Pensamiento débil
Mas en contra de lo que cabría esperar de un progreso intelectual sin solución de continuidad, alimentado por un pensamiento recio, de impronta humanista y racionalista, de lo que pueden ser ejemplos, entre otros, el marxismo en el siglo XIX y el existencialismo en el XX, en el tránsito entre los dos milenios acabaría por imponerse un pensiero debole, el pensamiento débil que Gianni Vattimo vincula expresamente con Nietzsche y Heidegger en su obra de 1985 El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna.
Ya he tenido oportunidad de destacar cómo la influencia de Foucault, Derrida y Deleuze y demás, lejos de irradiar desde Europa, alcanzó la enorme influencia ecuménica que explica la posmodernidad desde las universidades de los Estados Unidos, según estudió François Cusset (2003) en su libro sobre la denominada «French Theory» a la que responsabilizaba en principio de una auténtica mutación en la vida académica e intelectual norteamericana, muy influida hasta entonces por un sabio y eficaz pragmatismo. No deja de causarnos un punto de asombro que las cosas hubiesen evolucionado así, por la inconsistencia de tal pensamiento débil agresivamente empeñado, sin embargo, en arrumbar con la fortaleza de los «grandes relatos legitimadores» de la filosofía moderna, y de negar incluso la operatividad de la investigación científica en la búsqueda de la verdad y la comprensión correcta de la realidad.
Como argumentó en su día Terry Eagleton, uno de los críticos más agudos del posmodernismo desde posiciones marxistas, la herencia de Nietzsche a través de Foucault logró que se identificara verdad con dogmatismo, lo que significó su rechazo sistemático, irreverente e irresponsable. Pero desde otras posiciones ideológicas, intelectuales de muy diversas procedencia insistieron en lo mismo. Entre nosotros, por ejemplo, Julián Marías, que en el filo de los dos siglos redobló sus advertencias acerca de cómo se estaba generalizando en la esfera pública, en la política o incluso en el pensamiento «vivir contra la verdad», la «complacencia en la mentira», la «destrucción de la verdad histórica« y la «ofensiva contra la realidad», liderada, como también nos advertía por aquel mismo entonces Jean Baudrillard, por los poderosos nuevos medios de comunicación, entre los cuales el televisivo le parecía a Marías un «fantástico difusor de las mentiras». Proponía, pues, evitar toda complicidad con la falsificación, y la «reconciliación del hombre con la verdad», que equivaldría a «la reconciliación del hombre consigo mismo». Con justicia Helio Carpintero (2008) calificó la de Julián Marías como Una vida en la verdad.
Para desdramatizar un tanto mi desasosiego al respecto he puesto entre los lemas que abren Morderse la lengua dos líneas del famoso tango de Enrique Santos Discépolo: ¡Qué falta de respeto, / que atropello a la razón! Acierta en la misma denuncia Domingo Ródenas de Moya cuando, en el volumen compilado por Jordi Ibáñez Fanés (2017), advierte que en el escenario posmoderno era objeto de inmediata repulsa cualquier propuesta, por tímida que fuese, que amagara cierto aire de familia con el racionalismo humanista o de inspiración kantiana, con el positivismo científico, con el liberalismo burgués republicano o con las «hegemonías heredadas» de clase, sexo o raza, manifestación esta última de la incesante militancia de lo que el sabio polemista Harold Bloom denominaba la «escuela del resentimiento», ideológicamente inspirada sobre todo por el multiculturalismo y el feminismo.
Pero otra de las características de esta «French Theory», que acabó dominando sin que nadie le chistara en muchas universidades, resulta igualmente bastante incomprensible, dado el sustrato intelectual de las comunidades académicas sobre las que su semilla germinó de manera apabullante. Me refiero a su oscuridad, falta de precisión conceptual y manifiesto desinterés hacia el rigor que es exigible a cualquier operación intelectual de amplio alcance y noble ambición. Nada más ajeno al modus operandi de la «French Theory» que aquella máxima orteguiana plasmada en una frase redonda e incontrovertible: «la claridad es la cortesía del filósofo».
Al frente de la negación de esta razonable propuesta orteguiana está sin duda Foucault. Contra él y contra sus feudatarios escribieron en 1977 un libro demoledor dos físicos, Alan Sokal, de la Universidad de Nueva York, y Jean Bricmont, de la Católica de Loviana, que no dudaron en titular Imposturas intelectuales.
Escriben desde la indignación que les producía no solo el empleo trapacero de conceptos y términos científicos por parte de Jacques Lacan, Julia Kristeva, Luce Irigaray, Bruno Latour, Jean Baudrillard, Gilles Deleuze, Félix Guattari, Paul Virilo y el propio Foucault, sino también su adscripción al relativismo epistémico, a la asunción indiscriminada de la idea de que la ciencia moderna no era más que un mito, un discurso o una construcción aleatoria, consagrada por un principio autoritario de autoridad, valga la redundancia. Y todo ello, arropado por la mistificación, por un lenguaje adrede oscuro, por la deliberada confusión de ideas y el uso frívolo de principios científicos. En suma, un manojo de falacias intelectuales: rechazo de la tradición racionalista de la Ilustración, desconexión absoluta entre las elucubraciones teóricas y cualquier prueba empírica, y un rampante relativismo cognitivo de acuerdo con el cual la ciencia es una relato más, fruto de una pura construcción o consenso social.
* Villanueva, Darío (El atropello a la razón)
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