Peter Sloterdijk (¿Qué sucedió en el siglo XX?)

El mundo sincronizado
Aspectos filosóficos de la globalización

Señoras y señores:

Ante este círculo eminente quiero aportar algunas consideraciones a la reflexión sobre los fundamentos, un tipo de reflexión que en este caso concierne a la autodeterminación de un sector o de una rama de la economía. Intentaré hablar en el necesario e inevitable modo indirecto que ha de adoptar una contribución filosófica a un tema como este.

En lo esencial, quiero abogar en favor de situar nuestra comprensión del hecho de la globalización a mayor profundidad cultural e histórica de lo que es habitual en el ajetreo de los negocios actuales y de su difusión en los medios.  De hecho, quien afirme que la globalización no es nada nuevo tiene toda la razón: la situación actual solo se percibe con claridad cuando uno tiene presente que desde hace quinientos años los europeos están involucrados en la aventura de la globalización. No obstante, constatar esto obliga a añadir que la globalización terrestre y la huida de sus consecuencias tienen la misma edad: medio milenio entero, si consideramos el primer viaje de Colón de 1492 como el verdadero comienzo de la época de la globalización tal como la conocemos. El temor de la vieja Europa por la amplitud recién abierta del mundo se manifestó en el temor de las mentalidades agrarias y fisiocráticas frente a la industria y la economía mundial marítima emergentes. Los antiglobalización más importantes de los últimos siglos fueron personajes oceanofóbicos. En cambio, muestras fobias se dirigen hoy más bien a la Bolsa globalizada, que en cierto modo representa la prosecución del juego oceánico a otro nivel.

Mi análisis empieza a tomar el concepto de «globalización» en su núcleo etimológico con mayor seriedad de la que se produce en las discusiones públicas. Junto con los americanos, los alemanes tienen la ventaja de utilizar en esta circunstancia el concepto correcto; a saber: globalisation, a diferencia de los franceses, que hablan de mondialisation, y que es un concepto falso. En efecto se trata del globo como tal. Pero ¿qué es un globo? En principio, un globo no es otra cosa que una construcción matemática; pertenece en primer lugar, pues, a los geómetras y a los filósofos, y solo en segunda línea a los cartógrafos, a los cosmógrafos y, al final de todo, a los economistas y a los turistas. El globo no es ciertamente una patente alemana, aunque el primer ejemplar conservado de globo terráqueo, como quizá sepan, procede de manos alemanas. Está en el Museo Nacional Germano de Núremberg: un globo que en el decisivo año de 1492 fue construido según modelos portugueses por el comerciante nuremburgués Martin Behaim. Muestra el contorno precolombino de los continentes, de modo que presenta la vieja imagen ptolemaica del mundo de tres continentes, pero ya de forma correcta, es decir, en la de un planeta redondo. Por eso puede decirse que Behaim tenía razón como Colón. Descubrir América y representar el globo son, por su sentido, la misma acción en dos medios diferentes. 

En una palabra, lo que quiero indicarles es que la globalización fue en principio un asunto de matemáticos. En este sentido, asume un significado completamente diferente del que nos inclinamos a atribuirle hoy. 

[...] Entre los pioneros de la globalización terrestre temprana resalta, pues, el grupo de los proveedores de especias. Esos comerciantes a distancia son los que creyeron en la capacidad de desarrollo del paladar europeo y quienes montaron sus negocios sobre la convicción de que la modernización comienza en el paladar. El espíritu de la utopía y el empresariado son hasta ahora una y la misma cosas, pues ambos son fundaciones orales, ambos sirven a un mismo apetito que muestra a las claras su insaciabilidad. El propio Magallanes murió en Filipinas en una escaramuza innecesaria. Se perdieron varios barcos de su pequeña flota a causa de una tempestad y los amotinados, y solo una de sus fragatas que habían salido, la pequeña Victoria, regresó a España en septiembre de 1522 con dieciocho marineros casi muertos de hambre a bordo. Arribó a la ciudad portuaria de Sanlúcar de Barrameda y confirmó con su mero retorno los tremendos hechos en los que se basa toda la Modernidad: por una parte, que la Tierra puede ser rodeada en una dirección, que en consecuencia los océanos forman un contexto, están conectados, y son navegables globalmente, y, además, que el planeta entero está rodeado de una atmósfera que puede ser respirada por marineros europeos (cosa esta que no era en absoluto tan evidente antes de experimentarlo, como aparece en una consideración retrospectiva de ello). Lo que los retornados del viaje de Magallanes trajeron consigo fue un indicio, que ya no se podía ignorar, de la unidad atmosférica de la superficie terrestre y del sistema tanto de viento como de clima, que en cierta medida resulta fiable. 

