y cayendo de nuevo en la oscuridad exterior.
Si esto no es lo más parecido a una secta, que baje Dios y lo vea.
Los comunistas siempre han sido una minoría. El propio Lenin, fundador del primer partido-secta de la historia, el Bolchevique, tomó precisamente ese nombre para transformar la realidad mediante el uso de las palabras.
Bolshevik en ruso significa <<mayoría>>, aunque el grupo de Lenin no era más que una minúscula escisión del Partido Socialdemócrata ruso. Esa minoría estaba formada por pocos militantes, pero, en palabras de Lenin, <<obedientes, mentalizados y disciplinados>>. Esta vanguardia se encargaría de guiar a las masas para que se materializasen las tesis marxistas. Para ello cualquier abuso estaba permitido. Así, mediante la conversión del partido en secta, una ideología que propugnaba la violencia terminó cristalizando en crímenes reales con muertos de verdad.
Partidos como el que fundó Lenin o el del citado Abimael Guzmán sí que eran sectas criminales a fuer de comunistas. Otros, que se autodenominaban comunistas, no son ni una cosa ni la otra. El comunismo pues, solo es secta y solo es criminal cuando sigue al pie de la letra los dictados de Marx y Lenin. Y no es una opinión, es un hecho.
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Se hace necesaria una distinción preliminar: la distinción entre comunidad y sociedad. Es lícito, sin duda, emplear estos dos términos cono sinónimos y yo mismo lo he hecho muchas veces. Pero es lícito tambien —y fundado en la razón—aplicarlos a dos clases de agrupaciones sociales de índole profundamente distinta. Esta distinción (por gravemente que haya podido abusar de ella los teóricos de la superioridad de la «vida» sobre la razón) es en sí misma un hecho sociológico reconocido. La comunidad y la sociedad son, una y otra, realidades ético-sociales verdaderamente humanas y no solo biológicas. Pero una comunidad es ante todo obra de la naturaleza y se encuentra más estrechamente ligada al orden biológico; en cambio, una sociedad es sobre todo obra de la razón y se encuentra más estrechamente vinculada a las aptitudes intelectuales y espirituales del hombre. Su naturaleza social y sus caracteres intrínsecos no coinciden, como tampoco sus esferas de realización.