Aurelio Arteta (Si todos lo dice... más tontos tópicos)

HAY QUE PENSAR EN POSITIVO
2. A superar esos obstáculos se dedican hoy los terapeutas encuadrados en múltiples gremios (psicólogos, psicopedagogos, orientadores de todo tipo...) El tópico en cuestión arrastra o infunde entre los más simples un prejuicio igual de simple: hasta estos tiempos nuestros el pensamiento ha sido <<en negativo>> y la entera tradición de la filosofía práctica no había reparado e ello. Ha llegado el momento de sustituir la reflexión moral por el lenguaje científico y amoral de la psicología. Escuchemos, pues, a los nuevos gurús de esta terapia de masas. Los psicólogos nos incitan hoy a mantener una actitud positiva ante la vida y sus problemas; nos proponen la participación en el grupo y la armonía de unas buenas relaciones sociales, como la vía para alcanzar el equilibrio.

Para ello nada mejor que empezar por conocer las propias emociones y aprender a gestionarlas para así conquistar la debida confianza en uno mismo y, con ella, una mejor integración laboral y social. Pensar en positivo quiere enseguida enseñar a sentir positivamente, o sea, transformar las emociones dañinas en provechosas. Adquirir esa <<competencia emocional>> no requiere sesudas reflexiones, sino sencillas recetas; no exige entrar a debatir acerca de los fines últimos de la vida humana, porque supone que no hay otros que la salud y la normalidad, y se trata sólo de escoger los medios más eficaces de alcanzarlos. En definitiva, la tarea terapéutica poco o nada tiene que ver con la tarea moral del gobierno de las pasiones.

Pero es que esa terapia tampoco acierta en su diagnóstico ni por ello en su tratamiento. Como explicó Beck, a lo sumo está proponiendo soluciones biográficas a contradicciones sistémicas. Buscan la salvación individual para problemas comunes. Los riesgos, los problemas siguen siendo sociales, pero el individuo sólo se observa a sí mismo para hacerles frente. Lo que se ha individualizado no son los riesgos, sino tan sólo el deber y la necesidad de afrontarlos.

No parece complicado desvelar el último secreto del pensar en positivo, quizá el que explica su negocio y su triunfo en el mercado editorial y terapéutico. Pensar positivamente es pensar sin los requisitos propios del ejercicio del pensamiento; sobre todo, sin los esfuerzos que exige ni las angustias que las más de la veces depara. Pensar en positivo no consiste en pensar lo más fácil, sino en un pensar demasiado fácil; consiste casi en no pensar.


YA NO ME ASOMBRO DE NADA
2. Pero convendremos en que el escogido es un lugar común que escuchamos con preferencia en boca de la vejez. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, sentencia el refrán, aunque no es como para fiarse demasiado. ¿Acaso enseña algo el mero transcurrir del tiempo cuando, para tantos, el día que llega semeja igual de romo que el que se va y los años venideros tan desiertos como los pasados? ¿Y si ese viejo, ni de joven ni de mayor apenas supo nunca nada...? ¿Qué añade la llegada del nuevo año a quien no espera que algún día le traiga una pregunta inédita o una pasión inexplorada? La tentación del viejo (incluído el que no lo es tanto por su edad como por su desarrollo intelectual y efectivo) consiste en regresar con ardor a lo ya conocido. Para él la seguridad viene a una con la rutina. Que todo se repita es la ilusión de que nada cambia, de que todo -y nosotros como habitantes de ese todo- sigue igual. En la espera de lo diferente, en la invención o creación, en la capacidad de cambio... estriba lo contrario de la vejez. Cuando excepcionalmente encarnan en un viejo, se dirá que es un intento de engañar su conciencia que debería estar ya anunciándoles su estado terminal. Tal vez, pero nadie negará que ese esfuerzo por aplazar el final inapelable resulta al menos provechoso para su sujeto.