[...] El capital globalizado es el dinero que para rentabilizarse necesita dar la vuelta entera a la Tierra. Esta observación ya refleja una verdad del siglo XVI temprano. Es difícil sobrestimar la importancia de este hecho. En este contexto quiero contarles una anécdota que no solo expresa el carácter caótico de la globalización temprana, sino que también resulta apropiada para rebatir una tesis que se escucha a menudo: que la economía mundial, solo en los últimos veinte años, ha entrado en el remolino de los movimientos especulativos de dinero. 

[...] Para terminar mis consideraciones, quisiera añadir algunas observaciones muy generales sobre las consecuencias sociopsicológicas de la globalización, tal como se muestran por ejemplo en las oleadas de migrantes. Se trata de hecho de una crisis, de una crisis sociopsicológica y de una crisis de forma de vida, de cierta profundidad. Pues no es fácil transformar seres humanos nacionales en seres humanos posnacionales. Bajo seres humanos «nacionales» entiendo un carácter social surgido en Europa durante los últimos doscientos años, y con el que se ha convertido en segunda naturaleza la vida en las formas del Estado nacional. Se trata de personas que experimentan su país y su nación como un contenedor de paredes fuertes, la mayoría de las veces monolingüe, autóctono, vernáculo, como gustaba decir a Ivan Illich; de gentes que se sienten en casa en su terruño y comprometidas con una forma local de vida y que no se da sino allí, y en ninguna otra parte. Cuando a caracteres de este tipo se les exige de repente, de la noche a la mañana, que atiendan a los buscadores de asilo, que han dinamitado su contenedor, como parte consecuente de la globalización, hay que respetar que en principio respondan con cierto titubeo. 

Déjenme, señoras y señores, cerrar estas consideraciones y sugerencias con la tesis de que hoy vivimos en una dramática crisis de reformateo. Pues lo que la llamada globalización hace con las personas en los Estados nacionales es, en el fondo, reorientarnos desde una sociedad de paredes fuertes —también se podría decir desde una sociedad de containers cerrados—, a una forma de vida que puede caracterizarse con la expresión «de paredes especialmente estrechas». Dicho de otra forma, entramos en una era en las que las fronteras débiles y las paredes permeables se convertirán en la característica definitoria de los sistemas sociales. 

[...] Vemos cómo partes de la población responden a ese tema delicado de un modo que como mejor puede describirse es desde una óptica alergológica o inminológica. Tales reacciones han de tomarse en serio porque en un amplio frente de lo que se trata hoy es de reprogramar el comportamiento inmunológico del ser humano, desde la orientación a una amplia protección estatal a la orientación a la autoprotección y autocuidado. Mientras los seres humanos en el tradicional estado protector omnicompetente esperaban de sus aportaciones de orden y asistencia, es realista para el futuro apostar progresivamente por aportaciones propias a la autoinmunización. Cada vez hay más personas que comprenden que ya nadie va a hacer por ellos lo que no consigan ellos mismos. Se puede pronosticar que los problemas inmunológicos en el sentido más amplio de la palabra, han de tratarse en el futuro menos a nivel colectivo que a nivel individual. Esto es lo que llena a la sociedad del presente de gran intranquilidad respecto a sus condiciones futuras. Por lo que concierne a la esfera política en su totalidad, tanto mejor cumplirá sus tareas en las nuevas condiciones del mundo de paredes finas cuanto más consiga distanciarse de las sobreexigencias que proyectará sobre ella una sociedad utópica agitada.

