Ignacio Gómez de Liaño (Filosofía y Ficción)

Filosofía II

A los philosophes dieciochescos, y a tanto otros de su estilo, les encanta pintar cuadros de política literaria, diseñar sociedades imaginarias dispuestas a acoger en su regazo a cuantos se sientan molestos con la sociedad real, sobre la que aquellos philosophes no se han tomado la molestia de echar una mirada mínimamente profunda. Les encantan tanto las teorías como desprecian los hechos.

Hay regímenes en los que se vive tan al margen de la vida que, en épocas de crisis, políticos y literatos inventan Estados fantásticos y proclaman querer mejorar la sociedad y humanizar la vida, pero lo que hacen es levantar castillos de ilusión, cuyas deplorables consecuencias no se cuidaron de estudiar.

Ninguna teoría política, por más hermosa, ingeniosa y prometedora que sea, puede sustituir a la experiencia de cómo funcionan en la realidad los mecanismos sociales.

Cuando una sociedad imaginaria suplanta a la real y en vez de una política basada en el conocimiento de la realidad se erige otra abstracta o literaria, puede que el philosophe político o el político philosophe consigan, con su ilusionismo de papel y palabras, hacerse populares repartiendo consuelos y desahogos, como si fuesen boletos de una rifa, o recogiendo adhesiones, como si fuesen dividendos, pero lo único que en realidad hacen es lanzar nubes de humo y ser ciegos que conducen a otros ciegos.

"Los mismas cosas que frecuentemente han hecho escribir buenos libros pueden conducir a grandes revoluciones", escribió Alexis de Tocqueville. Y yo le pregunto: "¿De dónde saca, M. Tocqueville, que sean buenos los libros que llevan a grandes revoluciones?"

La prioridad está en aprender a distinguir entre fantasía y razón, entre el campo en que se puede aplicar la fantasía y el que solo admite los rigores de la razón y el cálculo, pues, de lo contrario, puede ocurrirnos que cuando necesitemos reparar una cañería nos pongamos a buscar el número de teléfono de un utopista.

Como la naturaleza física de las cosas nunca cambia, pues las leyes que la rigen son inmutables, y el grado de indeterminación que las afecta es solo estadístico, el hombre puede llegar a conocer sus secretos en un tiempo relativamente corto. No ocurre así con la naturaleza moral. La indeterminación de la conducta humana es tal que ni el tiempo ni la ciencia bastan para colmar ese conocimiento. Lo último que llegamos a conocer en esta vida es... a nosotros mismos. 

Es difícil estudiar el comportamiento ajeno y el propio sin dejarnos llevar por las pasiones, excepción hecha de la pasión por el conocimiento.

Cuando se abandona un uso consagrado por la tradición, la única manera de volver a practicarlo es revestirlo con los colores de la novedad.

Nos sentimos ansiosos cuando pensamos que pueden llegar a cumplirse nuestras más queridas expectativas. Si no se cumplen esas expectativas, entonces se produce un sentimiento de frustración, y tratamos de amoldarnos a horizontes más angostos, pero mejor probados.

Retornando a los viejos usos y costumbres halla algún alivio el cansancio producido por la descontrolada eclosión de las expectativas y las ansias que son sus compañeras de fatiga.

Los mediocres nunca elogiarán sin reservas a los grandes talentos. ¿Por qué? Porque si algo ponen de manifiesto los grandes talentos es la mediocres de los mediocres. Los mediocres prefieren cubrir de elogios a otros mediocres, Así se dan el gusto de sentirse generosos y magnánimos, e intuyen que los precarios frutos de su talento no corren peligro. 

La gente común tiende a considerar sublimes o geniales a quienes llaman la atención enarbolando causas extravagantes. La gente común suele confundir la grandeza con la gesticulación, la genialidad con el aparato, y la buena pintura con los colores chillones. 

Los manipuladores ideológicos suelen ser caricaturas de sí mismos. Ahí estriba su éxito. La experiencia nos enseña que la mayoría de la gente prefiere la caricatura a la pintura.

Los artistas y escritores de nuestro tiempo son, en su mayor parte, ilusionistas. Su principal objetivo es crear la ilusión de que su obra es importante y, sobre todo, hacerse la ilusión de que ellos lo son.

