Así qué, ¿cuál podría ser la utilidad de una ética universal como los derechos humanos en un mundo donde la perspectiva moral de la mayoría de las personas todavía está determinada por las virtudes cotidianas?
La universalización de una retórica moral como los derechos humanos no se entiende mejor como algo derivado de nuestras virtudes cotidianas, o incluso de cualquier intuición emocional básica sobre nuestra identidad compartida como seres humanos. Ya dijimos que nuestro sentido de especie es débil. En cambio, podemos considerar los derechos humanos como un ejercicio de pensamiento racional, como un discurso crítico cuyo propósito es obligar a las virtudes cotidianas a ampliar y expandir su círculo de preocupación moral. Así como los derechos civiles funcionan como una protección contra la tiranía de la mayoría en el contexto de la legislación nacional, los derechos humanos internacionales funcionan mejor como un desafío a la preferencia moral mayoritaria entre los estados democráticos y no democráticos en el ámbito internacional. Los derechos humanos son la estructura legal y moral que obliga a los líderes políticos y a los ciudadanos a no ceder a la preferencia excluyente y restrictiva del «nosotros» frente al «ellos».
[...] De hecho, se podría ir más allá y afirmar que pasamos por una verdadera crisis de lo universal en medio de un retorno a la soberanía. En todas partes, los estados soberanos están echando un pulso a las obligaciones universales, ya sea la convención sobre los refugiados, las leyes de la guerra o los convenios sobre los derechos humanos. No son solo China y Rusia quienes reafirman su soberanía. Los ciudadanos corrientes de los estados democráticos, ante la demanda de los refugiados y los inmigrantes desesperados que llegan a sus fronteras, temerosos de los ataques terroristas, imploran a sus líderes que los protejan de los extranjeros. En una era de temor, las virtudes cotidianas no pueden funcionar sin seguridad, y es dudoso que los derechos humanos puedan cambiar esta situación. En una era global de amenazas por parte de fanáticos enfurecidos, la soberanía regresa y lo universal pierde fuerza, tanto sobre los gobernantes como sobre los gobernados.
Aquí convergen dos afirmaciones: que los derechos humanos desempeñan un papel limitado en la estructuración de las virtudes cotidianas de la mayoría de las personas, a pesar de la revolución de los derechos, y que los estados contraatacan cada vez con mayor fuerza frente a cualquier demanda universal que reduzca su soberanía.
Si ha regresado la soberanía, entonces debemos preguntarnos de qué modo puede garantizar la seguridad y la justicia para su propio pueblo son acabar con las virtudes de la generosidad y la hospitalidad hacia personas desesperadas e indefensas que llaman a la puerta. Reconocer que esas personas poseen derechos basados en el derecho internacional es una condición necesaria para la decencia, pero no suficiente para mantener una cultura pública de acogida. Esta debe imitar las virtudes del ámbito privado, las virtudes de la compasión y la generosidad, para que los ciudadanos vean, en las acciones de su Gobierno, un versión de su mejor naturaleza.
[...] La globalización de la economía no implica una globalización de los corazones o de las mentes. Es evidente que la geografía de las virtudes ha cambiado, que los conflictos locales tienen un público global y que cuando nos justificamos, lo hacemos ante desconocidos vinculados a nosotros por los medios de comunicación. Este es el sentido de la globalización moral, la ampliación constante del público ante el cual sentimos que debemos justificarnos. Es posible que con el paso del tiempo, y a medida que nuestras justificaciones locales se vuelvan irrelevantes, comencemos a avergonzarnos de nuestras convicciones provincianas y empecemos a agrandar nuestra conciencia, pero el cambio moral, en lo profundo de nuestros corazones, siempre avanzará con lentitud. Estamos enzarzados en una batalla constante con los vicios cotidianos. En el ámbito público, los conflictos por el poder, los recursos, el estatus y la importancia son permanentes, y muchos de ellos no se resolverán con argumentos sino a sangre y fuego. Nuestros lenguajes morales no comparten la misma historia, y son muy lentos —como debe ser— en el olvido de la humillación y la injusticia que un sistema moral, en su orgullo, ha impuesto a quienes se adhieren a otros sistemas.
Sin embargo, también compartimos la misma biología, el mismo cuerpo y el mismo destino final. Compartimos igualmente las virtudes cotidianas, y sabemos reconocerlas a pesar de todas nuestras diferencias. Son cotidianas por que se ocupan de los elementos esenciales y recurrentes de nuestra vida en común, porque expresan nuestros instintos aprendidos acerca de lo que la vida moral requiere de nosotros si queremos sobrevivir y preservar la vida de la familia, el vecindario, los familiares y los amigos. Somos seres morales porque no tenemos otra opción; nuestra supervivencia y nuestro éxito como seres sociales dependen de la virtud. No es una opción, sino una necesidad. No estamos obligados a ser héroes, pero sin duda queremos ser unos buenos padres y madres, hijos e hijas, vecinos y amigos. Queremos, a través de estas experiencias, ser capaces de mirarnos a los ojos en el espejo.
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