AUTOANÁLISIS Y DOMINIO DE SÍ MISMO
Uno de los aspectos que más llaman la atención cuando leemos a los estoicos son sus conocimientos de psicología. Ya hemos apuntado alguno. Como en otros ámbitos, llegaron más lejos que otras escuelas. Percibimos una gran preocupación por las enfermedades del ánimo, así como notables observaciones sobre sus posibles terapias. El primer hallazgo es la existencia de una salud del espíritu que es preciso cuidar: «Teníamos conocimiento de la salud del cuerpo, por ella hemos deducido que existe también la salud propia del alma».
Leyendo a Séneca, tenemos la impresión de que intuía la existencia del subconsciente. Por ejemplo, cuando nos habla de las inquietudes nocturnas. El filósofo, liberado de las pasiones que agitan el alma, aunque esté rodeado de un inmenso alboroto, se refugia en sí mismo y se aísla del ruido externo. Sin embargo, el rico propietario que ordena el silencio absoluto en su hacienda es incapaz de conciliar el sueño: «Se revuelve de un lado a otro tratando de conseguir un ligero sueño que ataje sus inquietudes, y se lamenta de haber oído lo que en realidad no oye». En otra epístola, Séneca, endurecido en los vicios, que pretende enmendarse recibiendo instrucción filosófica. Lucilio le asegura que desea eliminar sus vicios y Séneca responde: «No lo creas. No digo que te engañe: él cree que lo desea».
Cualquier psicólogo señalaría al subconsciente como causante de que el rico hacendado oiga sonidos inexistentes y de que el vicioso amigo de Lucilio crea desear lo que en realidad no quiere. Pero no fue Séneca, sino Freud quien le puso nombres y quien intentó desarrollar adecuadamente las consecuencias individuales y sociales de un hallazgo tan decisivo. La sociedad reaccionó airada contra tal hallazgo, asustada de las consecuencias que podría acarrear, y negó la existencia del subconsciente hasta donde pudo. Solo en casos extremos, digamos terapéuticos, se admite, cuando en realidad condiciona absolutamente el comportamiento individual y social.
Si seguimos leyendo las cartas de Séneca, encontraremos otros aciertos singulares. Por ejemplo, cuando advierte a su interlocutor sobre la imposibilidad de controlar las reacciones instintivas. Ni siquiera los más sabios pueden conseguirlo porque tales reacciones escapan al domino de la razón. Hasta el más virtuoso «se estremece ante lo imprevisto. Esto no responde al temor, sino a una sensación natural que la razón no puede controlar». O cuando descubre el comportamiento habitual de un colérico: «Observa y verás», escribe a Lucilio, «cómo los mimos individuos que ríen con gran satisfacción, en breves instantes rabian con gran violencia». O cuando defiende que la adversidad nos hace más sensatos, porque «la buena suerte y la cordura» en muchas ocasiones no se llevan bien.
También encontramos en Epicteto un pasaje interesante cuando se refiere a los efectos que las personas están dispuestas a confesar: «Nadie reconocerá que es un insensato. Los tímidos reconocen que lo son; nadie reconocerá ser incontinente ni injusto». Están dispuestos a confesar aquello que imaginan es involuntario; pueden declararse celosos, «pero la injusticia jamás se la imaginan involuntaria». Se divierte Epicteto presentado la incongruencia humana. Y como siempre, apunta al daño que hacen las costumbres sociales, que impiden ver la realidad.
CONTRA LA RIQUEZA, CONTRA EL PODER Y LA FAMA
Uno de los tópicos más repetidos en las obras de los escritores grecolatinos es el rechazo a la avaricia, tanto como las agrias críticas contra vanidosos y soberbios. Es evidente que, en estos puntos, las doctrinas casi coincidentes de las distintas escuelas filosóficas consiguieron calar en la conciencia de muchos escritores notables de la Antigüedad. No parece, sin embargo, que el singular esfuerzo conjunto de literatos y filósofos tuviera éxito popular excesivamente relevante. La sociedad romana en la que transcurrió la existencia de nuestros filósofos vivía, como la nuestra, «enganchada» al deseo de dinero, gloria, poder y fama.
Epicteto estaba convencido de que era imposible que los no iniciados en estudios filosóficos fueran capaces de comprender las razones que desaconsejaban el afán de tales cosas. Desde su nacimiento, el romano corriente recibía el mismo mensaje nítido y machacón que reciben nuestros hijos: había que ser tan influyente e ilustre cuanto se pudiera. De poco iba a servir el curso estoico, empeñado a su vez en demostrar que tales cosas no son bienes ni males.