El bien más precioso que se puede tener es la amistad. Aunque ese sentimiento se funda, con todo sentimiento, en una cierta forma de egoísmo, se trata de un egoísmo que se trasciende en altruismo. 

El amigo verdadero es el espejo de lo que somos, de lo que podemos ser y de lo queremos ser. La verdadera amistad justifica, incluso reclama, la Vida Futura.

No son las personas que brillan en la vida social las más aptas para la amistad. La vida social es un sucedáneo de la amistad, incluso una compensación de su falta.

Solo los que saben vivir en soledad están hechos para la amistad. A los solitarios no les suelen faltar los amigos que, en cambio, brillan por su ausencia en los momentos difíciles de aquellos hombres de vida social brillante que, a lo largo de su existencia, han coleccionado amistades como si fueran recortes de prensa.

Cuando el hombre se pregunta por sí mismo, la ciencia responde: "Eres un conjunto de mecanismos, que tiene la capacidad de pensar". Si el hombre quiere ir más allá, descubre que no hay saber capaz de responder a las preguntas que se hace sobre su destino en cuanto a ser vivo y pensante arrojado al mundo sin habérsele pedido su consentimiento sobre un hecho tan trascendental como verse de golpe envuelto en necesidades, apetencias y capacidades cuya razón de ser y origen ignora. Ahí surge el impulso que le lleva a entregarse a la ciencia y, sobre todo, a la fe. Así cree poder llegar a iluminar el enigma de la exigencia. 

Las formas de vida que brinda al individuo nuestro tiempo son mucho más variadas que nunca lo fueran a lo largo de la Historia, pero tienen menos sustancia. Es como si hubiera una correlación entre diversificación y gasificación. 

Las formas de vida estaban vinculadas en otros tiempos a dos ejes fundamentales: la fe religiosa, con sus liturgias y casuísticas, y la relación con el medio natural, potencialmente infinito por su variedad y estético por su encanto. Las formas vida contemporáneas tienen dos ejes fundamentales: el trabajo, con sus infinitas formas de especialización técnica, y la proliferación de espectáculos en los medios, que hace posible la técnica. 

La filosofía española se ha interesado de forma especial por la vida de la gente, por "el hombres de carne y hueso" que decía Unamuno. Se ve en Séneca, Quevedo, Gracián, Balmes, Campoamor, Santayana, Unamuno, Ortega, D´Ors, Zubiri, Julián Marías, María Zambrano... También se ha interesado de forma especial por las relaciones entre diferentes pueblos, vistas en una perspectiva mundial, según lo evidencian Vitoria, Suárez y otros representantes de la Escuela de Salamanca. El tercer foco de interés de la filosofía española está en la exposición racional de experiencias que van más allá de la razón y pretenden ir al núcleo de la existencia: es el tema principal de los escritos sobre mística de san Juan de la Cruz, santa Teresa y otros pensadores españoles del los siglos XVI y XVII.

Jorge Freire (Agitación) Sobre el mal de la impaciencia

PONERSE LAS PILAR

Contra la seriedad, risa; contra la risa, seriedad.
Georgias

Desde la noche de los tiempos, las culturas han tratado de canalizar la energía sobrante por medio de actividades ritualizadas. El rito es, en esencia, orden. Por ello, según Nietzsche, las religiones se organizan por medio de largos trabajos mecánicos: bueno es que los católicos recen el rosario o que los hinduístas cuenten con los dedos el nombre de dios Rama, pues así, entre otras cosas, se mantendrán quietecitos.

Toda sociedad se sirve de ritos para vertebrarse. También una sociedad hedonista como la nuestra, definida por Žižek como el paso del goce permitido al goce obligatorio, se sirve de ritos para vertebrarse. Estos forman, según nos enseñó Deurkheim, la osamenta de la vida común. A la liturgia del despiporre no le faltan antifoneros, cantollanistas y versiculeros. Quien haya asistido a una boda pagana habrá advertido de la seriedad con que los participantes encienden velas, vierten arena de colores y bailan el rigodón disfrazados de mamarrachos. 

Se trata, en resumidas cuentas, de <<darle un sentido a la rutina para convertirla en rito>>, como reza un aforismo de Horacio Castellanos Moya. Un aspecto esencial de todas las culturas, también la de la agitación. 