Byung-Chul Han (Hiperculturalidad)

CULTURA COMO PATRIA

Nuestro Dasein histórico experimenta con aflicción espiritual y claridad que su futuro equivale a la desnuda disyunción exclusiva entre la salvación de Europa o su destrucción. La posibilidad de la salvación exige, sin embargo, dos cosas:

I. La preservación de los pueblos europeos ante el asiático;
II. La superación de su propio desarraigo y fragmentación.

                                                                          MARTIN HEIDEGGER

En las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel señala, respecto de la génesis de la cultura griega, que «es sabido que los comienzos de la cultura coinciden con la llegada de los extranjeros a Gracia. Es constitutivo del origen de la cultura griega la «llegada de los extranjeros» Los griegos conservarían «agradecidos el recuerdo» de esta llegada a su mitología. De aquí que Prometeo provenga del Cáucaso. El mismo pueblo griego se ha desarrollado a partir de una colluvies, que significa originalmente, barro, inmundicia, mezcolanza, desorden y barullo. 

Según Hegel, un «prejuicio corriente sostiene que una vida hermosa, libre y feliz ha de surgir mediante el simple desarrollo de un primitivo parentesco familiar, de una raza, desde su origen, está unida por naturaleza. Sin embargo, es «su propia heterogeneidad mediante la cual [el espíritu] consigue la fuerza bastante para existir como espíritu». La heterogeneidad en sí no crea ningún «espíritu griego hermoso y libre» para ello es necesario también una «superación» de la heterogeneidad. No obstante, la necesidad de esa superación no la convierte al algo negativo, que podría haber estado ausente sin más, ya que la heterogeneidad en sí misma es un «elemento [constitutivo] del espíritu griego». La presencia de los extranjeros, vista de este modo, es necesaria para la formación de lo propio. 

Para la descripción de la génesis del mundo griego, Hegel, se esmera claramente en resaltar el efecto constitutivo de lo extraño, de la heterogeneidad en sí misma. Sin embargo, con respecto a la identidad de la cultura europea, utiliza un tono del todo distinto. Aquí evoca enérgicamente la «patria». Si bien es cierto que Europa ha recibido su religión de Oriente, Hegel sostiene que todo aquello que satisface «nuestra vida espiritual» Europa lo ha obtenido de Gracia. « El nombre de Grecia tiene para el europeo culto, sobre todo para el alemán, una resonancia familiar. En este caso, deja de tratarse de la heterogeneidad en sí. Lo extraño es ahora degradado a mera «materia». Hasta hace un momento, la extrañeza había sido un elemento espiritual, una forma. Sin embargo, después de que «la humanidad europea se instaló dentro de sí como en su «casa» abandonó definitivamente lo «histórico», «lo recibido de afuera. Es satisfactorio este estar en casa: «Así como en la vida corriente ocurre que nos sintamos a gusto entre las gentes y las familias que viven contentas y satisfechas en su casa, sin querer salir de ella y buscar nuevos horizontes, así nos sentimos a gusto con los griegos» La felicidad es, en este contexto, un fenómeno de la familia, de la patria y de la casa. Esto tiene su origen en el «no salir hacia afuera, hacia otro lado», en el lugar, que vendría a ser sinónimo de «espíritu». 


UMBRAL

El ojo de la cerradura en el umbral
     
                                                                            PETER HANDKE

El mundo de Heidegger sigue siendo, en gran parte, dialectal. La hipercultura sería para él el fin de la cultura por antonomasia. Heidegger lamenta una y otra vez la pérdida de la patria. Él le atribuye también a los medios la responsabilidad por su desaparición y, en definitiva, también la desaparición del mundo. Estos transforman a los hombres en turistas: 

¿Y los que permanecieron [en su tierra natal]? En muchos aspectos están más desarraigados que los exiliados. Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno. 

