Jorge Freire (Agitación) Sobre el mal de la impaciencia

PONERSE LAS PILAR

Contra la seriedad, risa; contra la risa, seriedad.
Georgias

Desde la noche de los tiempos, las culturas han tratado de canalizar la energía sobrante por medio de actividades ritualizadas. El rito es, en esencia, orden. Por ello, según Nietzsche, las religiones se organizan por medio de largos trabajos mecánicos: bueno es que los católicos recen el rosario o que los hinduístas cuenten con los dedos el nombre de dios Rama, pues así, entre otras cosas, se mantendrán quietecitos.

Toda sociedad se sirve de ritos para vertebrarse. También una sociedad hedonista como la nuestra, definida por Žižek como el paso del goce permitido al goce obligatorio, se sirve de ritos para vertebrarse. Estos forman, según nos enseñó Deurkheim, la osamenta de la vida común. A la liturgia del despiporre no le faltan antifoneros, cantollanistas y versiculeros. Quien haya asistido a una boda pagana habrá advertido de la seriedad con que los participantes encienden velas, vierten arena de colores y bailan el rigodón disfrazados de mamarrachos. 

Se trata, en resumidas cuentas, de <<darle un sentido a la rutina para convertirla en rito>>, como reza un aforismo de Horacio Castellanos Moya. Un aspecto esencial de todas las culturas, también la de la agitación. 

Hay, por supuesto, formas más prosaicas de canalizar la energía sobrante. Orwell escribió que el culto moderno al deporte surgió en las comunidades urbanas por una razón de peso: allí las gentes llevaban vidas mucho más sedentarias que en los pueblos, donde los más jóvenes quemaban la energía sobrante cazando, nadando, corriendo o trepando por los árboles. Resulta por tanto preceptivo que el urbanita se aficione al fútbol o al boxeo con vistas a <<dar salida a su fuerza física o a sus instintos sádicos>>. Como señaló Jünger, el deporte moderno rompe definitivamente con el olimpismo en su tentativa de ser un proceso de medición exacta: ya no se trata de un ideal integral de perfección interior y exterior; si es que alguna vez lo fue, sino de una competición reducible a números. No sólo los récords de los atletas olímpicos. Nuestro reto en el gimnasio se sintetiza en calorías quemadas, kilómetros recorridos, minutos dolorosamente soportados y litros de líquido cefalorraquídeo exhudados. 

Puede que Mark Greif tenga razón cuando afirma que la era del gimnasio no solo potencia la obsesión con el cuerpo, sino también el odio hacia el mismo. Exhibir sin problemas los procesos biológicos de nuestro cuerpo es una de las propuestas feministas felizmente llevadas a término (la menstruación, por ejemplo, ya no es motivo de aprobio); sin embargo, a juicio de Greif, exhibir el cuerpo deja de ser una liberación para convertirse en una esclavitud merced a la mentalidad competitiva que todo lo tiñe. La conciencia, en su opinión, se ve <<invadida por un cuerpo numerado y regulado>>, de tal suerte que quien acude al gimnasio quizá no busca mejorar su salud o robustecer su cuerpo para aclarar su mente, sino que está ampliando el campo de batalla y, en expresión de Greif <<espolea un horizonte más lejano de competición futura>>

Recuerdo que con dieciséis o diecisiete años casi todos los chicos de clase nos apuntamos al gimnasio. Al terminar el arduo circuito de máquinas, se producía un curioso episodio: nos encaminábamos al vestuario, agarrábamos nuestros aperos y nos marchábamos, toalla en mano y sin duchar, a nuestra casa, donde nos esperaba, decíamos, un baño caliente. No dejaba de tener su gracia que en el gimnasio, espacio por antonomasia de la desnudez (no en vano gymnos significa desnudo), un escuadrón de galopines inverecundos, frescachones y con la cara muy dura se retirase con pudores de filisteo, escrúpulos de beata de pueblo y ademanes de puritano. 

Pero, si de puritarismo hablamos, habrá que piense que el deporte actual es una de sus víctimas. Al fin y al cabo, Di Stefano podía meterse un copazo de Castellana antes de salir a Chamartín y Cruyff podía fumarse un cura envuelto en un periódico sin que nadie se escandalizase. En realidad, la condición paradójica de nuestros deportistas, productos refinados de la cultura de la agitación, los mueve a oscilar entre el embotamiento moral y el compromiso militante. Después de años de enchiquerados en la carrera solipista de larga distancia, esa conciencia brota de repente en muchos deportistas. Alguno hay que, nada más licenciarse de su servicio, se vuelve embajador de buena voluntad. También hay quien no vive estos momentos de manera consecutiva, sino simultáneamente, como un célebre futbolista español, descollante en la Liga y en la selección, que juega en una teocracia islámica: ora crítica con bravura al Reino de España por su ademanes autocráticos, ora ensalza a los laboreos del jeque con una unción digna del eunuco más leal de al serrallo. Todo lo contrario de Sánchez Mejías son algunas de nuestras glorias deportivas: blandos con las espuelas, duros con las espigas. 

Desconozco a qué se ha reducido el deporte, pero intuyo que es a deporte, entendido de un modo salvífico y soteriológico, a lo que todo lo demás se ha ido reduciendo. El pecador se vuelve hombre-máquina cuando trocamos la iglesia en taller. El Homo aparatus vive una continua  <<puesta a punto>>, en la que todo se pone al día, atizando ese culto a la actualidad que da la espalda al presente. Así, el deporte se vuelve una actividad exenta de teología, pues lo que importa no es que su actividad, además de ser medible, nunca pare. La naturaleza no imita el arte, sino a la máquina. 

¿Cabe entender lo dicho como expresión de nostalgia? Puede ser. No se trata de que los futbolistas bebiesen y fumasen, una imagen anécdota que esgrimo en gracia a los humorístico, sino que al hilo de aquel tiempo, según parece, aún no se había sublimado los componentes cuantitativos del deporte. El resultado importaba, todo lo más, para restregárselo por la cara al compañero de oficina: ¡Os hemos metido siete! Respecto a la vergüenza y la interiorización de la culpa, preguntémonos si es la preocupación por nuestra saludo lo que nos mueve a la determinación de quemar <<esos molestos michelines>>, como decía la publicidad. Por decirlo con Juan Carlos Buzón, antes dábamos las gracias por los alimentos que íbamos a comer, y ahora, en cambio, pedimos perdón por comérnoslos.

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