Maxime Rovere (Qué hacemos con los idiotas) Para no ser uno de ellos

Por qué los idiotas prefieren destruir

—¿Pueden ponerme patatas fritas de acompañamiento?
—No, señor, viene con ensalada y judías verdes.
—Pero si el otro plato viene con patatas, a lo mejor el acompañamiento se puede cambiar?
—Pues no.
—¿Y por qué no? ¿Acaso es un problema?
—Sí. Porque este plato viene con judías.
—Pero...¿usted cree que sería muy complicado para la cocina?
—No, no es por eso.
—Entonces... quizá puedo pagar un suplemento.
—No, no aquí no hay suplementos.
—Entonces, ¿por qué no se puede cambiar?

Donde se reflexiona sobre las relaciones de fuerza y sobre la guerra, lo cual permite descubrir un método de supervivencia para las comidas en familia. 

Al despertar esta mañana he pensado que la última frase del capítulo anterior podía provocar una objeción muy seria. He escrito: «imponer tus normas es el medio más seguro de estropear lo que puedan tener de compartible». Esta frase no era fruto de una inspiración momentánea. Me ha costado casi quince años de estudios, de enseñanza y de experiencias en varios lugares del mundo. Mi dirás: ¡y todo para eso! Pero mientras pensaba en qué lugar del cuerpo me la podría tatuar, me entró la siguiente duda: ¿acaso aceptando la existencia de nuestras tendencias normativas (lo cual explica que pensemos, con razón, que los idiotas existen) y rechazando imponerlas por la fuerza (es decir, que no podemos destruir a los idiotas, ni siquiera en un ideal moral) no estaré convirtiéndome en apóstol de una manipulación suave). En otras palabras, ¿no estaré aconsejándote que no te enfrentes a los idiotas, sino que los manipules, aunque eso conlleve el peligro de que ellos te asfixien a su vez aunque sea suavemente?

Pues bien, he aquí mi respuesta. Cuando he dicho que tus normas eran compartibles he querido fomentar un trabajo de negociación que fuera el ejercicio de un poder común y recíproco, de modo que no veo razón para considerar esa ética interaccional como una forma enmascarada de dominación. Al final del diálogo, podría ser que las normas quedaran modificadas e incluso que pudieran sufrir variaciones, quizá hasta el infinito. Si me dices que entonces dejarían de ser normas es que lo has entendido: sin contrariar la convicción subjetivamente estruturante, de que todo el mundo debería compartir tu sistema de valores, puedes sin embargo neutralizar los efectos negativos d esa tendencia; en otras palabras, sin dejar de ser fiel a ti mismo, puedes renunciar a ser el idiota de los demás. Ya es un engorro que ellos sean idiotas para ti.

Además, considera la hipótesis inversa. El estudio primero del sermón, luego de los principios del derecho y finalmente de la autoridad moral nos ha hecho comprender: fuera de la negociación, solamente existen relaciones de fuerza, y esa fuerza no es ni una imagen ni una metáfora. Si quieres recordar que la violencia siempre está al alcance de la mano, podremos proponer un nuevo elemento de definición: por principio y por definición, los idiotas son partidarios de la guerra.

Claro que si dices: «Yo soy partidario de la paz» tendrás a todos tus interlocutores y sobre todo los más idiotas, de tu parte. Pero la verdad es que muchas de nuestras posturas cotidianas están orientadas al conflicto y a la destrucción, aunque no nos demos cuenta. Realmente, siempre que ponemos condiciones previas al diálogo —unas condiciones que suponen que el otro no sea el otro— la idiotez se inmiscuye inconscientemente. La idea de que para que el otro tenga derecho a hablar primero hay que destruirlo es una postura estúpida, pero más frecuente de lo que creemos.

De forma excepcional, lo ilustraré con una frase de un gran hombre que, desde que emprendí la elaboración de este libro, no ha dejado de obsesionarme, precisamente porque ese hombre, llamado Catón el Viejo, estaba obsesionado a su vez por el pensamiento de sus enemigo. Tras la segunda guerra púnica entre Roma y Cartago, esa gran senador y héroe de la historia romana repetía sin cesar la misma frase al final de sus discursos. Cualquiera que fuese el tema de debate, Catón siempre terminaba diciendo: antes de sentarse: Ceterum censeo Carthaginem esse delendam («Y, además, creo que Cartago debe ser destruida»).

La obsesión que tenía Catón por la destrucción de su enemigo —y el hecho de que dos mil años más tarde aún nos acordemos de él y de su frase ciertamente monstruosa— recuerda que la lógica de la guerra sigue siendo un magma siempre incandescente, siempre subyacente, bajo la costra de todos los debates. Por desgracia, al contrario que Catón, los idiotas no se dan cuenta de que no tenemos alternativa: o aceptamos acomodados los unos a los otros o sobreentendemos que al final valdría más que nos destruyéramos. Y, con una ingenuidad que siempre nos sorprende, los idiotas se inclinan siempre por la guerra. Olvidan que detrás de las palabras hay verdaderos conflictos y que en el año 146 a. J.C Cartago fue efectivamente destruida, aunque para entonces Catón ya había muerto.

Entre la idiotez corriente de tu cuñada o del taxista, que sostienen no sé qué cosa sobre el islam o el judiocristianismo, sobre los progres, sobre los fachas o sobre los profes, y los bombardeos trágicos que se producen más o menos lejos de aquí, debemos aceptar al fin y al cabo una relación más o menos lejana y vaporosa, pero real. No se trata por supuesto de una relación de causa.-efecto, y menos aún de una responsabilidad moral: se trata simplemente de una lógica de guerra. Los idiotas quieren la guerra sin tener idea de lo que es, incluso sin ningunas ganas de hacerla. Pero el principio de la guerra, que adopta la forma de dejar al otro fuera de toda palabra (y, en el fondo, de toda existencia), les proporciona lo que la postura del que está en su derecho expresaba veladamente: el placer —que en general no pasa de ser vago, tácito y simbólico— de ejercer un poder de destrucción. 

He aquí por qué, de forma paradójica, los idiotas disfrutan prefiriendo la guerra. Disfrutan del placer de destruir, al menos mentalmente, y ese placer pone a todo el mundo en peligro, incluso en la práctica. Te preguntarás tal vez de dónde viene ese goce tan particular que experimentan destruyendo. Pues bien, para empezar, los idiotas no son más que gigantes tontos que se asombran de su propia fuerza y que la ejercen sin lograr salir de su incredulidad. Como si fueran lactantes, quieren poner a prueba el poder que tienen sobre cualquiera, cueste lo que cueste, sobre todo porque para ellos la fuerza sigue siendo problemática. Animados en sus dudas por otros idiotas que los dominan, dudan constantemente de sí mismos, de modo que unos se tranquilizan sobre todo dominando y otros, sometiéndose. Sin embargo, durante un mismo día, su idiotez proteiforme oscila de una metáfora a la otra, entre dominación, sumisión y destrucción.

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