Los medios, aparentan, simulan solo un mundo «que no es mundo alguno» ¿Qué hace al mundo ser como es? ¿Dónde bebería encontrarse al mundo si no es en la representación? ¿Existe un ámbito del ser que sea más originarios, más mundano que ese «común sentir»? Heidegger tiene en mente un estar-en-el-mundo que se revelaría frente al mundo de las representaciones y de las imágenes. Con el término «facticidad» Heidegger también caracteriza un en-el-ser que se encuentra de este lado de la representación. Las imágenes mediales, al parecer, no expresan de modo adecuado este estar-en-el-mundo originario. Según Heidegger, el peligro de los medios residiría en que ellos también, en ese aspecto, desfactifizan al mundo, es decir, eliminan la mundanidad del mundo, el estar-en-el-mundo de este lado de las imágenes y de la información. En la famosa conferencia, con el significativo título ¿Por qué permanecer en la provincia?, que debería ser leída en todas sus formas como un escrito contra la globalización, se encuentra una interesante referencia al mundo heideggeriano. El mundo solo es «cuando el propio Dasein se encuentra en su trabajo. Para los espectadores de una película o para los turistas, que no trabajan sino que solamente contemplan, el mundo no es. El mundo es allí en 

lo pesado de las montañas y la dureza de su espíritu destructivo, al crecer mesurado de los abetos, el simple esplendor luminoso de la pradera floreciente, el crujir del torrente de la montaña en la larga noche de otoño, la simplicidad austera de las superficies totalmente cubiertas de nieve

allí donde «todo esto» «se arrastra» y «se superpone». El Heidegger es el lugar, que ofrece una cercanía dialectal, campesina e incluso material. Pobre de mundo sería esa hipercultura en la que ante todos los signos y las imágenes desespacializados se arrastrarían y acumularían unos al lado de los otros. La hipercultura desfactifiza, desmaterializa, desespacializa al mundo y elimina su aura. La simultaneidad hipercuntural de lo diferente también le quita al mundo esa «simplicidad austera» y el vacío de esas «superficies totalmente cubiertas de nieve» cesa ante el hiperespacio de signos, formas e imágenes.

Salvador de Madariaga (España) Ensayo de historía contemporánea

¿Por qué ganaron la guerra los rebeldes? Porque les ayudaron Alemania e Italia. Esta contestación es falsa. Por importante que fuera, y lo fue, el auxilio de las naciones nazi-fascistas no fue decisivo ni con mucho. No sería sensato dogmatizar sobre lo que pudo haber ocurrido de no haber recibido algún auxilio exterior. La verdadera causa del fracaso de los revolucionarios fue la misma revolución. Cuando se sublevaron los rebeldes, los revolucionarios se encontraron con todos los resortes del poder político en manos del adversario. Quedaban dos alternativas a los dirigentes de la República; o quitarse de en medio dejando que los militares se encargasen de gobernar; o amar al <<pueblo>>. La primera hubiera sido semejante a la que Alfonso XIII adoptó en 1931 cuando ante el fracaso de sus candidatos en las elecciones municipales del 12 de abril tuvo la prudencia y el patriotismo de preferir el propio destierro a la guerra civil que pudo haber provocado con más probabilidades de ganarla de las que el Gobierno republicano tenía en 1936. Pero el caso es que los dirigentes de la República tomaron por el otro camino, armando al <<pueblo>>, concepto extravagante y romántico que data de la Revolución francesa, y que en la realidad española de aquel día vino a resolver en armas a cierto número de organismos obreros en furibunda rivalidad, a una cantidad ignota pero considerable de criminales, de envidiosos, de desaprensivos y de malandrines, y al caos. 

