Curtis White (El delirio de la ciencia) Grandes preguntas en una cultura de respuestas fáciles

No se trata tan solo de un problema para el conocimiento; se trata, básicamente, de un problema para la forma en que vivimos. Equivale a decir que el efecto social del tipo de ciencia que he estado analizando —ya se trate de la Gran Ciencia, de la ciencia popular, del cientificismo, o de una mezcla de las tres— es la creación de ideología. Una ideología es una afirmación repetida una y otra vez dentro de una cultura, hasta que parece alcanzar el estatus de naturaleza, y, por supuesto, todo lo que es «natural» debe ser obedecido. «La ciencia es bella», nos dicen: «Todo debe ser ordenado siguiendo los dictados de la Razón.» «El trabajo se vuelve creativo.» La ideología de la ciencia insiste en que no somos libres; somos expresiones químicas de nuestro ADN y de nuestras neuronas. No podemos desear nada porque nuestros cerebros actúan por nosotros. Somos como ordenadores, o sistemas, y la naturaleza también lo es. Por tanto, nadie debe sorprenderse de que nuestras vidas estén sistematizadas.

Naturalmente, entramos en estos sistemas desde muy jóvenes. Están: El sistema educativo, en especial ahora que muchas ciudades, como Chicago, se acercan peligrosamente a dejar simplemente la educación en manos de los «colegios concertados» y de la clase corporativa. El sistema universitario en el que se nos pide que «elijamos un grado», lo que, en realidad, significa que si queremos devolver ese crédito de estudios que nos prestaron, debemos encontrar un empleo. El sistema corporativo con su universo tipo colmena de cubículos, lugares adecuados para los drones de datos. E incluso el maravilloso y nuevo universo de la economía creativa de la alta tecnología, donde se supone que se encuentran todos los trabajos más emocionantes, que servirán para exprimir toda la rareza de los jóvenes bichos raros. Cuando aceptamos la naturalidad de los descubrimientos engañosos de la neurociencia, y cuando aceptamos el mundo al que ayuda a dar cobertura intelectual, nos convertimos en meras funciones dentro de sistemas. 

Dicho de otro modo, y aquí hay que hacer una nota de advertencia, el principal efecto social del cientificismo es hacernos sentir como en casa dentro de lo que Schiller llamó la «miseria de la cultura», ese momento distorsionado en que la humanidad «no es más que un fragmento.» El pecado social de la ciencia que he examinado es que tiende a frustrar la dialéctica de Schiller y a dejarla inmovilizada en esta miseria. Es la misma historia de siempre y Schiller la contó a la perfección: «La vida concreta del individuo se destruye con el fin de que la idea abstracta del conjunto pueda salir de su penosa existencia». 


ENTREVISTA CON CURTIS WHITE

Por Linda Heuman

Tanto el cientificismo como el fundamentalismo religioso responden a la necesidad de certezas del ser humano en un mundo plural y de cambios muy rápidos que provocan desorientación. 
¿Hasta qué punto están en el mismo negocio?

Como sugiere su pregunta, el espectáculo de la confrontación entre el fundamentalismo y el cientificismo es una confrontación entre posturas más parecidas de lo que ambas reconocen. Tanto el fundamentalismo como el cientificismo tratan de limitar y cerrarse, no de abrirse. La ciencia tiende a ser vulnerable al síndrome de la cerrazón. Los científicos valoran la curiosidad y tener una mente abierta, pero a menudo se muestran insensibles a otras formas de reflexionar acerca del mundo. Les resulta difícil salir de su propio punto de vista. Esto se debe, probablemente, a la manera en que formamos a los científicos. Las personas que se dedican a la ciencia necesitarán tener una base más sólida sobre la historia de las ideas, en especial si figuras prominentes como Stephen Hawking piensan seguir dando opiniones sobre esta historia y hacer afirmaciones como «la filosofía está muerta». 

Escribe que no solo tenemos tecnología, sino que también tenemos una tecnocracia —dirigida por corporativistas, militaristas y políticos interesados.

Es un error pensar que simplemente estos instrumentos y gadgets están ahí por casualidad, sin que tratemos de entender cuál es su relación con la cultura más amplia. Uno de los primeros libros que me impactó dentro del campo de la teoría política fue The making of a Counter Culture (1968), de Theodore Roszak. Lo leí hace poco y sigue aguantando bastante bien. Escribía: «Por tecnocracia me refiero a esa forma social en la que una sociedad industrial alcanza la cima de su integración organizativa». Theodor Adorno lo llamaba «sociedad administrada». Una sociedad administrada es aquella en la que la racionalidad tecnológica y la organización industrial han penetrado profundamente en todos los aspectos de cómo vivimos. 

Por ejemplo, incorporar el ordenador personal a nuestras casas fue una manera de llevarnos el puesto de trabajo a casa. Y así, ¿quién sabe las horas que trabajas cada semana? En cierto sentido, hay muchos trabajadores que no están nunca en la oficina, porque llevan el trabajo en el bolsillo. O pensemos en los trabajadores del sector servicios de la industria de la comida rápida. Son trabajadores que son tratados no como humanos, sino como engranajes de una máquina súpereficiente, y las habilidades que se les exigen son también ciertamente mecánicas.

Cuanto más normalizamos todos estos aspectos, más opresiva —y, no hace falta decirlo, perversamente exitosa— resulta la situación. El resultado es una cultura «totalizada». Todos los aspectos de esa cultura se vuelven confortables a cierto ideal tecnocrático y mecanicista. Por eso digo que el cientificismo es una parte tan importante de la ideología de Estado. Porque trabaja para el jefe.

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