Jordi Soler (Mapa secreto del bosque) Un ensayo de combate para ver más allá de lo inmediato

Los jipis pusieron en práctica, a mediados del siglo XX, un modelo de emboscadura. ¿En dónde están los nuevos jipis?

Octavio Paz escribió en su libro Corriente alterna, que publicó en 1967, un diagnóstico del futuro que resulta asombroso leer medio siglo más tarde. El año crucial de 1968 estaba a punto de llegar y Paz, que entonces era embajador de México en la India, veía con toda claridad que el mundo estaba cambiando radicalmente. «Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos», nos advierte en la primera página de este libro, que es, en realidad, una antología de los artículos que publicaba entonces en revistas latinoamericanas y europeas, artículos escritos con la urgencia, y la frescura, de quien pretende captar el momento en el que todo empezó a cambiar a la manera de los pintores impresionistas que daban pinceladas precisas y veloces para capturar el instante en el que se manifestaba la luz.

Octavio Paz escribe: «El gran problema a que se enfrentarán las sociedades industriales en los próximo decenios es el del ocio. El ocio había sido, simultáneamente, la bendición y la maldición de la minoría privilegiada. Ahora lo será de las masas». 

Más de cincuenta años más tarde nos encontramos con la evidencia de que nunca en toda la historia de la humanidad habíamos tenido tantas y tan diversas formas de canalizar el ocio, una bendición/maldición directamente relacionada con la realidad fragmentada que vislumbraba el poeta, pues buena parte del ocio se traduce en una multitud de individuos detrás de sus pantallas consumiendo los productos que ofrece la red o interaccionado con ellos. 

El fragmento es la forma que mejor refleja nuestra realidad, advertía Paz, sobre todo a partir de la irrupción de la red, que atomiza a la sociedad, que la divide en unidades, que la neutraliza, que se comportaba, todavía, como un amenazante colectivo capaz de sacudir el establishment.

Paz escribía entonces que las dos grandes transformaciones sociales de aquella época eran «la rebelión juvenil y la emancipación de la mujer». «La segunda es sin duda más importante y duradera», sostenía el poeta, «es un cambio comparable al del neolítico». 

El neolítico transformó la relación de nuestra especie con la naturaleza, del mismo modo que la emancipación de la mujer ha ido, en efecto, transformando la dinámica familiar, las relaciones sociales, el mundo laboral, etcétera. A pesar de que la igualdad entre los sexos tiene que recorrer todavía un largo camino, no puede ya compararse la vida que tenían las mujeres al principio de los años sesenta con la que llevan en el siglo XXI.

Octavio Paz no acertó, sin embargo, con la rebelión de los jóvenes, que al final ha quedado en breves episodios aislados de la historia reciente; y no acertó porque la sociedad occidental ha terminado siendo una cosa distinta de lo que entonces prometía en esa época en la que la juventud clamaba. Dice Paz: «Yo no quiero ser parte de este mundo que ha inventado los campos de concentración y ha arrojado bombas atómicas sobre Japón».

Los jóvenes de entonces se sabían herederos del desastre que dejaban sus mayores, algo que podrían suscribir también los jóvenes de hoy, y veían con naturalidad la fantasía freudiana de asesinar al padre, «una realidad psicológica de la era industrial», apunta Paz.

A través de la figura del padre asesinado se puede situar a la juventud de nuestro tiempo frente a la de los años sesenta; los adultos entonces eran más adultos, había una separación muy clara entre ellos y sus hijos y el asesinato freudiano no admitía ambigüedades: había que matar a ese otro que te dejaba por herencia un planeta lamentable con bombas atómicas y campos de concentración. Pero en el siglo XXI esa frontera se ha difuminado, las nuevas tecnologías, la bendición/maldición del ocio, ha barrido las diferencias, padres e hijos tuitean, oyen música en Spotify, se tatúan una greca maya en la nuca y se visten con prendas parecidas. En estas condiciones, la fantasía freudiana se ha desdibujado: el hijo mata a su padre, no a su compadre.

Los jipis son un buen ejemplo de lo que sucedía con la juventud hace cincuenta años, querían destruir el sistema, replantear los fundamentos de la economía, vivir en armonía con la naturaleza y además eran unos entusiastas del hedonismo y de la tribu familiar; pretendían, en suma, vivir de otra forma, corregir la deriva occidental hacia la ganancia y el progreso económico que ya desde la época de los sesenta era un escándalo. Todos los objetivos del jipismo, a excepción quizá de su estética y de su consustancial cursilería, podrían retomarse hoy con más ímpetu, pues ha pasado medio siglo y el sistema que intentaron destruir sigue no solo de pie, sino más sólidamente establecido que nunca. ¿Por qué se fueron los jipis si no habían conseguido lo que buscaban? No se fueron, se disolvieron, se han ido diseminando en nichos que conservan ciertos elementos de su ideario de juventud; la cruzada ecológica, por ejemplo, la alimentación saludable y otros sucedáneos individuales de aquella gesta espiritual y colectiva, como el yoga, el mindfulness y un largo, y muy rentable, etcétera. Los viejos jipis están hoy haciendo la flor del loto, el saludo al sol; la postura del guerrero después de una jornada extenuante de oficina, en los despachos del poder económico, mediático o político. La imagen del jipi, que hace años combatía al sistema desde la calle, practicando la postura del guerrero en un salón de yoga climatizado, ilustra perfectamente la magnitud del caso. 

Paz escribe unas lineas que parecen destinadas a explicar el auge de la espiritualidad new age que inunda nuestra época, uno de los tentáculos más redituables del ocio: «También las doctrinas de Buda y del Mahavira nacieron en un momento de gran prosperidad social y las ideas de ambos reformadores fueron adoptadas con entusiasmo no por los pobres sino por la clase de los mercaderes. La religión de la renuncia a la vida fue una creación de una sociedad cosmopolita y que conocía el desahogo y el lujo». De una sociedad, diríamos, que tenía un nivel de bienestar como el que hoy tienen los países europeos, que permitía a los ciudadanos grandes dosis de tiempo ocioso, solo que en nuestro siglo, aquí en Occidente, el ocio se purga mayoritariamente en la pantalla que nos atomiza y nos fragmenta en miles de millones de terminales. Al final la rebelión de los jóvenes no produjo una transformación tan grande como previa Paz, en nuestro siglo esa rebelión ha quedado reducida a la rabieta individual online

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