Desde aquel momento, la guerra civil degeneró en un duelo desigual entre un ejército bien en mano de su jefe como un Estado regido por una disciplina militar, frente a una turba de tribus malavenidas, la U.G.T., la C.N.T., la F.A.I., el P.O.U.M., el P.S.U.C., el Partido Comunista, el Partido Socialista partido por gala en dos, La Generalitat, Euzkadi y otros que olvido, cada uno tirando por su lado. Esta multitud de multitudes no podía aspirar ni de lejos al nombre de alianza, porque vivían en guerra civil endémica. Y no se crea nadie que estas palabras <<guerra civil>> vengan aquí como metáfora. Trátese por el contrario de una descripción exacta de la realidad, con sus batallas, planes de campaña, bajas y victorias y derrotas. Lo que estas tribus se proponían no era ganar la guerra contra los rebeldes. Para las más de estas tribus, de lo que se trataba era de llevar a buen fin una revolución proletaria, aunque no la misma, pues eran mutuamente incompatibles las revoluciones proletarias a las que aspiraban U.G.T, C.N.T, P.S.U.C, P.O.U.M, y Partido comunista, al punto de que en la lucha solía caer tal o cual cabecilla de una u otra de estas sectas; otras de ellas, como la de los catalanes o los vascos, aspiraban a separarse de los <<castellanos>>, en pleno olvido de la creación superior -aquella España todavía no plenamente realizada, de que ya casi ni se hablaba y que yacía desangrada e inerme entre unos y otros.

De cuando en cuando pasaba sobre tal o cual tribu un aura suave y luminosa de sabiduría. Se revestían de prudencia los comunistas, dando consejos de moderación y paciencia; la C.N.T, sindicalista, sacudiéndose el dominio de la anarquista F.A.I, entraba por el sendero de la responsabilidad hasta tomar parte en el Gobierno político del país;  hacían las paces entre sí las diferentes facciones que desgarraban al Partido Socialista (no pequeña hazaña); daban generosamente los catalanes sus hombres y sus municiones, y con magnanimidad poco común soportaban las tendencias centralistas y dictatoriales de Negrin en pro de la España integral que deseaban construir los mejores de entre ellos; demostraban los vascos admirable sentido de colaboración volviendo a mandar a Catalunya al gobierno de Euskadi desterrado de su propio territorio por los rebeldes, y haciendo que permaneciera en suelo español hasta la última hora de la lucha; procuraba el gobierno central dar norma, orden y concierto al desorden y a la anarquía que el vigor espontáneo del pueblo español tiende siempre a crear. Pero estos aires de sabiduría venían a tocar la frente de tal o cual partido o fuerza política en distintos momentos de la guerra civil, y pro breves períodos nada más, o tan sólo en aspectos limitados de los problemas candentes, de modo que durante toda la lucha la nota dominante siguió siendo el caos. 

Esta y no otra es la causa del desastre de la República: la incapacidad de que ha dado prueba para coordinar y armonizar las tendencias dispersivas del español; el fracaso que ha demostrado en crear y fomentar una alta pasión nacional bastante fuerte para absorber en una unidad superior las dos pasiones negativas del español: la dictadura y el separatismo.

Guy Debord (Comentarios sobre la sociedad del espectáculo)

Cuando la sociedad que se reclama democrática ha llegado al estadio de lo espectacular integrado, parece que se la acepta en todas partes como realización de una frágil perfección. Así que ya no se la debe atacar porque es frágil; ya no es posible atacarla, porque es tan perfecta como jamás hubo otra. Es una sociedad frágil porque le cuesta dominar su peligrosa expansión tecnológica. Pero es una sociedad perfecta para gobernarla; la prueba es que todos cuantos aspiran a gobernar quieren gobernar precisamente esta sociedad, con los mismos procedimientos, y conservarla casi exactamente tal como está. Por primera vez en la Europa contemporánea, ningún partido ni fragmento de partido intenta ya ni siquiera fingir que pretende cambiar algo importante. Nadie puede ya criticar la mercancía: ni en cuanto a sistema general, ni tan sólo como baratija determinada que a los jefes de empresa les haya convencido lanzar al mercado en ese momento. 

En todas partes donde reina el espectáculo, las únicas fuerzas organizadas son las que quieren el espectáculo. Ninguna de ella puede ser ya, por tanto, enemiga de lo que existe ni transgredir la omertá que afecta a todos. Se ha acabado con aquella inquietante concepción, que había prevalecido durante más de doscientos años, según la cual una sociedad podía se criticable y transformable, reformada o revolucionaria. Y eso no se ha conseguido gracias a la parición de nuevos argumentos, sino simplemente porque los argumentos se han vuelto inútiles. Por el resultado se medirá, más que la felicidad general, la fuerza formidable de la redes de la tiranía. 