EL RECHAZO DE LAA CODICIA Y DE LA AMBICIÓN
El más rico es el que no necesita nada
Epicteto exhortaba a sus discípulos a no desear lo que no tenían, que supieran rechazar el deseo de poseer lo que la fortuna no había tenido a bien concederles. Iba, incluso, un poco más allá: cuando una cosa nos era arrebatada, teníamos que devolverla con facilidad, agradecidos por el tiempo que la había usado. El deseo de riquezas y honores era propio de una mentalidad ineducada e infantil. En sus Disertaciones, compara, como ya vimos, la actitud de los adultos que se afanan por ocupar cargos con la de los niños que pelean por la nueces que se arrojaban en las celebraciones.
Con tono burlón que caracteriza en ocasiones su discurso, narra a sus discípulos una anécdota que vivió en casa de su amo, Epafrodito. Un amigo de aquel se abrazó a sus rodillas suplicante, diciendo que estaba en la miseria porque «solo» le quedaban un millón y medio de sestercios, suma importante en aquellos tiempos. Epafrodito, en lugar de reír como lo hicieron los alumnos del filósofo, mostró su consternación por el amigo con estas palabras: «Pobre, ¿cómo te lo callabas?, ¿cómo lo soportabas?
Existen en todos los filósofos un cierto empeño en demostrar que no es pobre el que tiene poco, sino aquel que no se conforma y siempre ambiciona más. Para Musonio, la cuestión es controlar la ambición, no envilecerse con el dinero y «habituarse a necesitar poco». Para Séneca, el codicioso es un «alma enferma». Séneca, traslada una cita de Epicuro al respecto: «Para muchos haber adquirido riquezas no constituye el fin de la miseria, sino un cambio en ella». El avaro seguirá con su enfermedad, porque la codicia no surge para saciar una necesidad. De qué sirve acumular muchos dormitorios, si al final dormitorios en un solo. «No es vuestro el aposento en el que no habitáis», escribe Séneca a Lucilio.
El filósofo de Córdoba estaba convencido de que, en tiempos remotos, la concordia entre los hombres hacía posible encontrar a un pobre dentro del linaje humano. Fueron la avaricia y la ambición las que quebraron la solidaridad entre los hombres y las causantes de la pobreza. Pensaba Séneca que la codicia había provocado la disolución social e incluso convirtió en pobres a los más ricos, «pues dejaron de poseerlo todo al quererlo poseer como un bien particular».
Séneca parece apuntar a la necesidad inherente al ser humano de compartir. Algo que normalmente suele verse como un acto solidario o generoso, pero que quizá responda más a un sentimiento propio de nuestra esencia, si es verdad como pensaban los estoicos, que los hombres somos tan sociables como las abejas. Necesitamos compartir los buenos y los malos momentos y también nuestras posesiones. Quien deja de compartir castiga a los demás y se castiga a sí mismo.
El oro, la plata y el hierro arruinaron la concordia entre los hombres: metales ocultos a nuestra vista, escondidos en lugares recónditos. Un aviso de la naturaleza, indicando que sería peligroso confiárnoslos. La naturaleza puso a la vista de todos los paisajes hermosos, pero ocultó «el oro y la planta y también el hierro, que a causa de los dos primeros nunca tare paz». Parece algo más que una inteligente metáfora de Séneca, pero de nada sirvieron en su tiempo sus observaciones y todavía seguimos sin «avergonzarnos en tener en el máximo aprecio aquellos objetos que se hallaban en el lugar más bao de la tierra. En nuestros días, hemos añadido al oro y la plata, el ansioso petróleo, también oculto en los más profundo de la tierra, causa de conflictos y ruina del equilibrio ecológico.
Escribe Séneca que la avaricia es un castigo en sí mismo; que el avaro sufre por el hecho de tener tal condición. « ¡Cuántas lágrimas!, ¡cuánta fatiga exige!» En contra de lo que pueda parecer, en numerosas ocasiones acumular ganancias puede ser el origen de nuestras desgracias. Entre los fragmentos de Musonio conservamos una anécdota reveladora en tal sentido. Al parecer el filósofo mandó que dieran mil monedas a un mendigo, de esos que se hacían pasar por filósofos. Sus discípulos le advirtieron de que se trataba de un impostor, «que no merecía nada bueno», aseguraban. Cuenta que Musonio digo sonriendo: «Entonces merece dinero».
También se repite a lo largo del epistolado de Séneca los denuestos contra los ambiciosos, como Alejandro Magno, que «después de vencer Darío y a los indos, se siente pobres. Busca tierras que conquistar, explora mares desconocidos». Sin embargo, como hemos comentado más arriba, en el mundo actual la ambición goza de buen cartel. Podríamos decir que los ambiciosos han sido un poco más allá: se esfuerzan en convertir en virtud lo que, sin duda, es un defecto. Es otra enfermedad, como la avaricia, porque el que posee mucho ambiciona más y nunca tiene lo suficiente.