Hay, por supuesto, formas más prosaicas de canalizar la energía sobrante. Orwell escribió que el culto moderno al deporte surgió en las comunidades urbanas por una razón de peso: allí las gentes llevaban vidas mucho más sedentarias que en los pueblos, donde los más jóvenes quemaban la energía sobrante cazando, nadando, corriendo o trepando por los árboles. Resulta por tanto preceptivo que el urbanita se aficione al fútbol o al boxeo con vistas a <<dar salida a su fuerza física o a sus instintos sádicos>>. Como señaló Jünger, el deporte moderno rompe definitivamente con el olimpismo en su tentativa de ser un proceso de medición exacta: ya no se trata de un ideal integral de perfección interior y exterior; si es que alguna vez lo fue, sino de una competición reducible a números. No sólo los récords de los atletas olímpicos. Nuestro reto en el gimnasio se sintetiza en calorías quemadas, kilómetros recorridos, minutos dolorosamente soportados y litros de líquido cefalorraquídeo exhudados. 

Puede que Mark Greif tenga razón cuando afirma que la era del gimnasio no solo potencia la obsesión con el cuerpo, sino también el odio hacia el mismo. Exhibir sin problemas los procesos biológicos de nuestro cuerpo es una de las propuestas feministas felizmente llevadas a término (la menstruación, por ejemplo, ya no es motivo de aprobio); sin embargo, a juicio de Greif, exhibir el cuerpo deja de ser una liberación para convertirse en una esclavitud merced a la mentalidad competitiva que todo lo tiñe. La conciencia, en su opinión, se ve <<invadida por un cuerpo numerado y regulado>>, de tal suerte que quien acude al gimnasio quizá no busca mejorar su salud o robustecer su cuerpo para aclarar su mente, sino que está ampliando el campo de batalla y, en expresión de Greif <<espolea un horizonte más lejano de competición futura>>

Recuerdo que con dieciséis o diecisiete años casi todos los chicos de clase nos apuntamos al gimnasio. Al terminar el arduo circuito de máquinas, se producía un curioso episodio: nos encaminábamos al vestuario, agarrábamos nuestros aperos y nos marchábamos, toalla en mano y sin duchar, a nuestra casa, donde nos esperaba, decíamos, un baño caliente. No dejaba de tener su gracia que en el gimnasio, espacio por antonomasia de la desnudez (no en vano gymnos significa desnudo), un escuadrón de galopines inverecundos, frescachones y con la cara muy dura se retirase con pudores de filisteo, escrúpulos de beata de pueblo y ademanes de puritano. 

Pero, si de puritarismo hablamos, habrá que piense que el deporte actual es una de sus víctimas. Al fin y al cabo, Di Stefano podía meterse un copazo de Castellana antes de salir a Chamartín y Cruyff podía fumarse un cura envuelto en un periódico sin que nadie se escandalizase. En realidad, la condición paradójica de nuestros deportistas, productos refinados de la cultura de la agitación, los mueve a oscilar entre el embotamiento moral y el compromiso militante. Después de años de enchiquerados en la carrera solipista de larga distancia, esa conciencia brota de repente en muchos deportistas. Alguno hay que, nada más licenciarse de su servicio, se vuelve embajador de buena voluntad. También hay quien no vive estos momentos de manera consecutiva, sino simultáneamente, como un célebre futbolista español, descollante en la Liga y en la selección, que juega en una teocracia islámica: ora crítica con bravura al Reino de España por su ademanes autocráticos, ora ensalza a los laboreos del jeque con una unción digna del eunuco más leal de al serrallo. Todo lo contrario de Sánchez Mejías son algunas de nuestras glorias deportivas: blandos con las espuelas, duros con las espigas. 

Desconozco a qué se ha reducido el deporte, pero intuyo que es a deporte, entendido de un modo salvífico y soteriológico, a lo que todo lo demás se ha ido reduciendo. El pecador se vuelve hombre-máquina cuando trocamos la iglesia en taller. El Homo aparatus vive una continua  <<puesta a punto>>, en la que todo se pone al día, atizando ese culto a la actualidad que da la espalda al presente. Así, el deporte se vuelve una actividad exenta de teología, pues lo que importa no es que su actividad, además de ser medible, nunca pare. La naturaleza no imita el arte, sino a la máquina. 