Jamás hubo censura tan perfecta. Jamás la opinión de aquellos a quienes en algunos países se les hace creer todavía que siguen siendo ciudadanos libres ha estado menos autorizada a darse a conocer cuando se trata de decisiones que afectan a su vida real. Jamás estuvo permitido mentirles con tan perfecta impunidad. Se cree que el espectador lo ignora todo y no merece nada. Quien siempre mira para saber cómo continúa, no actuará jamás: Así debe ser el espectador. 

[...] Esta democracia tan perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo, el terrorismo. En efecto, prefiere que se la juzgue por sus enemigos más que por resultados. La historia del terrorismo la escribe el Estado; por tanto, es educativa. Las poblaciones espectadoras, no pueden, por cierto, saberlo todo acerca del terrorismo, pero siempre pueden saber lo bastante como para dejarse persuadir de que, en comparación con ese terrorismo, todo lo demás les habrá de parecer más bien aceptable o, en todo caso, más racional y más democrático.

[...] Incluso el propio McLuhan, el primer apologeta del espectáculo, que parecía el imbécil más convencido del siglo, ha cambiado de parecer al descubrir, por fin, en 1976, que «la presión de los mas media empuja hacia lo irracional» y que sería hora de moderar su empleo. El pensador de Toronto había pasado con anterioridad varios decenios maravillándose de las múltiples libertades que aportaba esa «aldea planetaria» tan instantáneamente accesible a todos y sin esfuerzo. A diferencia de las ciudades, las aldeas siempre han estado dominadas por el conformismo, el aislamiento, la vigilancia mezquina, el aburrimiento y los chismes una y otra vez repetidos sobre las mismas familias. Exactamente así se presenta a estas alturas la vulgaridad del planeta espectacular, donde ya no hay manera de distinguir a la dinastía de los Grimaldo-Mónaco o de los Borbón-Franco de la que había reemplazado a los Estuardo. Hay, sin embargo, discípulos ingratos que hoy en día intentan hacer olvidar a McLuhan y remozar sus primeros descubrimientos, aspirando a sus vez a hacer carrera en el elogio mediático de todas esas nuevas libertades que se pueden «elegir» aleatoriamente dentro de lo efímero. Probablemente tardarán menos en retractarse que su inspirador. 

[...] Se dice que hoy en día la ciencia se halla sometida a imperativos de rentabilidad económica; eso ha sido cierto siempre. Lo novedoso es que la economía haya llegado a entrar en guerra abierta contra los humanos, y no ya tan sólo contra sus posibilidades de vida sino también contra las de su mera supervivencia. Desde entonces el pensamiento científico ha decidido ponerse al servicio de la dominación espectacular, renegando de buena parte de su pasado antiesclavista. Antes de llegar a este punto, la ciencia poseía una relativa autonomía. Era capaz, por tanto, de pensar su parcela de la realidad, y así pudo contribuir sobremanera a incrementar los medios de la economía. Cuando la economía todopoderosa ha enloquecido, y los tiempos espectaculares no son otra cosa que eso, ha eliminado los últimos vestigios de la autonomía científica, lo mismo en el plano metodológico que en el de las condiciones prácticas en que se desarrolla la actividad de los «investigadores», que son inseparables uno del otro. No se pide ya a la ciencia que comprenda el mundo ni que lo mejore en algo. Se le pide que justifique al instante todo lo que se está haciendo. Tan estúpida en este terreno como en todos los demás que explota con la más devastadora irreflexión, la dominación espectacular ha mandado derribar el gigantesco árbol del conocimiento científico sólo para hacer tallar un garrote. Para obedecer a esta nueva demanda social de una justificación manifiestamente imposible, más vale nos saber pensar demasiado sino estar, por el contrario, bien adiestrado en las comodidades del discurso espectacular. En tal carrera, en efecto, la ciencia prostituida de estos tiempos despreciables ha encontrado prontamente y de buena gana su especialización más reciente. 