Se ha escrito que el error de la juventud es creer que la inteligencia compensa la falta de experiencia, mientras que el de la madurez estriba en suponer que la experiencia sustituye a la inteligencia. No concuerdo en que el error juvenil radique en una supervaloración de la potencia intelectual; temo que anida más bien en una petulancia nacida de su todavía escasa reflexión y sin el menor atisbo de cuánto puede aportarles ese aprendizaje práctico que les falta. Por lo que hace a la vejez, en cambio, sospecho que aquel juicio acierta en mayor medida. El viejo, a grandes rasgos, alardea y se fía sólo del camino que él mismo ha recorrido, desdeña cuanto ignora simplemente porque no ha formado parte de su itinerario vital. A él nada hay que enseñarle sobre aquello que dice haber vivido, porque ya lo ha vivido, ni sobre lo que no ha vivido ni va a vivir, porque no le interesa.

Al final (y me temo que esto se aplique a muchos), su nulo afán de aprender no descansa en alguna imaginaria sabiduría que le dan los años, sino en esa ignorancia acumulada a lo largo de los años. Pocas cosas tan deprimentes como el espectáculo del viejo que no ha asimilado gran cosa de la vida y que, pese a ello, perora con aires de oráculo. Nuestro comportamiento convencional frente a los mayores contribuye a reforzar esa conciencia. Si tanto celebramos sus sentencias o su manías sin cuestionarlas, es por no desairarles a esa edad de la despedida, para no sumirles en la tristeza mediante un mentís que a esas alturas probablemente ya no podrán entender o les hará daño. Y es que, donde no hay inteligencia práctica, la experiencia apenas vale. Sólo puede haber experiencia valiosa si se adquiere mediante los conceptos que uno ha ido forjando y depurando en su experiencia vivida y pensada; y el valor de esa experiencia dependerá de los valores escogidos por el propio sujeto para orientarse en ella y de su capacidad de discernimiento moral para evaluarla. Aquel presocrático apodado <<el oscuro>> seguirá recordándonos que en nuestra vida creemos estar despiertos cuando estamos dormidos y estar presentes cuando estamos ausentes. Si se nos permite corregir el refrán, el viejo diablo sólo sabe más en caso de haber cultivado su inteligencia mientras iba llegando a viejo.

Mientras no estamos muertos, nunca paramos de descubrir lo nuevo. De repente, el pensamiento o el espectáculo de siempre deja asomar lo oculto, desvela algo que no habíamos advertido. Son hallazgos tanto más estimables cuanto que creíamos saber ya todo sobre nosotros mismos, sobre el ser humano o sobre el mundo. Dado el escaso tiempo restante, a esa edad deberíamos esmerarnos más que nunca en elegir sólo aquello que lo merezca y en buscar las personas con las que disfrutar o aprender al máximo. Lo lamentable es seguir repitiendo los tontos sonsonetes de costumbre, ésos de que ya lo he hecho todo en la vida, lo he visto todo, estoy de vuelta de todo... En ese viejo podría convertirse cualquiera de nosotros. Y es una triste manera de aguardar la muerte,

Tenía razón -acaba de morir- una centenaria como la neuróloga y premio Nobel Levi-Montalcini cuando insistía en que el único antídoto contra la vejez es la disposición juvenil de permanecer atento y curioso ante toda novedad interior o exterior. Pero esto dispara un nuevo interrogante: ¿llegarán a ser en el futuro unos viejos juveniles los muchos que parecen hoy más bien unos jóvenes envejecidos? 

Christopher Morley (La librería encantada)

La tienda tenía una cálida y confortable oscuridad, una especie de suave penumbra interrumpida aquí y allá por conos de luz amarillenta proveniente de bombillas eléctricas cubiertas con pantallas verdes. Había una omnipresente nube de humo que se retorcía y dilataba al pie de las lámparas de cristal. Al pasar por un estrecho corredor entre los dos salones, el visitante notó que algunos de los compartimentos se hallaban totalmente a oscuras; en otros rincones donde sí había lámparas vio mesas y algunas sillas. En una esquina, bajo un letrero que decía ENSAYO, un caballero ya mayor, iluminado por el suave brillo de una bombilla eléctrica y con una expresión de éxtasis y fanatismo dibujada en el rostro, leía. Pero no había ni una sola bocanada de humo a su alrededor, así que el recién llegado concluyó que no se trataba del propietario.