¿Cabe entender lo dicho como expresión de nostalgia? Puede ser. No se trata de que los futbolistas bebiesen y fumasen, una imagen anécdota que esgrimo en gracia a los humorístico, sino que al hilo de aquel tiempo, según parece, aún no se había sublimado los componentes cuantitativos del deporte. El resultado importaba, todo lo más, para restregárselo por la cara al compañero de oficina: ¡Os hemos metido siete! Respecto a la vergüenza y la interiorización de la culpa, preguntémonos si es la preocupación por nuestra saludo lo que nos mueve a la determinación de quemar <<esos molestos michelines>>, como decía la publicidad. Por decirlo con Juan Carlos Buzón, antes dábamos las gracias por los alimentos que íbamos a comer, y ahora, en cambio, pedimos perdón por comérnoslos.

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José R. Ayllón (El mundo de las ideologías)

EL TRIUNFO DE LA PROPAGANDA

¿Por qué la Rusia soviética y la China de Mao no han tenido su juicio de Nuremberg, como la Alemania nazi? Entre otras razones, porque sus asesinatos nunca se contaron en tiempo real, sino décadas más tarde, y por la demonización inmediata de toda crítica. Hay que reconocer que el comunismo supo, desde sus orígenes, ganar la batalla de la opinión pública y ser acogido con sorprendente benevolencia entre las élites intelectuales de Europa. Sartre llegó a decir que «un anticomunista es un perro». Bernard Shaw elogió públicamente a Stalin y, después de una gira por la URSS, rechazó con rotundidad las denuncias de crímenes que eran no menos rotundamente ciertas. Bertolt Brecht no veía irregularidades en juicios que escenificaban una farsa completa. Erns Bloch justificó aquellas macabras parodias de la justicia y sus sentencias. Un primer ministro francés desmentía la existencia de hambre en Ucrania cuando allí morían por esa causa diez millones de ucranianos. Thomas Mann calificó el anticomunismo como «la mayor idiotez de nuestro tiempo». Y casi toda la intelectualidad europea se tragó aquello de que "quien está contra la URSS está con el fascismo o la opresión burguesa". 

¿Cómo fue posible semejante silenciamiento y manipulación? La Internacional Comunista, después Komintern, supo formar una auténtica legión de creadores de opinión: artistas, periodistas, novelistas, actores, dramaturgos... Dicen que Lenin detestaba a esa gente y los hubiera fusilado a todos, pero Stalin supo aprovechar la enorme potencialidad de los intelectuales de izquierdas, evitando a toda costa que se los etiquetara como comunistas, pues eran más útiles si se les tenía por "independientes". El efecto final era identificar el estalinismo con los valores más preciados de la cultura progresista occidental, y hacer sentir que era parte imprescindible de una vida ilustrada. Este sentimiento podía ser adictivo. 

Se entrenaba a los agentes para que entraran en la vida de los intelectuales. A los verdaderamente importantes se les asignaban amigos íntimos, amantes e incluso cónyuges. La historiadora Nina Berberova habla de "las damas del Kremlin", entre las que sobresalen la baronesa Moura Budberg, amante de Gorki y de Wells, y la princesa Maria Paulova, esposa de Romain Rolland.

Willi Münzemberg, personalidad extraordinaria, hombre orquesta de la propaganda estalinista, organizó toda una multinacional de la desinformación, con editoriales, revistas, librerías, clubs del libro, radios, compañías de teatro y productoras de cine en todo el mundo. En Japón, por poner como ejemplo un país remoto, Münzemberg controlaba una veintena de revistas y periódicos, y financiaba teatro de vanguardia. Su poderosa organización se llamaba Ayuda Internacional Obrera (IWA), y era conocida en la jerga del Partido como "el Grupo Münzemberg. La apasionante historia de Willi Münzemberg y la IWA la cuenta Koestler en La escritura invisible y Stephen Koch en El fin de la inocencia. 