Ya hemos hablado de Demetrio el cínico, el maestro de Séneca que daba sus charlas en una cueva. En una de sus cartas a Lucilio dice que es la compañía de este filósofo la que más le reconforta y con quien prefiere conversar. Gracias a él, a su discurso y a su ejemplo, Séneca pudo constatar que «para llegar a las riquezas el camino más corto es el menosprecio de ellas». A Demetrio nada le faltaba, porque despreciaba los bienes materiales. En realidad, pensaba que tales bienes son los que nos encadenan y esclavizan y que a cambio de conseguirlos entregamos gratuitamente nuestra libertad. Demetrio era un hombre verdaderamente libre, mucho más libre que el propio Séneca. Quizá por eso le admiraba tanto.
Una de las señas de identidad de la filosofía cínica es la renuncia a la propiedad. Recuerda Séneca la máxima de Estilpón: «llevo conmigo todos mis bienes», máxima atribuida a distintos filósofos y literatos. Recuerdo ahora una fábula de Babrio, «El caminante y la perra», que parece aludir al filósofo cínico que viajaba de pueblo en pueblo predicando su doctrina, con la barba y el manto corto y, en ocasiones, acompañado de un perro. En el relato de Babrio el caminante le dice a la perra que prepare sus cosas porque van a ponerse en camino y esta le responde: «yo ya tengo todo; eres tú el que estás tardando». Al perro, como al filósofo cínico, no le hace falta nada para emprender la marcha. Todo lo lleva consigo.
VIAJAR Y ANDAR EXTRAVIADO
Lección: Los viajes no nos hacen siempre mejores
En evidente que cuesta manejar con alguna sabiduría los momentos de nuestra vida y que nuestro paso por ella está marcado por una más que evidente irreflexión. Tampoco somos demasiado hábiles en lo que se refiere al manejo del espacio. Es espíritu nacionalista nos domina y en cualquier ciudadano del mundo cala con facilidad el orgullo patriótico que las autoridades nos inculcan. Nada queda de esa ciudadanía que preconizaba Sócrates y sus seguidores.
Paradójicamente, frente a ese sentimiento patriótico se ha extendido en la sociedad occidental una extraña pasón viajera. Dentro de las ilusiones y esperanzas que dominan nuestra existencia, los proyectos de viaje se han convertido en el summum de los deseos. Esa pasión viajera ya en tiempos de Séneca, afectaba, claro está, a las clases más acomodadas que podían permitirse un lujo semejante, y el sabio de Córdoba se pronuncia en contra de ella en sus Epístolas. Me pregunto qué opinaría de los que ocurre hoy en nuestra sociedad, sobre todo, en la española. Tengo la impresión de que muchas personas a mi alrededor viven para viajar. Como suele ocurrir, la pasión por los viajes y la aventura surge como un capricho burgués de personas más o menos aburridas y, luego, con una propaganda bien administrada, se va extendiendo al resto de la población.
Es curioso observar cómo la aventura, el carácter imprevisible de cualquier viaje, ha desaparecido. No es que en el transcurso del viaje dejen de ocurrir circunstancias positivas y negativas, es más bien que el viajero, que normalmente ha hecho una inversión efectiva y económica de gran tamaño, no puede permitirse el fracaso. El factor sorpresa ha sido suprimido y todos los viajes son maravillosos por decisión de cada usuario. Este fenómeno tan absurdo es, desde luego, propio de nuestros tiempos y está en consonancia con ellos. Basta con repetir un mensaje para que este cale en las masas. Sa trata de suprimir la crítica y hacer ver que tenemos el mejor estado de cosas y que la alternativa no es posible. Lo qué sí parecía existir ya en tiempos de Séneca era un cierto escapismo de ciudadanos que creían encontrar en el viaje una solución a sus problemas reales. Otra forma de estar atareado para no hacer frente a lo que nos enoja o entristece. En varios pasajes de su obra Séneca denuncia este comportamiento. «El viaje dará a conocer pueblos, te mostrará montes y extrañas figuras. No te hará ni más bueno ni más sabio». La misión esencial del ser humano es conocer lo honesto, distinguir qué es lo necesario y lo superfluo, mientras ignoremos esto ir a cualquier lugar «no será viajar sino andar extraviado».
En realidad Séneca pensaba que viajar constantemente es un síntoma de desvarío espiritual: «Estimula la inconstancia del ánimo que se halla muy enfermo y lo vuelve más inestable y ligero». El problema fundamental del que viaja es que lleva consigo sus pasiones y sus vicios y, por tanto, «andar de acá para allá no aportará ayuda alguna». Concluye Séneca el pasaje con su habitual ironía: «Para el enfermo hay que buscar un médico, no un país». Imagino que las reflexiones de Séneca sobre los viajes tuvieron escaso éxito en su tiempo y hoy, en nuestro mundo, tendría mucho menos. Al fin y al cabo, viajar no es más que otra tarea, una forma de pasar el tiempo para evadirse de la realidad, solo que en este caso lo hacemos ocupando, además del tiempo, nuevos espacios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario