Roberto Esposito (Inmunidad común) Biopolítica en la época de la pandemia

Filosofía de la inmunidad

La relación entre inmunología y filosofía está establecida desde hace tiempo como lo atestiguan los estudios cada vez más numerosos sobre el asunto. Además, sería extraño que una disciplina como la inmunología, que gira entorno a los conceptos de identidad y alteridad, propio y común, conservación y evolución, no se refiriera a autores y textos filosóficos. Y, de hecho, referencias a Platón y Aristóteles, a Locke y Leibniz, a James y Husserl —por no hablar de Darwin, Nietzsche y Foucault— están a la orden del día en la discusión entre historiadores y teóricos de la inmunidad biológica. La filosofía es tomada en consideración por la inmunología y los filósofos recurren a su vez al paradigma inmunitario. Pero en este aspecto no se trata solo de pensar la inmunología filosóficamente, sino de ver la filosofía desde el punto de vista de la ciencia inmunológica. Lo requiere la importancia no solo epistemológica —la que atañe a las ciencias cognitivas— sino también la ontología de la categoría de inmunidad. Desde el momento en que la comunidad, entendida como relación constitutiva entre los seres humanos, ha devenido tema indispensable de la reflexión filosófica contemporánea, es natural que su otra parte inmunitaria sea aceptada con igual interés. No solo como un contenido entre otros, sino como paradigma interpretativo de esa época moderna que ha visto cómo asumía una importancia cada vez mayor. 

[...] Pero la elaboración del paradigma inmunitario, por parte de Nietzsche, no se limita a identificar esta contradicción. Esta penetra también en el interior de su léxico, desde el inicio proclive a asumir una tonalidad biológica y médica en particular. El remedio inmunitario es semejante a un medicamento que sirve para contrarrestar una enfermedad incurable porque coincide con la misma fuerza vital: «La enfermedad más grave que padecen los seres humanos tiene su origen en la lucha contra las enfermedades: a largo plazo, los presuntos remedios ocasionan consecuencias peores que las que trataban de evitar». Aquí se capta el carácter antinómico del mecanismo inmunitario. Reaccionando a la acción del mal, sin poder eliminarlo, la inmunización se queda en un plano subalterno, acabando por expresarse en su mismo lenguaje. Al tratar de negarlo —o más bien de repudiarlo— el dispositivo inmunológico habla el mismo vocabulario que quisiera impugnar, juega en el campo del enemigo que con gusto derrotaría, para acabar finalmente derrotado. Sustituye una plenitud —el mal original— por un vacío, una fuerza por una debilidad, un más por un menos. De este modo debilita la fuerza, pero al mismo tiempo fortalece la debilidad. En términos médicos, el cuerpo produce antígenos para activar sus propios anticuerpos, pero, al hacerlo, se arriesga a sucumbir por el veneno que él mismo se inyecta. Es lo que, en la economía de la salvación, hace el pastor de almas, con su rebaño enfermo: «trae consigo ungüentos y bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes; mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo esta». Si el fármaco utilizado tiene la misma sustancia que el virus que se pretende combatir —como en la práctica de la vacunación— se mantiene dentro del círculo de la enfermedad, potenciando sus efectos agresivos. Por supuesto, como es sabido, para que la vacunación funcione no debe superar una determinada dosis. Pero el problema planteado por Nietzsche se refiere a la lógica del procedimiento inmunitario. Si es la vida misma la que está enferma, y con ella el hombre que la vive, cualquier fármaco diseñado para mantenerla tiene, como cualquier veneno, el sabor de la muerte. 

La punta de la crítica nietzscheana, antes dirigida contra sacerdotes y salvadores, ahonda en el cuerpo mismo de la civilización moderna. El proceso de civilización, del que la Modernidad constituye el resultado provisional, conlleva consecuencias estructuralmente antinómicas. Por un lado, agiliza la vida, alejándose de los riesgos mortales que la amenazan, Por otro, precisamente así la debilita. Es justamente la obsesión por la duración —por la conservación— lo que impide su desarrollo, condenándola a la insolvencia. Querer separar —como hace la ideología moderna— ser y devenir del cuerpo vivo inmoviliza su vida, que está siempre en devenir.: «lo que es útil para la duración del individuo podría ser desfavorable para su fortaleza y su esplendor, lo que conserva al individuo podría al mismo tiempo fijarlo y detenerlo en la evolución». Conservar no rima con desarrollar. Uno es lo contrario de los otro y a la inversa. Lo que impulsa a la Modernidad hacia la deriva nihilista es la incomprensión de este contraste: la pretensión de «conservar» el desarrollo, sin darse cuanta de que así lo impide. Limitándonos a sobrevivir, la vida se niega a sí misma, cediendo a aquella misma negación que quería controlar. Por otro lado, si el mal no fuera frenado por el aparato inmunitario que la Modernidad ha puesto en marcha, seguiría creciendo rampante, llevado al extremo por el flujo ciego de una vida que no conoce límites.

Toda la obra de Nietzsche es una manifestación de este drama —de la imposibilidad de la dialéctica que todavía en Hegel conseguía la afirmación positiva de la tensión productiva con lo negativo—. Ahora esa posibilidad queda excluida por la fractura que parece engullir toda medicación. La vida no puede ser ni frenada en su impulso expansivo ni proyectada más allá de sus propios límites. En todo caso está destinada a destruirse —de manera explosiva o implosiva—. Por la fuerza o por la debilidad. A través de la enfermedad o de la medicina. La única oportunidad, quizá aún abierta, de salvar al organismo de su disolución no es sustraerlo a la enfermedad, sino asumir esta como tal —en su aspecto movilizador, innovador y productivo— sin contraponerle una idea mítica de salud perfecta: «No existe una salud en sí y todos los intentos para definir una cosa semejante han dado un resultado lamentable». No solo porque nunca ha sido claro qué significa realmente salud y, por lo tanto, enfermedad, sino porque una es inseparable de la otra. La enfermedad no es lo contrario de la salud; en todo caso, parece ser su reverso, su cara en la sombra. O, mejor aún, su presupuesto. Sin la primera, no existe la segunda: «Por fin quedó al descubierto claramente la gran pregunta de si podríamos prescindir de la enfermedad, incluso para el desarrollo de nuestra virtud, si especialmente nuestra sed de conocimiento, de autoconocimiento no necesitaría del alma enferma tanto como el alma sana». Por eso los griegos adoraban la enfermedad como a un dios, siempre que fuera potente. La salud no es un bien en sí. Ni tampoco lo es para siempre. Solo lo es si constituye el tránsito benéfico entre dos estados de enfermedad. Más que una posesión, es una adquisición, tal que «uno no solo la tenga, sino que además continuamente la adquiera y tenga que adquirirla porque cada día la entrega de nuevo y tiene que entregarla». 

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