Un poco de contexto
Hace mucho tiempo que opino que el mundo avanza a pasos agigantados hacia una situación para la que he recuperado el término «estupidez sistémica» que algunos autores ya utilizaron hace unos años, aunque con un enfoque algo distinto del que encontrará usted en este libro. No se preocupe demasiado ahora por encontrar la definición exacta de ese término puesto que, a medida que vaya devorando páginas, empezará a hacerse una idea clara de cuál es mi «nueva teoría de la necedad colectiva» y a qué me refiero cuando hablo de la «estupidez sistémica».
En el fondo, las páginas que tiene ante sí son fruto de la impotencia o, si lo prefiere, de la ira contenida y la debilidad que te posee cuando te das cuenta en realidad de lo que ocurre a tu alrededor y de que puedes hacer poco por mejorar las cosas, por lo menos desde el punto de vista sistémico. Escribirlas es un intento como otro de seguir operativo como ser pensante si causar daño a nadie en un mundo en el que el pensamiento crítico, en mayúsculas, brilla por su ausencia. La claridad, descarnada en ocasiones, y el tono satírico empleado en esta obra, como empezará a hacerse evidente en los párrafos siguientes, no tiene otro objetivo que atraer su atención y llamarle a la reflexión. Le ruego sea paciente si, en algunos casos, la sátira puede herir su sensibilidad.
Le aseguro que creo que aquellas personas que mantienen un pensamiento crítico, de veras lúcido e independiente, basado en el empirismo y la observación profunda de los hechos, acerca de todo lo que ocurre a nuestro alrededor, a pesar de los pocos incentivos que, para ello, ofrece nuestra sociedad, merecen un reconocimiento muy especial que habitualmente, por desgracia, no suelen conseguir.
Jamás he sido demasiado religioso, aunque, lo confieso, en ocasiones me gustaría serlo. Tener Fe, pensar que hay algo más allá, creer en otra vida... Debo reconocer que tiene que generar cierta tranquilidad de espíritu y, he de ser sincero, envidio a las personas que poseen sólidas creencias religiosas. Estoy seguro de que son mucho más capaces de sobrellevar determinadas situaciones y de relativizar las cosas que el resto de los mortales.
Situándome en ese paradigma religioso, no paro de cuestionarme cómo deben de ser conceptos como el paraíso. Tal vez un lugar fantástico, donde se respira total felicidad, donde nadie debe esforzarse para vivir —probablemente porque tampoco esté uno vivo en el sentido puramente humano del término—, debe reinar un clima estupendo, sus moradores disponen de cantidades ilimitadas de cerveza, se disfruta de un sexo amoroso y desenfrenado y las paellas y otros manjares han roto todas las escalas de estrellas Michelin.
Sin embargo, esos pensamientos simplistas son los que me hacen recordar mi propia condición de estúpido irredento profundamente inherente a la condición humana y de la que, ni usted, estimado lector, ni yo mismo, podemos escapar con facilidad.
A ver ¿No nos habían enseñado de pequeños que son las almas de los pecadores las que van al paraíso? Si eso es así, ¿cómo puedo definir el susodicho paraíso en términos tan asquerosamente terrenales?
¡Usted ha visto alguna vez un alma? Me juego un dedo a que no. ¿Quiere eso decir que no existan las almas? En absoluto, tal vez existan, pero me juego otro dedo a que un alma no debe ser nada similar a nuestra figura terrenal y, si eso es así, ¿qué demonios pinta un alma echándose una siestecita al sol, fornicando o poniéndose ciega de cerveza? Imagínese a un ectoplasma, a un plasma o a lo que sea un alma haciendo esa serie de cosas... No cuela, ¿verdad?
Por eso, el paraíso debe ser algo diferente que no sabemos comprender. Tal vez algo más cercano a un espacio que acoge al pensamiento y a la esencia de los seres que pasamos a mejor vida, aunque me consta que algunos autores van más allá en sus elucubraciones. Tal vez el paraíso sea como un Think Tank de esos tan afamados en nuestra sociedad posmoderna —lo que ciertamente me haría dudar de la bondad de aspirar a tal paraíso—. Pero, permítame que no me meta en este tedioso debate y me quede con esta hipótesis: que el paraíso acoge a la esencia de los seres, a su pensamiento.
La segunda cuestión que afecta al tal paraíso es quién tiene derecho a morar en él. Se dice que las personas buenas, las que no han pecado, aunque eso me parece prácticamente imposible. o aquéllas que, habiendo pecado, se han confesado debidamente y han pagado una penitencia por sus errores. En fin, no sé muy bien cuál de esas opciones será la cierta, pero lo suyo sería que al paraíso fueran las almas de gente que verdaderamente ha hecho cosas singulares y difíciles en el tiempo en el que les tocó vivir, gente que hubiera contribuido a cambiar las cosas para bien y de manera radical.
Imagínese por un instante que existiera una especie de paraíso VIP, en clave Think Tank con servicios especiales y tarjeta platino para aquéllos que, pese a poder haber sido un poco cabroncetes en su día a día, hubieran contribuido en positivo a reformar la manera de ver el mundo.
