Carlos Goñi (Pico della Mirandola) Incluye el Discurso sobre la dignidad del hombre


ESCALERAS AL CIELO

Por lo visto ahora, se podría pensar en Pico della Mirandola como un precursor remoto del existencialismo. Si el hombre se va haciendo a base de actos libres, ¿quiere ello decir que en sí no es nada, solo una «posibilidad vacía», como dirían los filósofos existencialistas del siglo XX?. El mismo Pico introduce una aclaración importantísima cuando escribe que «el Padre puso en el hombre, desde su nacimiento, semillas de toda clase y gérmenes de todo género de vida», como acabamos de decir. Por tanto, no es que el ser humano carezca de naturaleza, a la manera existencialista, sino que es, como ya ha dicho el filósofo de la concordia, «un animal de naturaleza multiforme y mudadiza». Esta doctrina, que podríamos llamar teoría de las «posibilidades germinales», distancia a nuestro autor de un cierto existencialismo ateo al estilo sartriano. 

En su conferencia El existencialismo es un humanismo (1946), Jean-Paul Sartre mantenía que en el caso del hombre la existencia antecede a la esencia y esa es la razón de la libertad. No es como un cortapapeles, cuya existencia depende y procede de su esencia, es decir, de la idea que tuvo de él su constructor, el cual lo diseñó según una idea preconcebida que le hace ser lo que es y no de otra manera. Su diseñador te otorgó, por tanto, una naturaleza que le constriñe a cortar papeles. Un cortapapeles no es libre; el ser humano, sí. La condición de esa libertad, piensa Sartre, es que no exista Dios, porque «si Dios existe, hay por lo menos un ser en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de poder ser definido por ningún concepto, y este ser es el hombre». Para el filósofo francés, que la existencia precede a la esencia significa que el hombre empieza por existir y después se define; que comienza por no ser nada, sin una naturaleza prefijada, y que solo será lo que él haya hecho de sí mismo. ¿Por qué no hay naturaleza humana? La respuesta de Sartre no es sino porque no hay Dios para concebirla. El ser humano, para el humanismo existencialista, es el único ser que es tal y como se concibe y se quiere a sí mismo después de la existencia. «El hombre —concluye— no es otra cosa que lo que él se hace. Este es el primer principio del existencialismo». 

A pesar de que el pensamiento de Pico rompe con el concepto tradicional de naturaleza «fija e inmutable», no la niega. Por lo tanto, no se ve obligado, como Sartre, a renunciar a un creador para «salvar» la libertad humana. Al contrario, de una manera similar a Sören Kierkegaard, un existencialista sui generis que en este punto se halla en las antípodas del filósofo francés, Pico della Mirandola piensa que solo un ser omnipotente puede crear un ser libre. Para él, el mérito del Creador consiste justamente en haber hecho un ser con una naturaleza se podría decir «inacabada», que encierra un sinfín de posibilidades que él puede desarrollar gracias al don de la libertad. Construir un cortapapeles es algo relativamente fácil; crear un ser libre, que se acabe de crear a sí mismo a los largo del tiempo, requiere de una intervención divina.

EL OLVIDO DE LA FILOSOFÍA

Tengo la convicción de que la época de Pico della Mirandola no era tan diferente a la nuestra y que su mensaje, contenido en un pequeño frasco como la más embriagadoras esencias, sigue gozando de actualidad. Considero a Pico entre los grandes defensores de la filosofía y esa es una de las razones por que le sigo leyendo y estudiando. No hace falta gran perspicacia para darse cuenta de que la filosofía en nuestros días está siendo desprestigiada —como lo percibía Pico en su tiempo—, y que el buen vino, como el de Falerno, es despreciado por paladares hechos más a los refrescos azucarados y a las bebidas isotónicas que al divino fermento. 

In vino veritas, creían los antiguos, y yo pregunto: ¿qué pasará en una época que desprecia el falerno de la filosofía? Sin duda, lo que ya está ocurriendo: se arrincona a la filosofía, se la esquiva, la hemos relegado a la estantería de lo especializado como si fuera un reducto del pasado. La relación que mantenemos con ella se parece a la que tenemos con un monumento o una obra de arte, con un manuscrito antiguo, una momia egipcia o una lengua muerta.

Sí, hemos matado a la filosofía y, ahora, ¡cómo nos consolamos nosotros, los asesinos? ¿No tendremos que convertirnos en superhombres para ser dignos de semejante «filosoficidio»? Sí, con el permiso de Nietzsche, tendremos que sobrepasar lo humano, tendremos que superar la filosofía como se supera un estadio prepositivo (August Comte), como se cura una enfermedad (Gianni Vattimo), como quedan subsumidas las tesis y la antítesis en la síntesis final (Hegel). Así, poco a poco, la filosofía irá cayendo en el olvido, allí donde no molestará más, donde será simplemente, por usar el verso de Cernuda, «memoria de una piedra sepultada entre ortigas», donde el amor, que forma parte de la palabra filosofía, no sea el «ángel terrible» que imaginan los que la temen. 

