David Hernández de la Fuente (El hilo de oro) Los clásicos en el laberinto de hoy

En en estado de excepción el individuo cede parte de sus libertades en aras de un bien mayor, pero como vio Agamben en su Homo sacer, no debemos bajar la guardia, pues en los últimos años el aumento del poder de los gobiernos para tiempos de crisis —más o menos justificadas— ha sido directamente en detrimento de los derechos y garantías. Piénsese en el uso de diversos lemas para ello, ayer y hoy. Por ejemplo, la War on Terror de la administración Busch en Estados Unidos justificó flagrantes violaciones de derechos en Irak, Afganistán o Guantánamo. El riesgo es que, so pretexto de la seguridad, el ciudadano no solo ceda su propia libertad sino que abdique de muchos principios democráticos y le pasen inadvertidas —o directamente tolere— aberraciones como los juicios sumarísimos, la tortura, la delación o la violencia extrema, entre otras cosas. 

En suma, el estado de excepción se configura como una irrupción de lo necesario en el orden jurídico, pero la problematización de sus límites y regulación es, como en la época de la política clásica, lo más urgente. Y no solo en la filosofía, sino especialmente en la conciencia ciudadana. Los mecanismos de control constitucionales de los regímenes de excepción —que conocemos bien gracias al recurso constante al estado de alarma en las democracias parlamentarias durante la pandemia del coronavirus— no son garantía total para evitar abusos puntuales que debemos esforzarnos por identificar a la primera ocasión. Por ello, la reflexión histórica y filosófica sobre casos como los mencionados —desde la democracia ateniense y la República romana a los Estados de las revoluciones burgueses— es fundamental para no incurrir en ningún riesgo de que las decisiones del sujeto de soberanía atenten contra lo que constituye la esencia de Occidente desde el alba de la democracia antigua: las libertades individuales. Sin embargo, ha habido intentos de utilizar los logros y los modelos de la antigüedad a lo largo del siglo XX, durante el tristemente célebre periodo de los totalitarismos. 


CONTROL SOCIAL: DEL PANÓPTICO A LAS APPS

Hay una añeja pretensión en la historia política de la humanidad que consiste en el control absoluto de los individuos por parte de los poderes del Estado. Gobernantes de muy diversas épocas han sometido a estrecha vigilancia a sus súbditos mediante diversas estrategias de dominio que consistían sobre todo, en primer lugar, en recopilar información acerca de sus movimientos y de sus posibles intenciones: dónde han estado, qué han leído, qué han comido y qué han afirmado en alguna ocasión particular, en público o en privado. Luego se intenta disciplinar su comportamiento para hacer que se adecúe a lo que el gobernante cree necesario y, por último, se castigan las contravenciones de las normas o expectativas sociopolíticas. Información exhaustiva, control vigilante y castigo ejemplar suelen ser tres componentes básicos de este viejo sueño del poder. Hoy día, las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías han superado los sueños de cualquier tirano de la antigüedad o el medievo. El debate sobre las técnicas de control ciudadano por el teléfono móvil, al hilo de la pandemia del coronavirus, recuerda que los inicios de la obsesión moderna por el control social se relacionan con el estado de excepción provocado por guerras o enfermedades, que proporcionan la excusa ideal para intervenir, como un cirujano, desde el cuerpo político en el cuerpo ciudadano. 

«He aquí, según un reglamento de fines del siglo XVIII, las medidas que había que adoptar cuando se declaraba la peste en una ciudad. En primer lugar, una estricta división espacial: cierre, naturalmente, de la ciudad y del "terruño", prohibición de salir de la zona bajo la pena de la vida [...] división de la ciudad en secciones distintas en las que se establece el poder de un intendente. Cada calle queda bajo la autoridad de un síndico, que la vigila; si la abandonara sería castigado con la muerte. El día designado, se ordena a cada cual que se encierre en su casa, con la prohibición de salir de ellas so pena de la vida [...] Cada familia habrá hecho sus provisiones [...]. Cuando es preciso en absoluto salir de las casas, se hace por turno, y evitando todo encuentro. No circular por las calles más que los intendentes, los síndicos, los soldados.»  ¿Nos suena este escenario apocalíptico? Así describe Michel Foucault en su ya citado libro Vigilar y castigar el reglamento de Vincennes durante la peste. Lo característico de la Edad Moderna, para el filósofo francés en su libro emblemático sobre el control social, se ve en episodios como este: muy lejos, conceptualmente, de las epidemias antiguas o medievales, aquí los confinados no son los enfermos sino el resto de la población, sobre la que el poder aprovecha para ejercer una vigilancia y dominio absolutos. Es precisamente el énfasis en la inspección continua del individuo por parte del poder lo que está también hoy en tela de juicio, cuando las autoridades sanitarias plantean el control físico, geográfico y clínico a través del móvil: quién ha sido infectado o vacunado, quién en contacto con quién, y quién está en cada lugar, si es donde debe o no. Todo en aras de la salud pública, pero dando un salto exponencial en la obsesión moderna por la vigilancia y el disciplinamiento de los individuos. ¿Dará el Estado otro paso hacia el control de las comunicaciones, la información o el pensamiento? 

No es inusual situar en el siglo XVIII el comienzo de la fiebre por el control de la sociedad en los nuevos Estados que, sobre las ruinas del Antiguo Régimen, se van construyendo sobre el legado de la filosofía clásica. Uno de los pensadores clave fue el inglés Jeremy Bentham, que revolucionó con su «utilitarismo» —cifrar la medida del bien y el mal en la mayor felicidad de la mayoría de las personas— la filosofía política y jurídica. Suya es la idea cuya puesta en práctica fracasó pero que ilustra sobre el origen del moderno control social: el Panóptico, un modelo de prisión donde los vigilantes no pueden ser vistos pero los presos viven con el terror de estar permanentemente vigilados mientras cumplen con los trabajos que se les han encomendado. Aunque nunca fue construido, el Panóptico tuvo una enorme influencia, como vio Foucault, como paradigma de instituciones disciplinarias posteriores. Estaba concebido como una construcción en círculos concéntricos con una torre central de vigilancia y un sistema de iluminación que permitía que la luz atravesara las celdas, de forma que bastase situar un vigilante en la torre central y encerrar en cada celda a un condenado, un confinado o un enfermo para tenerlo totalmente controlado. El sueño del filósofo Bentham —pero también de cualquier gobernante absoluto anterior— hubiera sido el smartphone

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