A medida que el joven se acercaba a la trastienda, el efecto general que le producía aquel lugar se hacía más y más fantástico. En algún tejado remoto se escuchaba el tamborileo de la lluvia. Por lo demás, el silencio era total, habitado solamente (o eso parecía al menos) por las obsesivas espirales de humo y el animado perfil del lector de ensayos. Aquello parecía un templo secreto, un lugar destinado a extraños rituales. La garganta del joven parecía constreñida por la mezcla de agitación y tabaco. Sobre su cabeza se alzaban las torres de estanterías. Vio una mesa con un rollo de papel amarillento y una cinta, con lo que evidentemente se envolvían los libros. Pero no había señales del dependiente.

<<En efecto, este lugar podría estar encantado quizás por el encantador espíritu de Sir Walter Raleigh, patrono de los fumadores, pero no por la presencia de sus propietarios, según parece>>, pensó.

Mientras buscaba entre los rincones vaporosos y azules de la tienda, sus ojos repararon en un círculo lustroso que emitía un extraño brillo, similar al de un huevo. Era algo redondo y blanco que brillaba bajo el resplandor de una lámpara colgante, una isla resplandeciente en medio de aquel turbio océano de humo. El joven se acercó y descubrió que se trataba de una cabeza calva.

Aquella cabeza, comprendió entonces, era el remate de un hombre bajito y de ojos penetrantes, bien recostado sobre el respaldo de una silla giratoria, en una esquina que parecía ser el centro neurálgico de aquel establecimiento. El enorme escritorio estaba cubierto por montículos de libros de todas clases, junto a latas de tabaco, recortes de periódicos y cartas. Una vieja máquina de escribir, que tenía un cierto aire de clavicordio, se hallaba medio enterrada bajo las hojas de un manuscrito. El hombrecito calvo fumaba su pipa y leía un libro de cocina.

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<<Si duda alguna, tener una libreria de segunda mano es una labor muy, humilde, pero, al menos en mi imaginación, he conseguido mezclarla con una pizca de gloria. Verá usted, los libros contienen los pensamientos y los sueños de los hombres, sus esperanzas y empresas, y sus personajes inmortales. Es en los libros donde casi todos aprendemos lo increíblemente valiosa que es la vida. Yo nunca me había dado cuenta de la grandeza del espíritu humano, de la magnificencia indomable del espíritu hasta que leí la Areopagística de Milton. Leer ese formidable estallido de cólera ennoblece hasta al más vil de los seres humanos, simplemente porque pertenecemos todos a la misma especie animal que Milton. Los libros son la inmortalidad de la raza, el padre y la madre de casi todo lo que vale la pena ensalzar en nuestros corazones. ¿Acaso divulgar los buenos libros, sembrarlos en las mentes más fértiles, propagar el entendimiento y el cuidado de la vida y la belleza no es una tarea lo suficientemente elevada para un hombre? El librero es el auténtico hombre valeroso que lucha por la verdad.>> Luego prosiguió. <<Ésta es mi sección de libros de guerra. Aquí conservo casi todos los libros realmente buenos que la guerra ha dado a luz. Si la humanidad es lo suficientemente sensata como para memorizar las enseñanzas de estos libros, nunca más volverá a caer en el desastre. La tinta de la imprenta libra una batalla contra la pólvora desde hace muchos, muchos años. La tinta corre con cierta desventaja, porque es posible hacer volar en pedazos a un hombre con pólvora en medio segundo; en cambio para hacer volar con un libro hacen falta veinte años. Y pese a ello, la pólvora se destruye a sí misma con su víctima, mientras que el libro puede seguir explotándose durante siglos. Ahí está Dinastías de Hardy, por ejemplo. Leer ese libro te vuelve la cabeza. Te deja boquiabierto, enfermo, mareado. Oh, ¿no es placentero sentir cómo se infiltra un intelecto realmente puro en nuestra mente? ¡Duele! Hay suficiente TNT en ese libro para erradicar la guerra de la faz de la tierra. Lo malo es que la mecha es demasiado larga. Todavía no ha explotado de veras. Quizás no explote hasta dentro de cincuenta años más.

Paul Nizan (Los perros guardianes)

DEFENSA DEL HOMBRE

Se ha realizado así un tipo de hombres que, mientras estudian filosofía, están de guardia por la noche empuñando un fusil, que discuten los problemas más altos y, una hora más tarde, cortan leña, que trabajan en las bibliotecas y que trabajan en las fábricas.
N. BUJARIN
Teoría del materialismo histórico



Entre los innumerables problemas que se plantean por sí mismos, elegir aquellos cuya solución interesa al hombre, este es el mérito de la sabiduría...
INMANUEL KANT
Sueños de un visionario 1766

Hay en la actualidad lo que se denomina una crisis en el mundo. Es como estos grandes acontecimientos epidémicos que se producían en la Edad Media y que atravesaban los países. Y todos los hombres conocían el miedo.