Olvidar es relativamente fácil: simplemente hay que hacer otra cosa. El hombre de nuestro tiempo tiene que distraerse para no recordar que hubo un tiempo en que se hacía preguntas radicales, es decir, que iba a la raíz de las cosas, cuando se interrogaba por sí mismo, por el mundo y por Dios, los tres grandes temas de la filosofía. Para olvidar hay que distraerse y arrinconar lo que se quiere olvidar, no tenerlo a la vista, como se deja olvidado un paraguas en un rincón, porque ha dejado de llover. No obstante, aunque no nos lo parezca, sigue lloviendo torrencialmente cuestiones filosóficas de primer orden (nunca ha dejado de llover), lo que pasa es que la omnipotente ciencia experimental, la omnipresente tecnología y la omnímoda pseudociencia de la autoayuda han entoldado la calle y, por eso, pensamos que ya ha amainado y nos olvidamos de tomar el paraguas con el que entramos en casa. Para colmo, si alguien abre un paraguas sin que esté lloviendo se lo trata de loco, como a quien, en nuestros días, sigue empeñado en filosofar.

Como el paraguas tras la tormenta, la filosofía ha sido arrinconada en el currículum de esa correa de transmisión cultural que es el bachillerato. Los que deciden sobre estas cosas, que, lógicamente no son filósofos, («el filósofo busca lo verdadero y el sofista lo aparente», dice Pico en su Comentario a una canción de amor), piensan de esta manera: los conocimientos que reclama nuestro tiempo son tan extensos que hay que prescindir de lo superfluo, como un barco que se hunde. Puestos a sacrificar alguna disciplina, ¿cuál menos conflictiva que la vieja filosofía, esa asignatura que huele a rancio, obsoleta y anacrónica, que, además, no tiene ninguna utilidad práctica? Nadie la va a echar en falta, a lo sumo protestarán cuatro locos filósofos, esos que siempre están quejándose por vocación. Hay que cubrir las necesidades educativas de nuestros alumnos, argumentan, hay que atender a los mínimos, a lo práctico; la filosofía, en cambio, es un artículo de lujo.

Luis Alfonso Iglesias Huelga (La ética del paseante) Y otras razones para la esperanza

LA REBELIÓN DE LAS MUSAS

La función del poeta es esencialmente mediadora, alguien que está colocado entre el ruido de la vida cotidiana y el silencio de las profundidades.                                                                    Hölderlin

              
           EL RUIDO DE LA VIDA

En cierto modo, Ortega y Gasset fue un visionario del fenómeno de la turismofobia, ahora que el turismo, como afirma la filósofa Marina Garcés, se ha transformado en la industria legal más «depredadora, extractiva y monopolista». En su obra La rebelión de las masas, que comenzó a publicarse en un diario madrileño en el año 1926, señalaba la irrupción de las masas en el escenario social como el hecho más relevante de la vida pública europea de su tiempo. Aclaremos, para no prologar el debate sobre el aristocratismo orteguiano, que el filósofo español incluía dentro del término masa a quienes se sienten «como todo el mundo» e incluso se sienten bien al saberse idénticos a los demás. Y la manifestación social de este hecho se expresa en la aglomeración, en el «lleno» en las calles, los teatros, los cafés y los hoteles cuya consecuencia es la imposibilidad de encontrar sitio. Descartado un incremento de la población, la causa puede ser atribuida al agrupamiento de individuos que antes llevaban una vida separada y que ahora se juntan sacrificando su individualidad para convertirse en «coro». Y al formar parte de ese coro se diluye la voluntad de autoexigencia porque «vivir es ser en cada instante lo que ya son», por lo que la división orteguiana no es tanto en clases sociales como en clases de seres humanos. Frente a la clase de individuos flotantes que integran la muchedumbre uniformados por ella y uniformadores desde ella, existen otros seres rebeldes que reclaman lo diferente como una forma urgente de disidencia.

Casi un siglo después de la desafiante propuesta orteguiana, la reivindicación de lo distinto se ha convertido en una trinchera de la modernidad dentro del campo de batalla de la posmodernidad. El ego es un antídoto contra lo diferente porque escucha los cantos que el autoritarismo le susurra proponiéndole conservar el indefinido espacio de su identidad. La figura que vemos en el espejo ha salido definitivamente de su interior y se ha instalado dentro de nosotros mismos. Esa es la razón por la que la economía de la atención ha desplazado tanto a la poética de la atención como a la ética de la atención. Las masas internautas, aunque también desde la calle, han acabado con las musas, es decir, con el paseo por la ciudad y por el pensamiento para poder reconocer al otro. Y si no percibimos al otro de modo poético es imposible alcanzarlo de modo ético: no hay solidaridad sin poesía.

