VERDAD, BONDAD Y BELLEZA: LOS PUENTES SE ROMPEN
Si leemos alguno de los famosos diálogos socráticos, es muy posible que nos llame la atención hasta qué punto Platón establecía una profunda equivalencia, una similitud incluso, entre la verdad entendida como el conocimiento de los principios más profundos y subyacentes de la realidad, y la belleza y la bondad.
Por supuesto, la naturaleza y el significado de estos tres términos (verdad, bondad, belleza) han sido siempre objeto de toda suerte de controversias. Sin embargo, filósofos, teólogos, artistas y científicos de diversas tendencias, épocas y culturas solían pensar que, si no nos dejamos embaucar por lo primero que vemos o por el primer pensamiento que cruza por nuestra mente e indagamos con tesón, descubriremos que aquello que consideramos correcto desde el punto de vista ético es también profundamente atractivo desde un punto de vista estético y, sobre todo, radicalmente veraz.
Y viceversa: el mal, pese a los triunfos que en apariencia otorga, no solo lleva al infortunio, no solo resulta desagradable —tal vez no a primera vista, pero sí en el fondo—, sino que parte de unos supuestos radicalmente erróneos y contrarios a los principios que rigen la naturaleza y el cosmos. Resultaría sumamente difícil entender un lienzo de Rafael, la Divina Comedia de Dante o un texto de Tomás de Aquino, Ramon Lull o Erasmo de Rotterdam, sin tener presente que, a través de diferentes vías y formas de expresión, todos ellos pretendían expresar esta simbiosis.
Una simbiosis que empieza a resquebrajarse en el siglo XVII y que desde entonces se debilita sin cesar. Los puentes que unían lo verdadero, lo bello y lo bueno se agrietan hasta derrumbarse porque uno de los principios rectores de la modernidad es la separación radical entre la realidad, entendida como algo que se puede cuantificar y comprobar experimentalmente, y todo lo demás (valores, sensibilidad artística, sentimientos, creencias, aspiraciones. etc). Por lo tanto, ninguna afirmación de tipo ético o estético puede albergar la menor aspiración de ser universalmente válida; únicamente lo que puede ser corroborado en un laboratorio y medido con precisión absoluta puede serlo.
¿La belleza?
Cuestión de tendencias, modas y preferencias personales o colectivas.
¿Y la bondad o los deseos de lograr una sociedad más justa?
Otro tanto.
Ciertamente, sería reduccionista, incluso falaz, afirmar sin más que el advenimiento de las sociedades modernas y de la Revolución Industrial han supuesto arrinconar o dejar totalmente de lado el arte, la moral o los ideales. Estos, sin duda, han seguido teniendo un papel importante... pero a nivel funcional, a nivel instrumental.
Es decir, se admite su importancias porque —y solo porque— garantizan la cohesión social, el patriotismo y la prevalencia del orden establecido, todos ellos motivos suficientes para ser potenciados y, al mismo tiempo, hábilmente encauzados por el estado-nación.
Es así como museos, academias, universidades y bibliotecas proliferan a manos de la pujante burguesía industrial y, sobre todo, del Estado, aunque ya casi nadie crea posible —ni tan siquiera deseable— que las obras e ideas que de ellas emanen puedan aspirar a hallar o a plasmar algo remotamente parecido a una verdad incuestionable, a un principio válido para todo el mundo.
POR QUÉ LA ECONOMÍA SE TIÑE DE CULTURA
Y LA CULTURA SE MERCANTILIZA
En este contexto digitalizado y organizado en redes, las antiguas dicotomías entre economía y cultura, entre estructura y superestructura, entre producción material y producción simbólica, entre tecnología y pensamiento, dejan de tener sentido. Por supuesto, en todas las épocas ha habido un cierto grado de interrelación entre unas y otras, pues a fin de cuentas toda mercancía, producto o herramienta está teñida de connotaciones y significados sin los que no tendría apenas valor de uso y, sobre todo, de cambio. Y al revés: las creaciones de la mente humana, por etéreas o sublimes que puedan ser, no se entienden sin tener en cuenta la base material y socioeconómica que hace posible su existencia.
Sin embargo, cada una de estas dos grandes parcelas de la realidad humana ha venido obedeciendo a una lógica autónoma, a veces incluso contrapuesta, y tal vez el ejemplo de esta relación sea la tradicional imagen del típico artista como un creador rebelde, impulsivo y bohemio cuyo estilo de vida se contraponía al del respetable hombre burgués temeroso de la ley, calculador y reprimido.
Esto ya no es así hoy en día: ahora más que nunca la cultura, desde la más «banal» y popular hasta la que (cada vez menos) denominamos «alta cultura», obedece a la lógica del mercado y sus creaciones se conciben, elaboran, distribuyen y venden siguiendo los parámetros de la más sofisticadas estrategias de marketing, en tanto que, en paralelo a esta tendencia, el mercado incorpora códigos culturales —gustos, preferencias, valores, identidades— a la hora de elaborar y vender bienes y servicios.
No hay más que fijarse en la publicidad, el escaparate por excelencia de los intereses de las empresas, pero sobre todo de nuestros deseos y temores, para percatarse de que incluso para promocionar un producto físico, tangible, material, se recurre cada vez más a lo cultural y a lo psicológico, y hasta punto esto es así que ahora en un anuncio de un coche de gama alta apenas se mencionan ya sus cualidades y prestaciones, sino que, en un escenario natural de gran belleza y sinuosidad, se lanza una pregunta que apela a las emociones, a los recuerdos y sensaciones:
«¿Te gusta conducir?»
En esta misma línea, otro ejemplo sería el de una conocida marca de moda infantil que, para vender sus prendas, alude a algo tan inmaterial como la amistad: «Mayoral hace amigos».
Y es que la cultura, el espíritu y lo etéreo se están empapando, más que nunca, de interés y dinero. Y estos, a su vez, se visten con el ropaje de los primeros.
La economía-mundo en la que vivimos es, al mismo tiempo, una «cultura-mundo», certera expresión con la que el sociólogo francés Lipovetski busca remarcar el carácter de experiencia global que lo cultural adquiere en nuestros días... en indisociable simbiosis con lo económico.
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