Jean-François Braunstein (La filosofía se ha vuelto loca) Un ensayo políticamente incorrecto

¿UNA MUERTE«DIGNA»?

El entusiasmo contemporáneo por una muerte administrada por un Estado omnipotente a cuyo servicio estaría el médico reúne todos los ingredientes para el asombro. O sea, que el último momento de nuestra vida que aún no había sido socializado ha de ponerse ahora en manos de un supuesto comité de ética compuesto por filósofos desocupados o médicos jubilados, encargados de decidir quiénes de nosotros deben vivir o morir. La muerte ya no tiene nada de sagrado y solo es un problema técnico sobre el que podrá pronunciarse cualquier comité de «expertos». Con la eutanasia se trata de borrar radicalmente la dimensión trágica de la vida, en un movimiento que una neurocirujana, Anne-Laure Boch, califica acertadamente como «nihilista»: «La eutanasia, con todo lo que supone de cobardía frente a la vida, de complacencia hacia una utopía que desvaloriza lo real y de fantasma todopoderoso», le parece «el colmo del nihilismo tal y como Nietzsche nos enseñó a detestarlo». Y añade que ese «nihilismo militante» es aún más odioso en aquellos cuya misión es cuidar de los enfermos, no acabar con ellos». Lo cual explica sencillamente por qué los médicos no suelen ser grandes entusiastas de la eutanasia. 

Como es natural, esto no tiene nada que ver con la decisión de poner fin a la propia vida, que es eminentemente respetable sean cuales sean las razones. Cuando el playboy impecable que fue Gunter Sachs se enteró de que estaba aquejado de la enfermedad de Alzheimer, se fue a su casa, cogió un fusil y se suicidó. Asunto concluido. Se quitó la vida de la manera que le pareció más «digna».

La eutanasia en cambio se presenta como un «derecho» que tendría que ser instaurado con la máxima urgencia, nuevamente «la sociedad» sería la encargada de pronunciarse sobre un asunto que solo concierne a cada uno de nosotros. El único momento de la vida que hasta ahora escapaba a la mano todopoderosa del Estado tendría que ser socializado también. Ni que decir tiene que el coste del cóctel letal correría a cargo de las Seguridad Social...

La pregunta a la que habría que responder con extrema sutileza y legislar con la máxima urgencia es si hay que acortar la vida de las personas gravemente enfermas que hayan expresado previamente su deseo de no morir indignamente y que ya no estén en condiciones de suicidarse o decidir por sí mismas su forma de morir. «La Asociación por el Derecho a Morir Dignamente», los profetas de la muerte socializada, los «doctores muerte», como el ilustre Jack Kevorkian en Estados Unidos, los filósofos a la Peter Singer, quieren por todos los medios que sea posible a los médicos procurar esa muerte «de confort», digna y apacible. Solo que las cosas no son tan simples y nos es seguro que sea tan deseable morir a la manera del «último hombre». 


«MUERTES SOSPECHOSAS»
LA REDEFINICIÓN DE LA MUERTE

Hace unos cincuenta años surgió en Occidente una nueva definición de muerte que introducía la noción de «muerte cerebral». Apareció en Estados Unidos y rápidamente se extendió por el mundo entero sin encontrar gran resistencia, excepto en Japón.

Como se ha señalado en repetidas ocasiones, esta reformulación está directamente relacionada con las técnicas de transplantes de órganos y tiene bastantes consecuencias científicas y médicas, pero también éticas. Más allá de la eutanasia, la pasión mórbida de nuestra época por una muerte «digna» no podía encontrar terreno mejor abonado que la cuestión de los límites de la muerte. También este asunto va a darnos que hablar, pues detrás del aluvión de buenos sentimientos «solidarios» y «ciudadanos» se perfilan perspectivas mucho más inquietantes que, como en el caso de la eutanasia, nos llevan directamente a las películas más «gore» del terror contemporáneo. 

Tal enfoque tiende a considerar la muerte como un problema técnico para el que es posible aportar respuestas técnicas. Es lo que señala el reciente libro de Yuval Noah Harari, que describe de este modo el futuro de la humanidad: «Incluso la gente corriente no implicada en la investigación científica se ha acostumbrado a pensar en la muerte como un problema técnico». Antes, la »muerte tradicional» era cosa de «curas y teólogos», «ahora han tomado el relevo los ingenieros». 

Pronto venceremos a la muerte, claman determinados tecnoprofetas transhumanistas californianos, como Robert Freitas, que explica que es preciso acabar con el «holocausto humano» «que es eso que llamamos muerte natural». Bien sea de amanera definitiva mediante manipulaciones genéticas o técnicas (por ejemplo, diversos procedimientos como la restricción calórica o la criogenización), bien sea de manera provisional o por medio de «piezas de recambio» que son los órganos provenientes del transplante (con los cuales es posible reparar un cuerpo envejecido), la muerte ya no debe considerarse un límite absoluto, un escándalo irremediable. Tal y como señala el psicoanalista Charles Melman, la muerte tiene que perder definitivamente su carácter trágico. A partir de ahora pasa a formar parte de la «categoría de accidente». 

[...] Como señala sobriamente Margaret Lock, esta segunda razón es «de mal augurio». ¿No habremos adelantado el límite de la muerte para procurarnos órganos en buen estado? ¿Abre esta definición la vía de una presión continuada que, so pretexto de una «penuria» de órganos, pretende hacer llevar todavía más allá el cursor de la muerte? Una de las posibilidades de lo que se avecina, que Margaret Lock ve perfilarse en lontananza, es una nueva definición más precoz de la muerte mediante una «muerte neocortical» que afectaría simplemente a los centros del cerebro anterior y no al tronco cerebral. Hoy sabemos que la extracción de órganos «a corazón parado» autorizada en Francia desde 2005 y cada vez más practicada, lleva a adelantar más todavía la definición de la muerte de una manera especialmente chocante en un terreno donde se producen «accidentes». O sea, que mucho cuidado con los body snatchers a lo Singer, los profanadores de cadáveres que van a procurarse órganos en los «muertos cerebrales» cada vez más lesionados, que no están muertos en ninguno de los sentidos tradicionales del término. 

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