La ciencia de la justificación mentirosa había hecho su aparición, naturalmente, desde los primeros síntomas de decadencia de la sociedad burguesa, con la proliferación cancerosa de las seudociencias llamadas «humanas»; pero la medicina moderna, por ejemplo, podía pasar por útil, y los que vencieron a la viruela y la lepra no fueron los mismos que capitularon vilmente ante la radiación nuclear y la química agroalimentaria. Se nota enseguida que hoy en día la medicina no tiene ya, desde luego, derecho alguno a defender la salud de la población contra un entorno patógeno,  pues eso significaría oponerse al estado o, cuando menos, a la industria farmacéutica.

Roberto Calasso (La actualidad innombrable)

Turistas y terroristas

La sensación más precisa y más aguda, para quien vive en este momento, es la de no saber dónde se pisa a cada momento. El terreno es poco firme, las líneas se desdoblan, los tejidos se deshacen, las perspectivas oscilan. Entonces se advierte con mayor evidencia que nos encontramos en «la actualidad innombrable».

Entre los años 1933 y 1945, el mundo llevó a cabo un intento de autoliquidación parcialmente exitoso. Lo que vino después fue informe, tosco y extraordinariamente poderosos. Evasivo en cada una de sus partes, es lo opuesto del mundo al Hegel que creyó apretar en la prensa del concepto. Es un mundo que está hecho trizas, incluso para los científicos. Un mundo que carece de un estilo propio y que usa todos los estilos.

Este estado de cosas podría parecer apasionante. Pero los únicos que se apasionan son los sectarios, convencidos de tener la clave de lo que sucede. Los demás —la mayoría— simplemente se adapta. Siguen la publicidad. La fluidez taoísta es la virtud menos difundida. Por todas partes chocan con las aristas de un objeto que nadie ha conseguido ver por entero. Este es el mundo normal
Auden tituló «La edad de la ansiedad» un poema a varias voces ambientando en un bar de Nueva York hacia finales de la Segunda Guerra Mundial. Hoy esas voces suenan remotas, como si vinieran de otro valle. La ansiedad continúa, pero ya no predomina. Lo que predomina es la inconsistencia, una inconsistencia asesina. Estamos en la era de la inconsciencia. 

El fundamento del terror es la idea de que solo la matanza ofrece garantía de significado. Todo lo demás parece débil, incierto e inadecuado. A ese fundamento se agregan, después, las diversas motivaciones que reivindican el acto. Con ese fundamento se conecta, el sacrificio cruento. Como si, de época en época y en los lugares más diversos, se impusiese una necesidad insoslayable de matanza, que puede incluso parecer gratuita e irracional. Ominoso carácter especular entre los orígenes y el presente. Un espejo hechizado.

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Stuart Mill contó: «Desde el invierno de 1821, cuando leí a Bentham por primera vez, y especialmente desde los comienzos de la Westminster Review, yo había tenido lo que con verdad podría llamarse una meta en la vida: ser el reformador del mundo. Mi concepción de mi propia felicidad estaba completamente identificada con ese objeto […..]. Solía felicitarme por la certeza de haber encontrado un modo feliz de vivir, por haber situado mi ideal de felicidad en algo duradero y distante, en el que siempre cabía realizar algún progreso, sin llegar nunca a agotarlo por haberlo conseguido por completo». Esta situación se mantuvo durante cinco años, «a lo largo de los cuales la mejoría general que tenía lugar en el mundo y la idea de que otros y yo estábamos entregados a la lucha por promover esa mejoría, me parecía suficiente para llenar de interés y animación mi existencia». Hasta que un día, continúa Stuart Mill, «desperté de todo eso como de un sueño». ¿Qué había pasado? Había llegado el momento de realizarme una pregunta: «Suponte que todas las metas de tu vida se hubiesen realizado: que todas las transformaciones que tú persigues en las instituciones y en las opiniones pudieran efectuarse en este mismo instante: ¿sería eso un motivo de gran alegría y felicidad para ti? Apesadumbrado, Stuart Mill cobró conciencia de que su decidida respuesta a esa pregunta era: «No». Entonces experimentó una sensación desconocida y aguda: «Los fundamentos sobre lo que había construido mi vida se desmoronaron». De pronto, todo era «insípido e indiferente». Siguieron meses de una profunda depresión, que abarcó el invierno de 1826-1827. Visto desde fuera, nada había cambiado. Stuart Mill seguía llevando una vida plena de actividad: «durante ese período no dejé de dedicarme a las ocupaciones usuales [...]. Estaba tan habituado a cierto tipo de ejercicio mental que podía seguir en esa línea incluso cuando el espíritu se había desvanecido. Compuse y pronuncié algunos discursos para la Sociedad de Debates. Cómo pude hacerlo, y con qué resultado, son cosas que ignoro».