Imagínese ese paraíso VIP con las mentes más preclaras, y seguramente incomprendidas que el mundo ha dado. El paraíso de los librepensadores.
En él seguramente encontraríamos nombres que han estado detrás de la inspiración del libro que tiene entre sus manos. Nombres como Erasmo de Rotterdam, Galileo Galilei, Carlo Cipolla, John Stuart Mill, Ray Bradbury, Hanna Arendt, George Orwell, Ayn Rand, Aldous Huxley, Jonathan Swift, Adam Smith y otros muchos, también personas de a pie, como usted o como yo.
Pero tampoco me gustaría ser demasiado purista. Es posible que alguno de los moradores de este especial paraíso no fuera en vida precisamente una hermanita de la caridad. Imagínense el caso de Galileo Galilei (1564-1642). Tal vez el hombre era un tipo normalito y hasta un poco borde que, cuando no le miraba nadie, no recogía las cacas de su pero, que tiraba los tratos a la vecina o que sisaba en la tienda del barrio de vez en cuando. Como supondrá, jamás conocí al eminente hombre del Renacimiento y no puedo asegurar nada sobre su carácter y su vida personal pero la historia nos recuerda que, en su tiempo, siglos XVI y XVII, consiguió demostrar, entre otros logros científicos, que la Tierra giraba alrededor del Sol.
No se ría, que a usted ahora eso le parece obvio, pero en la época del tal Galileo, defender esa idea era ir totalmente contracorriente, arriesgarse a ser tachado de hereje y a sufrir el total desprecio de los bienpensantes de la época y del resto de la aborregada sociedad del momento que, como a lo largo de todos los siglos de la historia de la humanidad, suele aliarse, totalmente abotargada, con los que cortan el bacalao para que las cosas nunca cambien en demasía.
Hoy en día, gracias a sus muy diversas contribuciones a la ciencia, Galileo es considerado como el padre de la física y la astronomía moderna. Sin embargo, el matemático y astrónomo italiano pasó buena parte de su vida bajo arresto domiciliario por defender una teoría en aquellos momentos arriesgada. Desde una perspectiva científica multidisciplinar y holística, que la Tierra y otros planetas, giraban alrededor del Sol. Es decir, el heliocentrismo. La mayor parte de sus coetáneos, que defendían el geocentrismo, es decir, que el universo giraba alrededor de la tierra lo despreció y lo expulsó de la sociedad [...]
Elogio a una palabra: gilipollas
En el ecuador de esta obra y cuando estamos a punto de adentrarnos en una parte crítica de la misma, creo que es bueno ralentizar un poquito nuestro viaje por la estupidez que domina la época en que vivimos y dedicar un breve espacio a rendir un merecido homenaje a una de las palabras más bellas, al menos a mi juicio, de la lengua española. La palabra gilipollas.
Le invito a usted a que se sume a mí en un breve viaje sensorial por esta palabra. Me gustaría que llegara usted a amarla tanto como la amo yo. ¡Qué belleza! ¡qué sonoridad! ¡qué versatilidad! ¡qué amplitud de significados!
No es una palabra normal. Es una palabra única. Da igual que usted la pronuncie en voz alta o que tan sólo la piense. Siempre tiene una sonoridad especial, con un desprecio ancestral. Por favor, pronúnciela usted conmigo. Primero póngale un énfasis profundo a la «g». Alárguela. Pronuncia una «ggggg», lo más gutural y profunda, que le salga del fondo de la garganta. Practíquelo una o dos veces: «ggggg», «ggggg», luego déjese llevar. De alguna forma, como si ese «ili» no estuviera, pero estando. Ahí se sienten, se adivinan las letras dentro de la solemnidad de la palabra. Son importantes, aunque estén parcialmente escondidas. Como una buena pieza de jazz, ejercen de puente necesario hacia la parte final de esa joya de la lengua que es la palabra gilipollas. Notará usted que su lengua se encara en ese momento hacia la «po», y lo hace con contundencia, con decisión. Sabe que llegamos a un momento culminante y acentuará y alargará ligeramente esa «o» para darle el sentido épico que su afirmación requiere. Y se plantará usted en un intenso «gggggiliPÔ...» que nos abre la puerta hacia la única posible conclusión de este monumento a la lengua: el tesoro que atesora la palabra y la intención con la que se pronuncia, y que concluye en ese «llasss...», bajando la intensidad y arrastrando levemente la «s» como si quisiera usted hacer chitón a alguien. Piense en alguien a quien usted considere un verdadero gilipollas y repita conmigo, con intensidad, con intención, siguiendo las reglas de pronunciación que acabo de compartirle: «gggggiliPÔllasss...», «gggggiliPÔllasss...». ¿No es magnífico? Seguramente el que usted la repita una y otra vez no resolverá sus problemas. La persona a la que usted ha dedicado esa contundente palabra seguirá siendo un gilipollas, seguramente le habrá jodido a usted bien y todavía le debe doler el espinazo, pero ¿a que se siente usted mejor?
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