Como bien sabían Epicuro y Montaigne, para ser reconocibles hace falta ocultarse previamente en la trastienda de uno mismo a salvo del horrísono exterior. El ruido de la vida no solo se nos adentra a través de los tímpanos, existe un ruido mental de una sonoridad tan agresiva que ya nos conforma convirtiéndonos en vigilantes del silencio y delatores de la reflexión. Pensar requiere una temporalidad paciente de la que no disponemos y, además, se nos niega. Conservar exige, a su vez, una escucha despierta a la que no estamos dispuestos, un acontecimiento que para Canetti tiene lugar en el silencioso espacio de la lectura. Solo en él es posible entender el mundo y su devenir, ya que la vida cotidiana, la de la calle y de la rutina por vida no hay que tomarla porque la verdadera existencia se da en la literatura, que nos proporciona una interpretación del mundo. Pero sin lenguaje, creatividad o pensamiento propio no acontece el paso previo de la conversación y, por supuesto, la pasión por comprender. Precisamos tiempo de silencio. Según la mística pitagórica el universo se rige por armónicas proporciones numéricas que hacen que las distancias entre planetas correspondan a intervalos musicales. Es la conocida teoría de la armonía de las esferas que defiende que el movimiento de los planetas produce una musicalidad tan perfecta que el oído humano es incapaz de captar ya que nos acompaña desde que nacemos: a ese sonido prodigioso se le llama silencio. La metáfora es de una belleza tan silenciosa que nos colma de inteligibilidad sumergiéndonos en la magnitud del término música, mousikē, «el arte de las Musas», es decir, la mezcla equilibrada de sonidos y silencios utilizando los principios fundamentales de la armonía y el ritmo en el tiempo y en el espacio. Solo así son posibles la belleza y la inteligibilidad. Por eso el ruido de la vida conlleva su anulación desactivada en la redefinición de sus propias dimensiones: el espacio no se percibe, el tiempo es apremio y el silencio es un estigma asociado a la rareza, la insociabilidad o el pesimismo. 

Nunca la soledad fue tan subsidiaria del ruido, el verdadero artífice del vértigo a pararnos, a vernos, a buscarnos, tres verbos reflexivos que, al fin y al cabo, constituyen una imprescindible redundancia. El contenido vacuo de la mayoría de los mensajes que enviamos a través de las redes sociales no tiene otro significado que la ausencia de un emisor con identidad consciente. La inercia ha vencido a la audacia y, alejados de quienes somos, nuestra soledad se acrecienta entre la estridencia. 

En 2018 el Gobierno del reino Unido anunció la creación del Ministerio de la Soledad para acabar con un problema que afecta a más de nueve millones de británicos, jóvenes y viejos y que ha sido calificado como «la epidemia de las sociedades modernas». Existen estudios que afirman que la soledad es tan dañina como fumar quince cigarrillos diarios. La soledad se asocia con la muerte prematura. No se trata solo de que no tengamos tiempo para cuidar de nuestros mayores, sino de que no lo hacemos porque no nos cuidamos a nosotros mismos. La palabra cuidar, poner atención a algo o alguien, viene del vocablo latino cogitare, que significa pensar, en su sentido absolutamente cartesiano, debido a que pensarnos es la garantía de existir. Vivir a la velocidad que marca el triunfo es vivir como si fuésemos inmortales, una actitud de inconsciente soberbia de la que se nutre el olvido y la soledad. 

Curtis White (El delirio de la ciencia) Grandes preguntas en una cultura de respuestas fáciles

No se trata tan solo de un problema para el conocimiento; se trata, básicamente, de un problema para la forma en que vivimos. Equivale a decir que el efecto social del tipo de ciencia que he estado analizando —ya se trate de la Gran Ciencia, de la ciencia popular, del cientificismo, o de una mezcla de las tres— es la creación de ideología. Una ideología es una afirmación repetida una y otra vez dentro de una cultura, hasta que parece alcanzar el estatus de naturaleza, y, por supuesto, todo lo que es «natural» debe ser obedecido. «La ciencia es bella», nos dicen: «Todo debe ser ordenado siguiendo los dictados de la Razón.» «El trabajo se vuelve creativo.» La ideología de la ciencia insiste en que no somos libres; somos expresiones químicas de nuestro ADN y de nuestras neuronas. No podemos desear nada porque nuestros cerebros actúan por nosotros. Somos como ordenadores, o sistemas, y la naturaleza también lo es. Por tanto, nadie debe sorprenderse de que nuestras vidas estén sistematizadas.