Stuart Mill es considerado todavía hoy una de las luminarias del progresismo. El hecho es que a los progresistas de todas las especies —laicas y religiosas— les faltó siempre la capacidad de la lúcida audacia para hacerse la pregunta que se formuló Stuart Mill en su íntegra honradez, y que lo precipitó a un estado que solo Coleridge supo describir: «Un dolor sin espasmos, vacío, oscuro y desolado».

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No se trata de recuerdos sino de palabras escritas, publicadas, dichas, registradas en los días entre principios de enero de 1933 y mayo de 1945. Incluso sin quererlo, todas tienen un aire de familia. Todas las imágenes de aquellos años, de cualquier procedencia, emanan algo de hipnótico. Fue el punto álgido del blanco y negro, en el cine y en la vida. Cuando apareció el tecnicolor pareció una alucinación. Era como si el tiempo hubiera formado una espiral cada vez más estrecha, que terminaba en un estrangulamiento. 

30 de enero de 1933. Klaus Mann parte de Berlín por la mañana temprano, «como impulsado por un mal presentimiento». Calles vacías, ciudad dormida. «Iba a ser mi última mirada a Berlín, la despedida». Parada en Leipzig. En la estación aparece su amigo Erich Ebermayer. pálido, nervioso. «"Qué pasa?, le pregunté. Pareció sorprendido. "¿Cómo? ¿No lo sabes? El viejo lo ha nombrado hace una hora". "¿El viejo?.... ¿Ha nombrado a quién?" "A Hitler. Es canciller"».

20 de marzo de 1933. Benjamín le cuenta a Scholem que el impulso último para abandonar Alemania le vino de la «simultaneidad casi matemática con que prácticamente todas las editoriales con las que estaba en contacto han devuelto los manuscritos, interrumpiendo las negociaciones en curso y casi listas para la conclusión». Alemania se había convertido en el país «en que, al mirar a cualquiera, los ojos se fijan en las solapas de la chaqueta, prefiriendo no mirar ya nadie a la cara». 

Verano de 1941. Hans Carossa: «A partir del verano de 1942 circularon de boca en boca extrañas voces, a las que al principio nadie daba crédito pero poco a poco se vieron confirmadas: el gran poseído había decidido matar a los pobres pequeños locos. Esta vez no dudé de la exactitud de lo que oía decir: ciertos problemas de aritmética que estaban en el nuevo libro de nuestra hija pequeña me habían puesto en disposición. "Un enfermo mental˝, decía, "le cuesta al Estado cada año una suma tal: ¿cuánto cuestan tres enfermos mentales? ? Cuánto cuestan treinta? Etc.»

5 de septiembre de 1944. En sus peregrinaciones alemanas, junto a su mujer Lucette, al gato Bébert y a su amigo Le Vigan, Céline llega a Berlín desde Baden-Baden y escribe a Paul Bonny: «Después de nuestra partida de Baño Baño hemos vivido una pesadilla, no bombardeos sino visiones. ¡Que pesadilla! Berlín embrujada hasta el suicidio. El lugar es irresistible. Cualquier cementerio, después de todo, es un lugar ameno, una carcajada en comparación con este horror increíble.»

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