Esta crisis llegó precisamente cuando el mundo se sentía de nuevo próspero y confiado, sin que la presagiaran esos cometas con forma de espada o de llama que los astrólogos saben ver. No hubo signos de anunciación en plena naturaleza: el acontecimiento solo concierne a los hombres, sus máquinas, sus mercancías, sus monedas, sus Estados y sus ideas. Hemos llegado al tiempo en que los hombres son definitivamente la tierra, y ya no se forman los signos naturales para avisarlos, como en tiempos de César.

Todas las hormigas del espíritu comienzan a ponerse en movimiento, despertadas por fuertes golpes que sacuden los corredores limpios y bruñidos por los que estaban acostumbrados a subir y bajar con sus hatillos de pensamientos. Los pensadores, los políticos, los profesores de economía, los diplomáticos, los banqueros y aquellos a quienes los halagadores llaman capitanes de industria se reúnen y descubren que no todo funciona en el mundo como quisiera el orden de las naciones y como exige el beneficio. En el lugar por mucho tiempo seguro del orden, en el lugar de ese reposo donde respiran igualmente las sociedades y las personas, advierten la entrada del desorden, la llegada de las catástrofes. Esta visible anarquía es una preocupación para su porvenir y un escándalo según su razón.

Las existencias de mercancías quedan apiladas por los rincones como montones de guijarros. Los casos de café se arrojan al mar. El trigo arde en el fogón de las calderas. Los elevadores del pool canadiense se yerguen tan en vano como las pirámides de Gizeh. Los precios del bushel de grano se derrumban como piedras. Grupos de parados vagan a lo largo de Michigan Avenue. Cuadrillas de granjeros arruinados van a desvalijar las tiendas de comestibles en las pequeñas ciudades adormiladas del Medio Oeste. La policía carga contra los desempleados de Tokio. La policía aguarda con ametralladoras y gases a los huelguistas negros de Pensilvania. Grupos armados se tirotean por las esquinas de las calles alemanas. El oro se hincha como los humores de un absceso en las reservas americanas y francesas. Los guardias móviles encabritan sus caballos ante las barricadas de las Longues Haies. Los policías amontonan en sus camiones a los parados que ensombrecen la explanada de los Inválidos. Los bancos caen como lobos. Las multitudes de la India se rebelan contra el poder del Imperio y las porras de sus policías. Las cifras de venta de las tiendas de lujo bajan como el número de los automóviles americanos. Los campesinos de Andalucía se aferran a la tierra bajo el fuego de los aviones socialistas. Miles de hombres combaten en Glasgow. Los marinos de la flota del Atlántico cantan Bandera Roja. Hay promesas de revuelta en varios puntos preocupantes de la tierra. ¿Soportarán por mucho tiempo las multitudes anamitas los asesinos pagados por la democracia? Se celebran inútiles conciliábulos entre los enviados de las naciones. Los obuses japoneses incendian las aldeas chinas. A algunos comienza a parecerles seductor el rostro de la guerra. Los fabricantes de armas toman el mando.

En esta atmósfera de enfermedad algunos hombres reflexivos, de estos hombres que mandan, intentan recobrar esa antigua salud y su antiguo confort y esa seguridad del mañana a la que llamaban civilización occidental. Escriben libros e informes, pronuncian sermones, convocan conferencias y parlamentos y explican casi todo lo que ocurre por diversas locuras curables y por diversas opiniones falsas y corregibles de los hombres. Piensan que la modestia debe suceder al orgullo, el ahorro al gasto. El desorden ha derribado la serenidad y la seguridad de los poderes espirituales. Los poderes buscan ese bienestar perdido.

