Ilaria Gaspari (Seis semanas con los filósofos griegos)

SEXTA SEMANA

Una semana cínica

Empiezo mi última semana filosófica desesperándome por el desastre de la casa: en compensación, no obstante, acabo paseando por el barrio con mi perro, y tengo un amigo más: Mario, llamado Marione, el vagabundo que vive en el sótano. Es una de las personas más simpáticas que he conocido en los últimos tiempos, y me da la impresión de que también por eso los inquilinos del edificio le han reservado un lugar cerrado, al lado de los bajos, adonde sin embargo solo va a dormir cuando hace mal tiempo, porque afirma que por regla general se está mejor al aire libre. Como es obvio, me refiero a la semana cínica: esa en la que por primera vez en mi vida, estoy a punto de entender con una aproximación casi aceptable qué es la libertad. Y quizá también la felicidad.

Creo que nunca habría tenido ocasión de intuir ni siquiera de lejos nada parecido, de no haber sido por las semanas anteriores: si no hubiera descubierto, como pitagórica, que podría superar la pereza y obligarme a seguir unas reglas precisas a pesar de no entender su significado; si la escuela eleática no hubiera aprendido a renunciar a la presunción de considerar el tiempo como algo exclusivamente mío, que debe transcurrir por fuerza en la dirección que yo decido. Si luego no me hubieran enseñado, los escépticos, a desconfiar de mis sensaciones y a plantearme siempre preguntas sobre cualquier cosa; y los estoicos a soportar la idea de que algunas cosas no se pueden cambiar; y si, al final, junto a Epicuro no hubiera empezado a tratar mis deseos con una alegre familiaridad, a ser generosa y no avara con lo que sentía, como es necesario comportarse con los amigos. 

Sobre todo, no habría sido capaz de hacerlo si no hubiera empezando a vivir en el presente, con el cuerpo y también con la cabeza, a mantenerme en vilo sobre los más pequeños dilemas, los detalles insignificantes de la vida cotidiana; con todas las energías enfocadas a llevarme más allá de mis límites, a hacerme rebotar contra las fronteras de los hábitos más recalcitrantes, contra los estribillos de esos pensamientos que riman entre sí, y que a estas alturas, a fuerza de rimar y repetirse, han perdido cualquier atisbo de significado: solo quedan ecos de un cansado rumiar. Resulta extraño que aquellos que pensamos que nuestros valores máximos, que imaginamos sólidos e inexpugnables al igual que gruesos muros, como si fueran el umbral de nuestra persona, de repente sepan revelarse elásticos, blandos y ligeros. Pensaba que estaba encerrada en un fortín, protegida tras el recinto amurallado de mis pequeñas certezas, de las cosas que desde siempre estaba acostumbrada a pensar sobre mí, sobre los demás y sobre el mundo; pero era uno de esos castillos hinchables con los que juegan los niños, ligeros y por completo inadecuados para proteger y guardar hasta el más pequeño de los secretos, y también para perdurar en el tiempo, como sin embargo un castillo de verdad debería hacer: son perfectos solo para jugar sin hacerse daño —lo que, todo hay que decirlo, en un castillo real probablemente sería casi imposible. 

Lo que me choca, sin embargo, es que no siento en absoluto la carencia de la protección que me había dado, durante muchos años, el hábito de pensar siempre las mismas cosas o, mejor dicho: de pensar siempre como si estuviera prohibido mirar más allá de las murallas del castillo, vadear las aguas del foso, desafiar a los cocodrilos. Creía que servía para protegerme, para que viviera con serenidad; servía únicamente para que viviera deprimida. 

[...] Probablemente mi simpatía instintiva hacia esta escuela —que llamamos cínica, pero podríamos llamar escuela canina— ha sido el motivo por el cual la dejé para el final cuando compilé la lista de las seis instituciones que habría decidido frecuentar en mis seis semanas experimentales. La dejé para el final porque me parecía la más divertida, pero sobre todo la más libre: incluso antes de empezar este insólito ejercicio sabía —y ahora así lo he confirmado— que siempre es mejor llegar preparados a la libertad.

Cuando empiezo, mi familiaridad con los cínicos es solo emocional, y muy arbitraria, debido a que del batiburrillo anecdótico que habita en mi memoria desde los tiempos de los apuntes universitarios de Filosofía Antigua, de vez en cuando aflora una imagen —con la que confieso que a menudo me consolé durante años frente al abatimiento que me asaltaba al consultar el saldo de mi cuenta bancaria—. Era la imagen de Diógenes de Sinope, que se había puesto a sí mismo el apodo de «Perro» y vivía como un perro callejero en un barril.

[...] Claro, el hecho de que se refiera así mismo como un perro no debía de dejar indiferentes a sus interlocutores, que eran bastante numerosos. Diógenes se pasaba la vida hablando con los desconocidos, prodigando réplicas abrasivas con la que encubría enseñanzas tan sencillas como arduas de llevar a la práctica. A los tipos que le pedían que fuera más preciso acerca de su naturaleza canina, y especificara a qué raza pensaba él que pertenecía, contestó que cuando tenía hambre era un bichón maltés, cuando estaba saciado, en cambio, era un moloso: es decir, el caniche exaltado y colosal perrazo de trabajo. Y añadió, meramente para clarificarlo: «De esos que la mayoría elogian, pero que no se atreven a llevar con ellos de caza por temor a la fatiga». Y para evitar malentendidos, para subrayar su propia naturaleza arisca y molesta: «Así tampoco sois capaces de vivir conmigo, por temor a los dolores».

Diógenes el Perro, como auténtico precursor del punk según lo imagino basándome en estos divertidos testimonios, tenía cierto gusto —y además, declarado— por la exageración, que sin embargo debía considerar con una función puramente pedagógica, como explica Diógenes Laercio. Si alzaba el tono, si porfiaba con sus provocaciones, era solo para dar ejemplo: «Decía que imitaba a los directores de un coro: que también ellos dan la nota más alta para que el resto capte el tono adecuado».

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