Naturalmente, entramos en estos sistemas desde muy jóvenes. Están: El sistema educativo, en especial ahora que muchas ciudades, como Chicago, se acercan peligrosamente a dejar simplemente la educación en manos de los «colegios concertados» y de la clase corporativa. El sistema universitario en el que se nos pide que «elijamos un grado», lo que, en realidad, significa que si queremos devolver ese crédito de estudios que nos prestaron, debemos encontrar un empleo. El sistema corporativo con su universo tipo colmena de cubículos, lugares adecuados para los drones de datos. E incluso el maravilloso y nuevo universo de la economía creativa de la alta tecnología, donde se supone que se encuentran todos los trabajos más emocionantes, que servirán para exprimir toda la rareza de los jóvenes bichos raros. Cuando aceptamos la naturalidad de los descubrimientos engañosos de la neurociencia, y cuando aceptamos el mundo al que ayuda a dar cobertura intelectual, nos convertimos en meras funciones dentro de sistemas. 

Dicho de otro modo, y aquí hay que hacer una nota de advertencia, el principal efecto social del cientificismo es hacernos sentir como en casa dentro de lo que Schiller llamó la «miseria de la cultura», ese momento distorsionado en que la humanidad «no es más que un fragmento.» El pecado social de la ciencia que he examinado es que tiende a frustrar la dialéctica de Schiller y a dejarla inmovilizada en esta miseria. Es la misma historia de siempre y Schiller la contó a la perfección: «La vida concreta del individuo se destruye con el fin de que la idea abstracta del conjunto pueda salir de su penosa existencia». 


ENTREVISTA CON CURTIS WHITE

Por Linda Heuman

Tanto el cientificismo como el fundamentalismo religioso responden a la necesidad de certezas del ser humano en un mundo plural y de cambios muy rápidos que provocan desorientación. 
¿Hasta qué punto están en el mismo negocio?

Como sugiere su pregunta, el espectáculo de la confrontación entre el fundamentalismo y el cientificismo es una confrontación entre posturas más parecidas de lo que ambas reconocen. Tanto el fundamentalismo como el cientificismo tratan de limitar y cerrarse, no de abrirse. La ciencia tiende a ser vulnerable al síndrome de la cerrazón. Los científicos valoran la curiosidad y tener una mente abierta, pero a menudo se muestran insensibles a otras formas de reflexionar acerca del mundo. Les resulta difícil salir de su propio punto de vista. Esto se debe, probablemente, a la manera en que formamos a los científicos. Las personas que se dedican a la ciencia necesitarán tener una base más sólida sobre la historia de las ideas, en especial si figuras prominentes como Stephen Hawking piensan seguir dando opiniones sobre esta historia y hacer afirmaciones como «la filosofía está muerta». 

Escribe que no solo tenemos tecnología, sino que también tenemos una tecnocracia —dirigida por corporativistas, militaristas y políticos interesados.

Es un error pensar que simplemente estos instrumentos y gadgets están ahí por casualidad, sin que tratemos de entender cuál es su relación con la cultura más amplia. Uno de los primeros libros que me impactó dentro del campo de la teoría política fue The making of a Counter Culture (1968), de Theodore Roszak. Lo leí hace poco y sigue aguantando bastante bien. Escribía: «Por tecnocracia me refiero a esa forma social en la que una sociedad industrial alcanza la cima de su integración organizativa». Theodor Adorno lo llamaba «sociedad administrada». Una sociedad administrada es aquella en la que la racionalidad tecnológica y la organización industrial han penetrado profundamente en todos los aspectos de cómo vivimos. 

Por ejemplo, incorporar el ordenador personal a nuestras casas fue una manera de llevarnos el puesto de trabajo a casa. Y así, ¿quién sabe las horas que trabajas cada semana? En cierto sentido, hay muchos trabajadores que no están nunca en la oficina, porque llevan el trabajo en el bolsillo. O pensemos en los trabajadores del sector servicios de la industria de la comida rápida. Son trabajadores que son tratados no como humanos, sino como engranajes de una máquina súpereficiente, y las habilidades que se les exigen son también ciertamente mecánicas.

Cuanto más normalizamos todos estos aspectos, más opresiva —y, no hace falta decirlo, perversamente exitosa— resulta la situación. El resultado es una cultura «totalizada». Todos los aspectos de esa cultura se vuelven confortables a cierto ideal tecnocrático y mecanicista. Por eso digo que el cientificismo es una parte tan importante de la ideología de Estado. Porque trabaja para el jefe.

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