Gilles Dauvé y Karl Nesic (Más allá de la democracia)

Incluso en países inmersos en debates cada vez más mitigados, nada excluye la posibilidad de una deriva hacia regímenes dictatoriales en mayor o menor grado, pero esos regímenes serían tan diferentes del totalitarismo nazi como este mismo difería de la masacre de los communards. Tras asegurarse un control sin precedentes sobre el hombre común, el Estado moderno domina lo esencial y deja un espacio inofensivo para la libertad de expresión y, dentro de ciertos límites, de asociación. Ya no se trata, como hacia Mussolini o Hitler, de instaurar un estado de excepción permanente, de prohibir toda crítica, sino solo sus desbordamientos. Los Estados Unidos de después de septiembre de 2001 definen mejor que la Alemania nazi los trazos de las futuras dictaduras contemporáneas. El despotismo legal es terrible, lo sabemos desde hace dos siglos. Mientras se asegure el dominio del ámbito social, la democracia no tiene necesidad de ocupar la totalidad del terreno político, y no tiene problema en acomodar a una oposición neutralizada. Golpea, da miedo, y ahí se detiene. No vive en estado de sitio, sino de disponibilidad, de una capacidad de reacción brutal si llega a ser necesario, pero siempre gradual. En los países más industrializados, la dictadura, donde se acabe imponiendo, tendrá cuidado de no eliminar el juego democrático. No solo pondrá la asistencia social al servicio del control social, reduciendo la diferencia entre un maestro, un educador, un mediador, un policia de proximidad, un juez e incluso un militante asociativo, todos convertidos en <<agentes de seguridad>>, sino que conservará formas de consulta popular de las que el fascismo no mantuvo casi nada, y que el estalinismo convirtió en una farsa.

Incluso el estado de derecho más tolerante recoge en la ley la posibilidad de suspender los derechos democráticos en el interés superior de la democracia. En caso de peligro para el orden público, la policía y los jueces harán el uso más extenso del arsenal represivo existentes. Si la ley no es suficiente, habrá decretos para completarla, y si es necesario se irá incluso más allá.

El Estado fuerte ha madurado mucho desde 1914. En caso de crisis, le bastará con desarrollar en el interior del país potencialidades que hoy solo utiliza contra sus enemigos externos, y que revelan periódicamente una desmesura policial inscrita en la lógica de la propia institución: no fue una policía fascista quien se entregó de pleno a la masacre de octubre del 61 en París, ni a las palizas de Génova 2001.

En 1968, De Gaulle no habría enviado directamente los tanques contra las multitudes de estudiantes. Si la huelga se hubiera prolongado y radicalizado, se habría encomendado al ejército la misión de garantizar los servicios públicos y, en nombre del interés general de todos, los militares habrían ocupado los centros de distribución, los depósitos y estaciones de ferrocarril, los aeropuertos, las centrales eléctricas, algunas empresas clave, y la calle, para meter presión, para separar a los contestatarios de la mayoría respetuosa del orden sindical. Entonces, solamente entonces y solo si hubiera sido necesario, el Estado habría agolpado a los izquierdistas en en estadio, como pasó en Santiago en el año 1973. En Chile y Uruguay, los militares llevaron a cabo detenciones en masa una vez derrotadas las luchas sociales, gastadas por la democracia y las fuerzas de la izquierda.

Hobbes escribió hace tres siglos: Cuanto más nos protege un poder contra las injusticias y los abusos, más vulnerables somos ante la fuerza de ese poder. El Estado me defiende de mí mismo. Al preguntarse en 1849 <<Qué especie de despotismo debemos tener>>, Tocqueville dice temer menos a los tiranos que a los "tutores", que disponen de medios de vigilancia y presión sin igual en las tiranías pasadas. Aquel que se da derechos que puede y quiere defender por medio de la acción colectiva ha hado un paso hacia la libertad. Pero aquel al que protege una autoridad superior no es libre.

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Todo sistema político necesita enemigos, pero la democracia los necesita más que ningún otro. Indisolublemente ligada a la idea de progreso, la democracia se presenta, y en cierta medida vive realmente, en un estado de mejora continua. Para eso hacen falta estimulantes, a veces incluso repelentes, ya sean perfectamente creíbles (Hitler) o lo sean muy poco (Le Pen).

Forma política ideal del capitalismo, la democracia ejerce un imperio inevitable sobre el espíritu público, incluso entre los proletarios. La crítica de la democracia, como la crítica del asalariado (una no puede ir sin la otra) supone (y supondrá) luchas que permitan ver en ella algo más que insuficiencias.

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