Miquel Giménez (Cómo Sánchez destruye España)

España atraviesa una crisis inédita bajo el sanchismo. La mentira se ha convertido en norma, la división en estrategia y, el futuro nacional es rehén de intereses personales y partidistas.

CULTURA

«Cuando oigo la palabra cultura, echo mano de mi pistola». Esta terrible frase, atribuida a personajes varios como Göring o Goebbels, procede de la obra de teatro, Schlageter, escrita por otro nazi, el dramaturgo Hanns Johst. Está dedicada a un «mártir» nazi, Albert Leo Schlageter, responsable de varios actos de terrorismo en la cuenca minera del Ruhr en 1913, entonces ocupada por Francia. Lo condenaron a muerte y fue ejecutado. Uno de sus camaradas, Martin Bormann, tuvo mejor suerte: de los diez años que le cayeron cumplió solamente uno y salió para llegar a ser la eminencia parda de Hitler. «Wenn ich Kultur höre... entsichere ich meinen Browning» es la frase original, mucho más descriptiva: cuando oigo hablar de cultura, le quito el seguro a mi Browning. 

Esa actitud con respeto al hecho cultural, erradicar toda manifestación artística o intelectual que no se acomode al pensamiento totalitario del régimen, es común a las dictaduras. Si comparan ustedes, por vía de ejemplo, las pinturas aceptadas por las autoridades del Tercer Reich que se exponían como máximo honor en la «Casa del Arte del Reich» con las que en la URSS de Stalin decoraban el Kremlin, los museos o los murales verán sospechosas coincidencias. El «realismo socialista» no tenía nada que envidiar a las obras nazis en cuanto a concepción, ejecución y conceptos. Ambos regímenes también tenían la misma actitud con el teatro, la literatura, cualquier obra fruto del artista. Si servía al propósito del régimen, bien; si no, se eliminaba la obra y, frecuentemente, al autor.

Era la versión a lo bruto de lo que ahora se denomina piadosamente «cultura de la cancelación», como si la proscripción de un artista pudiera ligarse con la cultura.

Ni que decir tiene que el sanchismo, hijo de los totalitarismo marxistas, se ha cebado en esa censura cultural. Pero, siendo honestos, no es cosa de ahora. Los socialistas y la izquierda en general, ha sido siempre muy inteligentes en lo que respeta a convencer a las masas acerca de quien es y quien no es artista y que debemos considerar cultura y que no. El instrumento empleado, máxime en un país como España, ha sido siempre el de la subvención con dinero público y la propaganda a través de determinados medios de comunicación ligados al PSOE y al PCE.

Algunos suplementos pretendidamente culturales de ciertos diarios han perjudicado muchísimo a la cultura. Lo que no aparecía en ellos, no existía. Me lo dijeron hace muchos años en la vicepresidencia del Gobierno cuando mandaba Felipe González: lo que no se comunica, no existe. Por tanto, lo comunicado cobra forma real, aunque sea puro humo. No es de extrañar, por lo tanto, que la lista de ese colectivo que denomino «los abajo firmantes», siempre prestos a secundar con su nombre cualquier estupidez emanada de la izquierda, encaje perfectamente con el apoyo de las instituciones gobernadas por los zurdos, léanse contratos jugosos, presencia en televisión, honores, ditirambos e incluso en ocasiones institucionales. 

¿Qué tiene todo eso que ver con la cultura? Evidentemente, nada. Es propaganda sin más. Cuando a un creador se le enjuicia por su ideario y no por lo que crea se comete el mayor de los pecados. Pero la izquierda ha sabido, insisto, explotar muy bien esa patente de corso que la derecha, siempre blanda en estos combates intelectuales, no ha querido arrebatarle.

Así, si usted dice que Neruda es una estilista de tomo y lomo que, dejando a un lado esa siniestra condición, escribió magnífico versos lo van a poner a de chupa de dómine; lo mismo que si reivindica la poesía de Ezra Pound, porque aquí sí que le sacarán la ficha política del desgraciado poeta inglés que simpatizó con el fascismo de Mussolini. Con la polémica, artificial como todo con Sánchez, del Valle de los Caídos sucede lo mismo. Las esculturas de Ávalos realizadas para ese lugar tienen una calidad y un mérito escultórico indiscutible. Pero como las encargó Franco no valen nada. Hay que carecer de criterio artístico para ningunear la Piedad, escultura enorme que preside la entrada a la cripta de la Basílica o las colosales esculturas que representan a los cuatro arcángeles. Hay que resignificarlo todo. Pero cuando se exige que se quite la escultura de Largo Caballero —horrorosa, para mi gusto—que está delante de los Nuevos Ministerios, toda la izquierda salta como un solo hombre y ponen el grito en el cielo. Bueno, o en el comité central, que para ellos es lo mismo.

