¿ Para qué aventurarse a penetrar en un lejano territorio desconocido cuando aún nos esperan tantas piezas ignotas a la vuelta de la esquina?
No pretendo defender el conservadurismo musical del oyente medio, sólo pretendo explicarlo. La apreciación de un tipo de música diferente a la que hemos escuchando desde la infancia es más compleja y exige un esfuerzo superior a lo que reconocen muchos músicos profesionales.
Cuando participamos de la música o escuchamos una interpretación que nos embelesa, nos aislamos, de forma temporal, de otros estímulos externos. Entramos en un mundo especial y apartado donde prevalece el orden y las incongruencias no tienen cabida. Esto es sí es beneficioso; no es una maniobra regresiva, sino reculer pour mieux sauter. Se trata de un <<retiro>> temporal que facilita un proceso de reordenación mental, lo cual propicia la adaptación al mundo exterior y no constituye una vía de escape.
Sin duda, la música puede transformar el estado de ánimo, como muchos depresivos han podido comprobar. Hemos expuesto ejemplos de terapias en los que la música se usa para el tratamiento de impedidos físicos o mentales. Los efectos terapéuticos de la música en el oyente corriente requieren una investigación más profunda. Sin embargo, no hay duda de que dichos efectos concurren sin importar que el oyente tenga compañía. Escuchar música en solitario restablece, despeja y sana.
Una vez que asimilamos una pieza musical tras múltiples audiciones, la incorporamos a nuestra mente como un esquema. La música queda almacenada en la memoria a largo plazo y como un todo, tanto en su forma como en su contenido. Por tanto, se puede recuperar de forma voluntaria.
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Si el hecho de participar de la música parece tener cierto carácter evasivo, es porque nuestra cultura está comprometida con la consecución y la persecución del éxito. Dicho compromiso convierte la cotidianidad en una empresa tensa y llena de ansiedad sin cabida para las artes. La música puede y debe ser una parte de la vida que alegre nuestra existencia diaria.
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Sin embargo, a pesar del éxito que pueda tener un compositor en el logro por reducir al mínimo su subjetividad y irreductible personalidad, ésta está condenada a emerger e identificar sus obras. En mi opinión, ése es el elemento que a veces determina si podemos <<congeniar>> o no con un determinado compositor.
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Una vez que asimilamos una pieza musical tras múltiples audiciones, la incorporamos a nuestra mente como un esquema. La música queda almacenada en la memoria a largo plazo y como un todo, tanto en su forma como en su contenido. Por tanto, se puede recuperar de forma voluntaria.
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Queda claro que todas las obras de arte están formadas por elementos dionisíacos y apolíneos en una proporción variable, pues el arte no puede existir son los sentimientos humanos, ni tampoco sin un medio para ordenarlos y expresarlos. El énfasis que pone Nietzsche en los elementos dionisíacos de la música no le impide apreciar la necesidad del compositor de imponer orden en el material musical. En este contexto, no importa que Nietzsche pensara que la postura pesimista de Wagner priva a la música de <<su capacidad de transformar el mundo y de su carácter positivo>>. Lo que importa es que Nietzsche creía que la música de otros compositores sí tenía esa capacidad y ese carácter.
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Al escuchar música, lo que percibimos como melodía es sólo una sucesión de notas independientes. Somos nosotros quienes la convertimos en una melodía continua. La ciencia puede analizar de muchas formas las diferencias entre las notas: según el volumen, el timbre, el tono, el tipo de onda, etc. Sin embargo, no puede explicar la relación entre las notas que componen la música. <<Una melodía es una serie de notas que tienen sentido>>.
Si queremos escuchar una serie de notas por separado, debemos producir intervalos de tiempo entre las notas más largos que los utilizados en las composiciones musicales o bien producir frecuencias tonales muy diferentes. Sólo podemos percibir una serie de notas como una melodía si los tonos están en estrecha conexión. Es posible cambiar una melodía manteniendo la secuencia de notas, aunque éstas deben transportarse a una octava diferente. La melodía resultante es irreconocible: es una serie de notas sin sentido.