No obstante, no es cierto que nuestras sociedades seculares estén desprovistas de sacralidad. Lo que sucede es que lo sagrado ya no se encuentra en los dogmas y en la reliquias, sino en los derechos de los seres humanos. Para nosotros es sagrada determinada libertad del individuo: su derecho a practicar (o no) la religión que prefiera, a criticar las instituciones y a buscar por sí mismo la verdad. Es sagrada la vida humana, y por eso los Estados ya no tienen derecho a atentar contra ella con la pena de muerte. Es sagrada la integridad física, y por eso se rechaza la tortura, incluso cuando la razón de Estado la recomienda, y se prohibe practicar la ablación del clítoris a niñas que todavía no disponen de voluntad autónoma.
Así pues, lo sagrado no está ausente ni del ámbito personal de una sociedad secular, ni del legal. En cuanto al ámbito público, no está ni dominado por algo sagrado, ni condenado al caos de opiniones contradictorias. Puede regularse mediante máximas que surgen del consenso general. Condorcet escribía: <<Lo que en cada época marca el verdadero término de la ilustración no es la razón particular de determinado hombre de genio, sino la razón común de los hombres ilustrados>>. No todas las opiniones tienen el mismo valor, y no debe confundirse la elocuencia del discurso con la exactitud de la reflexión. Se accede a la ilustración no confiando en la clarividencia de uno solo, sino reuniendo dos condiciones: de entrada, elegir a <<hombres ilustrados>>, es decir, a individuos bien informados y capaces de razonar; en segundo lugar, conseguir que busquen la <<razón común>> y que por lo tanto estén en condiciones de dialogar y argumentar. Pero es posible que antes de alcanzar este ideal de la ilustración nos quede mucho por delante.
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Hoy en día todos rechazamos determinadas formas de cientificismo, las que estuvieron gravemente involucradas en las aventuras totalitarias del siglo XX. Ya no predicamos que hay que eliminar a las razas inferiores o a las clases reaccionarias. Eso no quiere decir que las democracias contemporáneas estén libres de todo rastro de cientificismo. De ahí la tentación de confiar la elaboración de normas morales y de objetivos políticos a <<expertos>>, como si la definición del bien dependiera del conocimiento. O el proyecto <<sociobiológico>> de fusionar el conocimiento del hombre con el de la naturaleza y fundamentar tanto la moral como la política en las leyes de la física y de la biología. Podemos por tanto preguntarnos por qué los biólogos serían los más cualificados para ocupar puestos en los diversos comités de ética que han creado los países occidentales. Estos comités suelen estar formados por dos categorías de personas, las científicas y las religiosas, como si entre ambas no existiera instancia política alguna, autoridad moral alguna. Estas opciones implican una concepción monolítica del espacio social, concepción según la cual bastaría con disponer de información fidedigna para tomar las decisiones correctas. Pero la información en sí está lejos de ser homogénea, y no basta abordarla desde un enfoque exclusivamente cuantitativo. No es sólo que no nos volvamos más virtuoso por multiplicarla indefinidamente, como preveía ya Rousseau, sino también que ni siquiera nos hacemos más sabios. El vertiginoso avance de los medios de información ha puesto de manifiesto un nuevo peligro: demasiada información mata la información.
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La verdad no puede dictar el bien, pero tampoco puede estar sometida a él. Tanto el cientificismo como el moralismo son ajenos al verdadero espíritu de la Ilustración. Hay un tercer peligro: que la propia noción de verdad se considere no pertinente. En un estudio sobre la novela de 1984 de filósofo Leszek Kolakowski elogía a Orwell por haber sabido ver la importancia que adquiere en los regímenes totalitarios cuestionar la verdad. No se trata sólo de que los políticos recurran de vez en cuando a la mentira, cosa que hacen en todas partes. Se trata más bien de que la propia distinción entre verdad y mentira, entre verdad y ficción pasa a ser superflua ante las exigencias estrictamente pragmáticas de utilidad y de conveniencia. Por eso en este tipo de regímenes la ciencia ya no es invulnerable a los ataques ideológicos, y el concepto de información pierde se sentido. Se reescribe la historia en función de las necesidades del momento, pero también pueden negarse los descubrimientos de la biología y de la física si se juzgan inapropiados. <<Es el gran triunfo cognitivo del totalitarismo: ya no se le puede acusar de que mienta, porque ha conseguido abrogar la propia idea de verdad>>, concluye Leszek Kolakowski. En este caso quienes detentan el poder se libran definitivamente de la impertinente verdad.
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Desde muchos puntos de vista nuestro tiempo ha pasado de ser el olvido de los fines y el de la sacralización de los medios. El ejemplo más claro de esta radicalización nos lo ofrece quizá el desarrollo de la ciencia. No se incentiva y se financia el trabajo científico porque sirva directa o indirectamente a finalidades específicamente humanas - la felicidad, la emancipación o la paz-, sino porque prueba el virtuosismo del estudio. Todo parece indicar que si algo es posible, debe convertirse en real. ¿Por qué si no ir a Marte? Y la economía sigue también este mismo principio: el desarrollo por el desarrollo y el crecimiento por el crecimiento. ¿Deben limitarse las instancias políticas a ratificar esta estrategia? Desde hace ya varias décadas ha tenido resultados discutibles en los países del Tercer Mundo, y desde hace unos años esas consecuencias se dejan sentir también en los países industrializados de Occidente. ¿Tenemos que aceptar el triunfo del capitalismo económico con todas sus consecuencias, las globalización y los desplazamientos, porque nos benefician o porque ésa es la tendencia enloquecida que se sigue en estos momentos?
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Si cualquier medio es bueno para imponer la unidad, la libertad está amenazada. Si los derechos del hombre son la única referencia incontestable en el ámbito público y se convierten en baremo de la ortodoxia de los discursos y de los actos, entramos en el ámbito de los <<políticamente correcto>> y del linchamiento mediático, versión democrática de la caza de brujas, una especie de demagogia virtuosa que tiene por efecto reprimir todo discurso que se desmarca. El chantaje moral como telón de fondo de todos los debates es nefasto para la vida democrática. Supone que el bien domina excesivamente sobre la verdad, y da de golpe apariencia de mentira a todo lo que se reclama a gritos producto del bien, y apariencia de verdad a todo lo que se opone al discurso dominante. Por eso en Francia avanza la tesis de la extrema derecha, que alardea de ser la única que se atreve a <<decir la verdad>>, cuando lo único que hace es afirmar lo contrario de lo políticamente correcto. Así adquiere derecho de ciudadanía lo que podríamos llamar <<políticamente abyecto>>.
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No debemos confundir el derecho con la moral, ni llevar ante el tribunal a los autores de discursos que no nos gustan. Según Beccaria: <<La labor de los jueces es hacer que se respeten no los sentimientos de los hombres, sino los muchos pactos que los unen>>. Por esta misma razón la justicia internacional no debe aspirar al papel de moral universal, sino apoyarse en pactos y contratos que existan realmente, como los que unen entre sí a los países miembros de la Unión Europea.