Todo esto nos lleva a concluir que la cultura para esta izquierda actual, tan partidaria del feísmo y lo grotesco, no es más que un pretexto para censurar, pata silenciar, para eliminar de nuestro campo visual aquello que no surja de sus mentes enfebrecidas. Sostengo que detrás de eso existe, además de lo espurio políticamente hablando, una incapacidad cultural de comprensión del arte. Les pondré un ejemplo. Cuando la Orquesta Sinfónica de Israel decidió finalizar el boicot a Wagner imperante en el estado judío después de treinta y cinco años, se organizó la de Dios es Cristo. Fue el gran directos de dicha orquesta Zubin Mehta quién lo decidió, anunciando por sorpresa que dirigiría un concierto con fragmentos de la ópera Tristan e Isolda. El auditorio Manna de Tel Avis se llenó hasta la bandera a pesar de las protestas, alguna incluso de un par de músicos. El directos dijo: «Ustedes me conocen y no necesito demostrar mi amor por Israel. Comprendo los sentimientos de aquellos que pasaron por los campos de concentración. Pero Israel es un país democrático. Quien no quiera escuchar a Wagner puede abandonar la sala». Ni que decir tiene que la gente lo entendió y disfrutó de la música, que no del autor, diferencia que nadie parece entender en la izquierda. 

Ese es el gran problema, diferenciar entre el creador y lo creado. Y en estos tiempos en los que el concepto artístico y cultural se ha diluido en una masa de auténtica perversión de lo bello, todavía es más complicado decidir. 

Pero esto, que debería ser una elección del individuo, molesta enormemente al sanchismo que quiere que todo sea organizadamente masificado, incluso los gustos culturales. Nada puede escapar del control del estado vigente y si hay un lugar que exija una libertad total ese es el de la cultura. Por eso se intenta comprar a sus protagonistas y sepultar a quienes manifiestan oposición. 

Ahí tienen el caso de Nacho Cano, al que difícilmente se le puede negar su talento como compositor, y que ha sido víctima de una insidiosa campaña de desprestigio con la excusa de unos becarios en su obra Malinche. El motivo real es que el músico y la presidenta madrileña Isabel Díaz Ayuso son amigos y el primero no se ha cortado un pelo en alabar en público a la que muchos consideran la auténtica líder del PP. Bien, pues por eso se lo llevaron detenido aludiendo a esas presuntas irregularidades que luego fueron negadas por los propios supuestamente afectado. 

Cano, firme, no dudó en denunciar la persecución política en su contra que en este caso dio un paso más, la detención policial. ¿Qué distancia existe entre eso y meter en un Gulag a los intelectuales contrarios? Yo se lo diré: poquísima. 

La cultura entendida como manifestación de una sociedad de un tiempo, de un sistema de valores, de una nación, en suma, está por lo tanto en grave peligro en España. Todo el rebaño de borregos amamantados por los impuestos de los españoles se permiten obras sectarias que insultan a la mayoría de los españoles que, lógicamente, no acuden a verlas ni en cines ni en teatros. 

Que se financie con sumas elevadas films que solo irán a ver un puñado de amigos en un país donde la gente pasa auténticas necesidades es de vergüenza ajena. De entrada, la cultura debe tener mecenas y el artista ha de saber buscarse la vida para convencer a posibles espónsores. Lo de la cultura subvencionada no es más que fomentar la vagancia intelectual y el servilismo disfrazado de arte. No negaré que existen proyectos en los que el Estado puede y debe intervenir, pero esa intervención debería servir solamente como acicate para que desde la iniciativa privada pudieran sumarse otros, los grandes inversores. Cuando hablemos de los medios de comunicación verán cómo hay productoras de televisión que sin el apoyo político correspondiente deberían cerrar mañana mismo. 

Duele ver postrada a la cultura española y al borrado de tantos y tantos nombres. Cuando se proscribe a Pemán, a Foxá o al enorme Josep Pla, el más odiado escritor catalán por los separatistas siendo el mejor prosista en dicha lengua del siglo XX, uno se pregunta en manos de quien estamos.

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