GRAMSCI Y LA ESCUELA DE FRANKFURT

El marxismo había hecho músculo contra un enemigo concreto, la plutocracia capitalista, en defensa de un numeroso grupo de oprimidos. Pero sucedió que el siglo XX desmintió las profecías apocalípticas de Marx y que el proletariado, en lugar de depauperarse más y más, empezó a vivir mejor, a prosperar, a tener cosas. Después, la caída del Muro permitió ver lo que había al otro lado, y nunca las comparaciones resultaron tan odiosas. Entonces la izquierda necesitó reinventarse y tuvo la luminosa idea de buscar nuevos proletarios, es decir, nuevos grupos a los que aplicar el simplista esquema opresor/oprimido. Y encontraron media docena, como veremos en los capítulos siguientes:

. Las mujeres con respecto a los hombres
. Cualquier raza con respecto a la blanca
. Los nativos contra los colonizadores
. Los inmigrantes contra los nativos
. Los homosexuales contra los hetereosexuales
. La Madre Tierra contra el ser humano

Si la lucha violenta de clases resultaba impensable en las principales democracias del mundo, la confrontación de ideas formaba parte de su esencia democrática. Gramsci y la Escuela de Frankfurt aprovecharon esa libertad de expresión para extender y consolidar el marxismo cultural, gracias a una labor capilar en escuelas, universidades y medios de comunicación. Se propusieron torpedear y desmantelar toda una visión milenaria de la vida, en cuyo centro estaban las virtudes de Grecia y Roma, la ley natural y la familia, Dios y sus mandamientos. Hay que reconocer que consiguieron su objetivo: todas las ideologías del siglo XX han sido inspiradas y promovidas en mayor o menor medida por el marxismo, y esa victoria cultural explica, en parte, el extraño "indulto moral" que sigue disfrutando.

Aunque el marxismo económico había fracasado y terminó con la caída del muro de Berlín, el marxismo cultural había triunfado como contracultura y contramoral. Gramsci, uno de los fundadores del Partido Comunista Italiano en 1921, explicó en sus Cuadernos de la cárcel que el marxismo debía sustituir la violencia por las ideas. Fue lo que hicieron los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt: Horkheimer, Adorno, Marcuse y Erick Fromm. Eran alemanes neomarxistas, freudianos y judíos que se salvaron de la persecución nazi huyendo a Estados Unidos. Allí, desde la Frankfurt School de Nueva York, difundieron un freudomarxismo concentrado en la libertad sexual, el feminismo radical, la homosexualidad, el aborto y el divorcio. Se diría que la conocida crítica de Voltaire a Rousseau fue formulada para ellos: Nunca tanta inteligencia se malgastó en causas tan inhumanas.

En su demolición de la cultura occidental, el marxismo socavó los cimientos, arrojando sombras de vergüenza e infamia sobre el pasado. La demonización de los grandes exploradores y conquistadores de América fue absoluta. Colón fue acusado de introducir la esclavitud en el Nuevo Mundo. La derrota y conversión de los aztecas se presentó como un genocidio contra gentes pacíficas, aunque el mexicano Octavio Paz los haya visto como un pueblo solo comparable a los asirios en crueldad satánica. Tampoco se salvaron los fundadores de los Estados Unidos, repudiados como esclavistas. La denigración se extendió, por supuesto, a todo el que osaba discrepar de esa visión de la historia, que de inmediato era descalificado como fanático o fascista. Lo explica María Elvira Roca Barea, de forma concluyente, en Imperiofobia y Leyenda Negra. 

Para los historiadores, el comunismo marxista es un fenómeno fascinante. Para la media humanidad que lo había sufrido en sus carnes, ha sido una tragedia de proporciones difíciles de describir, certeramente evaluada por Pierre Chaunu como " la mayor empresa carcelaria de la humanidad". Entre la bibliografía oceánica e inabarcable, nos parece imprescindible el Libro negro del comunismo y Archipiélago Gulag

GULAG es el acrónimo de la Dirección General de Campos de Trabajo en la antigua Unión Soviética, con todo lo que lleva asociada esa «trituradora de carne»: detenciones, interrogatorios, transporte en vehículos de ganado, trabajo forzoso, destrucción de familias, años perdidos, muertes prematuras e injustas. La palabra Gulag solo fue conocida en Occidente tras la publicación en 1973 de Archipiélago Gulag, obra que valió el Premio Nobel de Literatura a su autor, Alenxander Solzhenitsyn. Hasta esa fecha, los comunistas de todo el mundo eran indulgentes con la dictadura del proletariado. Solo entonces se vieron forzados a reconocer el infierno de la verdad.

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