Achille Mbembe (Brutalismo)

 ANIMISMO Y VISCERALIDAD

Jamás el mundo ha producido tantos conocimientos, como en nuestros días. La mayor parte de estos conocimientos se refieren a procesos vitales y a procedimientos mecánicos y fisicoquímicos. Otros constituyen en sí mismos actos únicos de creación y de imaginación. Muchos tienen como función inventar fuerzas móviles, en el interfaz entre los cuerpos y las máquinas. De este tipo de fuerzas se espera sean capaces de matar lo más rápidamente posible, lo más eficazmente posible y lo más «limpiamente» posible, en nombre de la seguridad. Se trata, por otra parte, de transformar todo lo real en un producto técnico —y lo humano, en particular, en un ente sintético—, si es necesario a través de nuevos métodos de abonado y de animación. 

La humanidad no ha dispuesto jamás de tantas informaciones y datos respecto a casi todo, podemos decir que respecto al conjunto de lo vivo. Las informaciones que existen jamás han sido tan accesible, aunque, en lo esencial, los descubrimientos y las innovaciones más decisivas en los campos tecnomilitar, científico y comercial siguen siendo secretas y están sujetas a patentes. Todo eso es cierto. Y sin embargo, la ignorancia y la indiferencia, inducidas o cultivadas, jamás han sido tan compartidas. Y es porque, al igual que el conocimiento, la ignorancia es una forma de poder. El saber no conduce automáticamente a la libertad, mientras que el no saber libera de casi toda responsabilidad, permitiendo allí donde es necesario un aumento del control y del poder.

DE LA VIDA DEMONIACA

La crítica de la idea de progreso ya se ha hecho y no queda prácticamente nada que añadir. Como concepto, el progreso se basaba en la fe en un movimiento continuo, no susceptible de interrupción. El movimiento mismo no se justificaba más que por sus fines utilitarios y funcionales. En el paradigma del progreso, el movimiento continuo y el funcionalismo se confundían con el vitalismo. En eso, el progreso se oponía fundamentalmente a todo lo que presentaba la apariencia de algo muerto. No soportaba ni la ruina, ni el deteriodo, ni la vejez, ni la inanición. Toda zona muerta, toda parte muerta y todo punto muerto contradecían su principio.

A pesar de la crítica del progreso, el deseo de transformaciones perpetua del sujeto humano y del mundo, así como la voluntad de control integral de la naturaleza y de la vida, siguen no obstante vivos. En el fondo, ese deseo y esa voluntad de poder continúan siendo el horizonte al que la humanidad no ha dejado de aspirar. Hoy, esa aspiración se ha reducido a una simple cuestión de cuantificación del mundo y de las formas de sangrarlo. El verbo, por así decir, se ha hecho curva, círculo, diagrama, algoritmo. Como la cifra ha superado en importancia a la palabra, el número se ha convertido en el garante último de la realidad, en vez de ser un indicador.

Así pues, lo que la época moderna ha denominado proyecto de racionalización solo ha sido posible gracias a una multitud de innovaciones materiales, tecnológicas y prácticas. Descifrar el universo, sobre todo por parte de las ciencias y las matemáticas, supone ahora ya el conocimiento integral e infinitamente expansivo de este y de los fenómenos que lo agitan. Más que nunca, estamos acoplados a esa trayectoria, llevados por toda clase de mega y nanoestructuras y, sobre todo, por un nuevo tipo de intangibilidad o facultad que, a falta de un vocabulario alternativo, no tenemos más remedio que llamar digital.

El advenimiento de la razón digital ha devuelto la vida a un viejo fantasma, el del conocimiento integral. Considera el mundo como un inmenso reservorio. Está implacablemente sometido al deseo de poder del hombre, y sus fuerzas elementales están controladas por la mecánica de un régimen de conocimiento al que nada debería escapar. Una vez más, y en estas condiciones, conocer solo tiene sentido en la medida en que autoriza la sangría, la perforación y la extracción. Solo cuenta, por tanto, los puntos de punción. Y cuentan únicamente porque, al final de la cadena, lo que se ha extraído puede ser transformado en otra cosa antes de ser entregado a la consumación. 

Al igual que la relación hoy cada vez más íntima entre economía y fenómenos neurológicos, tecnológicos y biológicos, la transformación del mundo en una inmensa fragua impresionó a los primeros críticos de la era industrial. Movimientos de fuerzas elementales monstruosas, velocidad vertiginosa, vibración y temblores, potencia explosiva, todo recordaba a un incendio, al comienzo absoluto de la combustión del mundo. «Es el taller de trabajo de los cíclopes», recuerda Friedrich Georg Jünger. El paisaje industrial nos dice: «tiene algo de volcánico, y encontramos todos estos fenómenos visibles durante y después de las erupciones volcánicas: lava, ceniza, fumarolas, humo, gases, nubes nocturnas iluminadas por el fuego y la devastación a gran escala». Y, volviéndose hacia las «poderosas fuerzas elementales que invaden hasta la ruptura las máquinas ingeniosamente diseñadas», las cuales realizan automáticamente su operación uniforme de trabajo, añade: «Se propagan en los tubos, depósitos, engranajes, conductos, altos hornos, se precipitan en el calabozo del aparataje que, como todas las cárceles, rebosa de hierro y de rejas concebidas para impedir que los prisioneros escapen. Pero ¿quién no oye a esos prisioneros gemir, y quejarse, sacudir los barrotes y vociferar con una rabia insensata, cuando presta oídos a esa profusión de ruidos nuevos y extraños, engendrados por la técnica?». Esos ruidos resultan de la unión de lo mecánico con lo elemental. Son, por otra parte, nocivos, estridentes, penetrantes, desgarradores como aullidos. Son ellos lo que acaban confiriendo a la técnica la fisonomía y los rasgos de un «demonio habitado por una voluntad propia».

[...] Si el saber y la verdad por sí solos nos hicieran realmente libres, hace tiempo que, habiéndose emancipado de la ignorancia y del prejuicio, del miedo y la superstición, la humanidad habría encontrado la clave de la felicidad y de la paz, una era de entendimiento universal. Y sin embargo, a pesar de la acumulación sin precedentes de conocimientos, las ideas malas, pobres, simplistas y limitadas nunca habían tenido tanto éxito. Y es que nuestra época tiende a la fragmentación, a las anécdotas, a los sortilegios de la identidad y al deseo de incesto que es su corolario. 

Una de las exigencias de nuestro tiempo es la del rendimiento óptimo y la eficacia. Está admitido que el rendimiento óptimo y la eficacia no pueden realizarse si no es mediante una expansión de la técnica. No obstante. cuanto más dominan nuestras vidas la razón, la ciencia y la tecnología, más parece su fuerza formadora disminuir en el espíritu público. En efecto, contrariamente al mito de la Ilustración, es posible que la razón no sea el elemento motor del género humano. La tecnificación de la vida no hace mecánicamente de nosotros unos seres cada vez más racionales, y no digamos razonables. De hecho, cuanto más hacen retroceder los progresos de la ciencia y la tecnología las fronteras de la ignorancia, más se extiende el imperio del prejuicio, de la credulidad y de la tontería, como si la humanidad necesitase un fondo oscuro y sombrío, la inmensa reserva de noche con la que el psicoanálisis intentó reconciliarse. Lo mismo ocurre con el consumo de signos cuya procedencia ignoramos. Nos damos cuenta de que la tecnofilia y el odio a la razón pueden convivir alegremente. Y cada vez que se ha alcanzado este umbral de colusión, la violencia resultante ha sido explosiva y visceral. 

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